August 2020 in Revista INVI
El campamento en relación con la ciudad: informalidad y movilidades residenciales de habitantes de Alto Hospicio
Resumen
Los campamentos son habitualmente observados como una unidad en sí misma, islas dentro de las ciudades, espacios delimitados de la exclusión urbana. Esta visión fija la informalidad urbana como un asentamiento autocontenido. Los campamentos en Alto Hospicio (Norte de Chile) han jugado un rol central en el desarrollo de la ciudad tensionando esta visión estática. No son unidades aisladas, sino situadas en el centro del funcionamiento urbano. A través de relatos que dan cuenta de las movilidades residenciales de sus habitantes desarrollamos una perspectiva relacional, que propone develar las formas en que el campamento es producido por una trama de relaciones interdependientes con la ciudad de la que son parte. En el caso de Alto Hospicio, la informalidad, vulnerabilidad y precariedad se expande más allá del “objeto” campamento. Se presentan tres relatos familiares que aportan a desarrollar un análisis más situado sobre la relación entre campamentos y espacio urbano, así como a comprender el desarrollo de una ciudad de acelerado crecimiento y vibrante transformación como es Alto Hospicio. El artículo argumenta que el caso de Alto Hospicio invita a repensar el concepto y tratamiento de la informalidad urbana más allá de los campamentos, promoviendo la apertura de nuevas preguntas teóricas y empíricas en los estudios urbanos chilenos para comprender en profundidad las experiencias situadas en que las personas construyen su lugar en la ciudad bajo el modelo (neoliberal) actual de desarrollo urbano.
Introducción
Los campamentos han jugado un rol relevante en la conformación de Alto Hospicio desde su origen como ciudad a mediados de los años 80s. La ciudad ha experimentado una transformación acelerada: pasó en un par de décadas de menos de un millar a cerca de 110 mil habitantes (Instituto Nacional de Estadísticas de Chile [INE], 2018). La construcción subsidiada y masiva de vivienda ha sido el principal motor de crecimiento urbano; no obstante, esto no ha significado el fin de los campamentos. A la vez que se propone la formalización de campamentos, nuevos habitantes ocupan a veces los mismos terrenos o surgen nuevos campamentos. El asentamiento informal se ha consolidado a través de los años como una estrategia de acceso a la vivienda en Alto Hospicio.
En muchas ciudades del país, hacia fines del siglo pasado, los campamentos experimentaron un decrecimiento. Sin embargo, desde el 2010 resurgen como estrategia habitacional precaria. Existe consenso en explicar esta nueva fase por el incremento de los precios de vivienda, los programas de vivienda excluyentes y un conjunto de condiciones más amplio de desigualdad estructural imperante en el país (Brain, Prieto y Sabatini, 2010; CIS TECHO Chile, 2015, 2017; López-Morales, Flores y Orozco, 2018; Morales Martínez et al., 2017; Ojeda, Bacigalupe y Pino, 2018; Skewes, 2002).
Sobre el campamento persiste una visión que lo analiza como una unidad aislada de la ciudad, como un espacio acotado de concentración de vulnerabilidades cuya existencia socio-espacial es, en sí misma, un fenómeno de expresión de desigualdades estructurales. Prevalece una forma de comprensión que delimita el asentamiento informal y lo trata como una unidad estática, fija y aislable; un producto residual de la producción del espacio. Se representa en la operación de la lógica de inclusión y exclusión, de lo legal e ilegal (Ministerio de Vivienda y Urbanismo [MINVU], 2013), de la carencia (MINVU, 1998), en el binomio de lo formal e informal, cuya respuesta por parte del estado se sitúa en el mejoramiento habitacional (Matus Madrid, Ramoneda y Valenzuela, 2019). Estudios recientes basados en análisis cuantitativos han provisto una base estadística importante para la actual situación (CIS TECHO Chile, 2018; MINVU, 2011, 2013), pero desvinculando el asentamiento de las ciudades en que se desarrolla. En efecto, el campamento es tratado como una unidad, comparable con otros campamentos, pero no situado dentro de tramas urbanas particulares.
La pregunta que guía nuestro texto se orienta a comprender los campamentos -en relación con la ciudad de Alto Hospicio- no como unidades aislables, sino como parte integrante de las tramas que permiten a sus habitantes realizar sus vidas cotidianas. Para ello, vamos más allá de un funcionalismo empírico que defina el campamento a partir de la medición de variables de desigualdad y exclusión -como son el nivel de ingresos, educación formal y ocupación, entre otros. Nuestro foco de análisis son las movilidades residenciales realizadas por los habitantes de los campamentos, con el fin de comprender cómo el habitar en el campamento se relaciona con decisiones, creación de redes, oportunidades y eventos personales que los habitantes construyen en contingencias específicas. Desde esta perspectiva proponemos una reflexión que toma el campamento como parte de un proceso en devenir permanente de producción urbana.
Las formas en la que funciona Alto Hospicio muestran que limitar la categoría de informalidad urbana al campamento resulta insuficiente. Más allá de los aspectos legales de la propiedad, las condiciones de habitabilidad y seguridad de la tenencia son aspectos que urge considerar de forma más amplia en la noción de informalidad. Las movilidades residenciales de los habitantes develan que sus vidas cotidianas se construyen en una compleja trama de relaciones donde se diluye el límite entre lo informal y lo formal, tanto en espacios habitacionales como laborales. Por otro lado, habitar en el campamento no es, en absoluto, sinónimo de marginalidad y exclusión, como muestran las movilidades de los habitantes al combinar diferentes estrategias de vida de forma muy dinámica.
El uso que prodigamos a las movilidades residenciales surge de la evidencia etnográfica de nuestro estudio en Alto Hospicio, cuyo objetivo era develar las prácticas socio-espaciales del habitar de sus diversas poblaciones y no sólo de los campamentos. Al indagar en la conformación de los campamentos, emergían trayectorias complejas donde la distinción entre formal o informal no era evidente, ni tampoco el clasificarlas en trayectorias de vida ascendentes o descendentes en función de algún parámetro externo. Por ello, distinto al uso general que se realiza de las movilidades residenciales como instrumento para analizar la estratificación social y la reproducción de clases sociales (Abramo, 2008; Cosacov, Di Virgilio y Najman, 2018; Di Virgilio, 2018), nos interesa introducir elementos de los estudios de movilidad, en particular de la movilidad como un enfoque (Jirón e Imilán, 2018a) para leer las trayectorias residenciales, enfatizando cómo los y las habitantes producen el espacio a través de sus prácticas cotidianas y no sólo a través de las condiciones socioeconómicas que soportan sus decisiones habitacionales. Este enfoque se apoya en una concepción relacional del espacio (Massey, 2005), según la cual, los y las habitantes producen relaciones significativas con otras personas, con elementos físicos y materialidades, prácticas y saberes, dando forma a los espacios vividos cotidianamente (McFarlane, 2011). Nuestro enfoque nos alienta a observar los campamentos más allá del asentamiento mismo para comprender como los habitantes organizan sus vidas cotidianas en el espacio urbano, donde el campamento forma parte de esa trama (Iturra, 2014; Jirón y Mansilla, 2014).
Entre los años 2017 y 2018 realizamos decenas de entrevistas con habitantes de diferentes campamentos de la ciudad, en el marco de una investigación más amplia orientada a develar las prácticas del habitar en Alto Hospicio. En el presente texto presentamos los casos de tres familias, con quienes reconstruimos sus propios relatos de movilidades residenciales en los cuales nos basaremos para plantear, como debate, la necesidad de reconceptualizar el campamento y el sentido mismo de la relación formal / informal.
Conceptos: informalidad y movilidades residenciales
La informalidad urbana a nivel global ha estado sometida a un intenso debate (Harris, 2018). Se interrogan sus diversos contextos, más allá del sur global, y se indaga por su rol en las vidas cotidianas de sus habitantes más allá de la economía política. El estado actual de la definición de informalidad urbana ha puesto en crisis el marco binario de formal/informal, inclusión/exclusión (Banks, Lombard y Mitlin, 2020; McFarlane, 2019). Históricamente, la noción de informalidad ha operado como una forma colonial de control (Marx y Kelling, 2019; Varley, 2013) sobre procesos que en países del sur son parte sustancial de la urbanización (AlSayyad, 2004). Superar la visión normativa y colonial permite entrar a una reflexión que invita a observar la informalidad como procesos que desafían el pensamiento urbano actual. Roy (2005) propone reformular la planificación para un “estado de excepción” permanente, desvinculando la informalidad de asentamientos vulnerables para entenderla como una lógica de organización urbana (AlSayyad y Roy, 2004, pág. 5). Roy (2005) le entrega el valor de dispositivo para comprender las prácticas territoriales del estado y los procesos de acumulación del capital. Pero la informalidad no es sólo producto de las relaciones estructurales entre el estado y el capital, sino también de las prácticas cotidianas de los sujetos que son centrales en su producción.
Incorporar la movilidad como enfoque (Jirón e Imilán, 2018a) a la comprensión de los asentamientos informales invita, en primer término, a diluir la noción de unidades discretas y fijas en el territorio. El foco en las prácticas espaciales de los habitantes devela que las personas construyen sus vidas cotidianas más allá de sus viviendas y barrios, construyendo continuos de experiencia en diferentes espacios (Imilán, Jirón e Iturra, 2015). La experiencia de la vivienda, incluso, excede su propia materialidad, expandiendo prácticas que pueden ser comprendidas como privadas hacia otras espacialidades. De hecho, la perspectiva de la movilidad tiende a disolver categorías tales como público y privado, poniendo énfasis en el continuo de la experiencia y no en su anclaje (Iturra, 2014). Esta perspectiva se sustenta en un concepto de espacio que enfatiza su cualidad relacional, múltiple, conflictiva y procesual (Massey, 2005). Los espacios, entendidos como algo no concluido ni único, tensionan miradas que identifican las dinámicas locales o micro-espaciales como expresión de relaciones socioeconómicas estructurales. Pero son las miradas estructurales las que aún prevalecen, por lo que la lectura de los campamentos como expresión del neoliberalismo chileno suele ser una afirmación de entrada (y en muchos casos de salida) que inadvierte los procesos más contingentes en la producción de estos espacios.
El estudio de las movilidades residenciales pone el acento en la importancia del mercado inmobiliario y de trabajo, donde se definen como la intersección entre las necesidades y expectativas habitacionales de los hogares y factores institucionales y estructurales (Di Virgilio, 2018, p. 122). En el contexto de América Latina las movilidades residenciales devienen en instrumentos para leer los procesos de estratificación social en la sociedad urbana, en el sentido de leer la reproducción de la clase social a través del habitar en la ciudad (Cosacov et al., 2018; Di Virgilio, 2009). Nuestro foco no es la estratificación social, sino la comprensión, a través de la movilidad residencial, de las formas en que las personas producen relaciones y a través de ellas organizan sus vidas cotidianas.
Callampas, campamentos y pobladores
Los asentamientos informales en el Chile de la primera mitad del siglo XX fueron formados por un importante porcentaje de migrantes campo-ciudad (Ramón, 1990). La llamada “callampa” es una instalación espontánea de personas sin casa ni medios para obtenerla (Castells, 1973). Familias que buscaban hacerse de una vivienda mínima van mejorando con el tiempo sus condiciones de habitabilidad gracias a la autoconstrucción. Según Castells (1973), el término "campamento" nace en la articulación entre el MIR y los pobladores de “callampas” en 1970. La noción de campamento se vincula con un programa político basado en la lucha de clases y la organización militante. De los campamentos surge el “movimiento de pobladores” que eleva a los habitantes sin casa al rol de actor social, entregando un marco de dignidad al habitante del asentamiento informal (Garcés, 2002; Murphy, 2015). Los pobladores no son homogéneos ni tampoco lo son sus intereses, sin embargo, se entiende que el “poblador”, como categoría amplia, articulada a partir de las disputas territoriales, persigue también ciertos intereses de clase (Espinoza, 1998; Garcés, 2002). Se trata de un actor complejo y heterogéneo cuya lucha es articulada por la vivienda pero que, al mismo tiempo, la trasciende.
La dictadura militar (1973-1989) mantuvo un estricto control de la ocupación de terrenos y de la actividad política en campamentos. La autoconstrucción se traslada al interior de las poblaciones ya consolidadas, aumentando los niveles de allegamiento - cohabitación de varios núcleos familiares en el mismo predio - (Jirón, 2012). La dictadura produjo un cambio en la representación y la concepción de los habitantes de campamentos a través de políticas habitacionales focalizadas en virtud de indicadores de pobreza. La figura del poblador, como agente político y de transformación, transita hacia la de un postulante a subsidio de vivienda, a un sujeto de políticas públicas (Skewes, 2002). Emergen las políticas contra la pobreza que representan al habitante de campamento como pobre, como un sujeto carenciado que el Estado debe auxiliar (Abufhele, 2019).
En las últimas dos décadas nuevas organizaciones han emergido recuperando el legado del movimiento de pobladores en la lucha por la vivienda desde una posición política (Angelcos y Pérez, 2017; Janoschka y Casgrain, 2012). Cabe destacar que la historiografía y teorización de los asentamientos informales, de sus procesos y luchas en Chile, se basan principalmente en lo que ha sucedido en Santiago -y en menor medida en Valparaíso, estableciendo el referente con el cual se leen procesos similares en regiones. Existen “campamentos históricos”, de 30 años de vida promedio, localizados habitualmente en áreas centrales y con carácter de micro-campamento -hasta 25 familias- (Rivas, 2013). No obstante, la reemergencia de los asentamientos informales en la última década actualiza un tipo de hábitat precario que parecería haber ido en disminución en Chile por la agresiva política habitacional iniciada en los 90s. Recientemente, un exhaustivo catastro hecho a lo largo del país por CIS Techo Chile (2018), ha identificado a 40.521 familias residiendo en campamentos; casi el doble de las que lo hacían el 2011 (27.378 familias).
El Ministerio de Vivienda y Urbanismo ha planteado que los habitantes de campamentos en la actualidad no corresponden a los sectores de menores ingresos (MINVU, 2007) sino a habitantes que deciden asentarse en ellos por motivos de localización (Brain et al., 2010) o como alternativa para salir de barrios con altos niveles de inseguridad (Morales Martínez et al., 2017). Son asentamientos de alto dinamismo, tanto en su morfología como en las diversas condiciones de vulnerabilidad de sus habitantes (López-Morales et al., 2018). A nivel público, se ha formado la idea pública de que los campamentos actuales son una forma de hábitat estrechamente vinculada con la reciente migración latinoamericana (Contreras, Ala-Louko y Labbé, 2015).
Alto Hospicio y sus campamentos
Alto Hospicio es la ciudad de más rápido crecimiento en la historia de Chile. Para 1982 tenía cerca de 400 habitantes, el 2002 llegó a los 55.880 habitantes (INE, 2002) y hoy, oficialmente, alcanza los 108.377 habitantes (INE, 2018). La mayoría de los habitantes de la ciudad son migrantes que han arribado desde otras regiones del país, pero también de Bolivia, Perú, Colombia y República Dominicana. El crecimiento de la ciudad se ha sustentado en la producción masiva de vivienda social. Si bien la ciudad se inserta en una región de alta inversión minera, los habitantes se dedican en gran medida al comercio, particularmente al comercio por cuenta propia, en un alto porcentaje.
Los campamentos siempre han tenido un peso en la ciudad. El año 2000 la Encuesta CAS observaba que 12.514 personas vivían en tomas de terreno en los sectores de La Negra, La Pampa y El Boro, en condiciones de difícil acceso a servicios básicos (Arriaza, 2004), lo que habría representado cerca del 20% de la población de la ciudad en ese entonces. Aún en la actualidad cerca de 2.400 familias habitan en campamentos1.
Alto Hospicio es una ciudad vibrante en su capacidad de transformación, emplazada en un entorno que puede parecer hostil al asentamiento humano. Predomina un paisaje de pampa desértica y una deficiente provisión de equipamientos e infraestructura. Además, se han publicado reportes de calidad de vida urbana poco alentadores y que en cierta forma fortalecen el estigma territorial de la ciudad2. El Índice de Calidad de Vida Urbana3 -elaborado para identificar atractividad de inversión inmobiliaria- ha localizado a Alto Hospicio en el último lugar (94) de las ciudades chilenas el año 2014. En los años 2015, 2016 y 2017 alcanza los lugares número 87, 86, y 78, nunca superando los últimos 15 lugares. Una progresión aplastada también por el trato que recibe en medios de comunicación y que contribuye a lo que Wacquant identifica como estrategias del poder para la “estigmatización territorial” (2007), marcando a los habitantes de un territorio como excluidos y peligrosos para el resto de la sociedad.
Tarapacá, la región, es una de las que muestra mayor aumento de campamentos a nivel nacional, con cifras que se duplican en el lapso de seis años. En 2016, se registran 17 campamentos (CIS TECHO Chile, 2015) que superan con creces los registros de la Unidad de Campamentos del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, con cinco en el año 2011, tres en Iquique - la contigua capital regional - y dos en Alto Hospicio (Ver Figura 1). Este catastro es realizado por el Programa de Campamentos del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, creado el año 2010 con el objetivo explícito de “cerrar campamentos”.
El año 2011 fueron identificados los campamentos de “Naciones Unidas” y “Ex-vertedero”. Para el primero, se realizó una intervención denominada como exitosa, ya que se logró mediar con soluciones habitacionales para la mayoría de sus habitantes4. Para el segundo, se entregaron subsidios habitacionales que redujeron la población del “Ex vertedero” de 500 familias a alrededor de 300. El procedimiento de desmontaje del campamento fue el siguiente: una vez que las familias abandonaban el predio de su vivienda, una cuadrilla de trabajadores se encargaba de poner algún elemento que impidiera el reasentamiento de otra familia en el mismo lugar, siendo el uso de montículos de tierra la estrategia más común para esto. No obstante, al poco tiempo, el trabajo de esta cuadrilla territorial perdió eficacia. Aparentemente, los miembros de la cuadrilla comenzaron a recibir dinero de parte de pobladores que cobraban por la instalación de nuevas estructuras en los lugares dejados por sus antiguos vecinos. Finalmente, los montículos de tierra fueron removidos y el terreno allanado para la construcción de nuevas viviendas (Acosta, 2017). Las formas de renovar la población de los campamentos han sido, aunque diversas, efectivas en el repoblamiento. Incluso la actualización del catastro inicial de habitantes (2011), realizada por el Ministerio, arrojó por resultado una población de 700 personas para el año 2015; 200 habitantes más que en el catastro original (Video 1 y Video 2).
Estos procesos han marcado una nueva etapa en los campamentos de Alto Hospicio con una demanda creciente de personas que presionan por asentarse en ellos. El campamento “Ex vertedero” se encuentra en terrenos fiscales, la Unidad de Campamentos del Serviu5 había establecido un contrato con los habitantes catastrados que les permite permanecer en esos terrenos por un lapso de cinco años, partiendo en 2016. No obstante, este trato excluye a la población migrante del campamento -numerosa en Alto Hospicio- debido a una supuesta restricción de cesión de tierra fiscal a extranjeros. Ambos casos resultan paradigmáticos, mostrando el dinamismo actual de muchos de los campamentos en Alto Hospicio, cuya complejidad no se deja reducir a un solo tipo de proceso.
Metodología
El análisis del presente artículo se enmarca en un proyecto de investigación6 que en el transcurso de dos años (2017-2018) se centró en comprender como los habitantes producen el espacio de la ciudad a través de sus prácticas cotidianas (Jirón e Imilán, 2018b). La investigación se realizó junto a más de sesenta habitantes de diferentes sectores, ocupaciones e historias en la ciudad. Un equipo interdisciplinario de doce personas de las disciplinas de la geografía, arquitectura, urbanismo y antropología desarrollamos una metodología multimétodos que integró el análisis espacial y etnográfico.
Dentro de las prácticas etnográficas cada participante participó en una entrevista formal junto a numerosas conversaciones llevadas a cabo en sus actividades cotidianas, tanto en sus hogares, espacios laborales, como en sus actividades sociales y de celebración en diferentes momentos del transcurso de la investigación. Se realizaron análisis espaciales de la arquitectura y espacios públicos, relatos de vida y etnografías de sombreo en una decena de casos. Se mantuvo una relación permanente tanto con las personas participantes como con las organizaciones. Por ello, nuestra metodología se define como etnográfica y no tan solo como una técnica o enfoque (Guber, 2001). Participaron numerosos habitantes actuales de campamentos, pero también muchos y muchas otras que lo habían sido en otros momentos de sus vidas.
A continuación, se narran las trayectorias de seis personas que conforman tres núcleos familiares, todas ellas eran habitantes de campamentos en Alto Hospicio en el año 2017. Los relatos son síntesis de entrevistas y conversaciones que se proponen describir sus movilidades residenciales desde el arribo a la ciudad hasta el momento de su participación en el estudio.
Movilidades residenciales
Jon y Maite: de Nariño y Cali al “Ex-vertedero”
Jon nació en Colombia y desde el 2009 vive en Chile con su esposa y sus dos hijos. Ella se llama Maite, es de Cali. Jon es de Nariño. Jon y Maite son pareja desde hace casi dos décadas. Se casaron en Chile.
En el año 2009 tomaron la decisión de emigrar. Vivían juntos en Cali. Hasta cierto momento, consideran haberse sentido estables. Económicamente, “los dos; bien, pero la situación allá se puso crítica el 2008 cuando hubo la crisis mundial”- explica Maite. Entonces, Jon fue despedido de su trabajo junto con muchos otros compañeros. En ese momento, Maite aún se encontraba fabricando “miles de empanadas diarias” en una línea de producción. Por ese entonces iban a tener a su segunda hija; Maite estaba embarazada al momento del despido de su marido. Pensaron en Aruba como destino, lo que no resultaba extraño siendo que entre los años 2014-2015 el 5,6% de colombianos que salieron con destino a América Central y el Caribe llegaron a Aruba -alrededor de ciento treinta mil personas (Unidad Administrativa Especial Migración Colombia, 2016). No obstante, hubo un cambio de planes: “cuando usted está buscando opciones de viaje (en Internet) aparecen las más visitadas (…) tal vez Chile era la más visitada y nosotros no sabíamos nada.”
Así, por una cuestión de flujos migratorios y algoritmos, emerge Chile como opción. Al mismo tiempo, se comienza a diluir Aruba como destino por dificultades formales y riegos personales. En Chile, en cambio, no se requería visa para su ingreso. El contacto con un migrante en Chile abrió la posibilidad; “Mi hermana tenía un novio y en esos días el hermano del novio, el cuñado de ella venía de Chile, casualmente de visita” (Maite). Con un poco de información y un contacto en Chile decidieron emprender el viaje, dejando atrás la vivienda familiar que alquilaban. En Colombia vivían junto a 10 familiares, se trataba de “una casa grande para poder pagar, porque el arriendo es muy costoso”. La condición que en Chile se conceptualiza como allegamiento, Jon la refiere como “en familia”.
Jon llegó a Iquique en junio del año 2009, junto a su hermana y una amiga de ella. Aunque tan solo pasaron tres meses entre su llegada y la de su familia nuclear, Jon vivió en cuatro habitaciones distintas:
“Cuando yo me vine vivía en una (pieza) de cholguán [madera aglomerada] que estaba hecha así. Sí, porque había una casa cuando yo llegué que llegaba alguien y construía la casa en un día, un cuarto en un día y después llegaba otra persona y en un día construían cuatro cuartos”.
En esa vivienda pagaban 10USD diarios por una habitación para los tres. Después, se cambiaron a otra pieza por 8USD diarios, gestionada por un conocido de origen peruano. En ese momento Jon consiguió trabajo en una empresa comercial, lo cual le permitió vivir solo. Luego se fue a vivir con un amigo, hasta el arribo de Maite. Cuando llegaron Maite y sus dos hijas, arrendó una pieza más grande en un “lugar más bonito” de Iquique, en el centro. Pagaron un poco más que lo que Jon pagaba, por divisiones de cholguán y una cocina también compartida. Los cuatro integrantes de la familia compartían el baño con los habitantes de otras cinco habitaciones. Después de un año en estas condiciones decidieron mudarse.
Vieron una oportunidad de mejorar su precariedad habitacional en el ofrecimiento de la hermana de Jon, quien estaba “viviendo en campamento” en Alto Hospicio, y deseaba mudarse de allí. Ella quería volver a Colombia por motivos de salud. Cuentan que la hermana no quería cobrar por una vivienda autoconstruida en un terreno tomado. Sin embargo, lo hizo. Cobró a su hermano Jon y a su familia el equivalente a 2000 USD por la vivienda. Jon y su esposa viven en el campamento “Ex-vertedero”, uno de los más antiguos de Alto Hospicio y uno de los pocos originalmente catastrados por la Unidad de Campamentos con la finalidad de desmantelarlo.
Jon y Maite decidieron ir al campamento para tener más espacio, para que sus dos hijos pudieran jugar. Acceso directo a la calle, disponibilidad de la totalidad de espacios de la vivienda, y no tener vecinos de habitación que se quejen por los ruidos de los niños, fueron los atributos más apreciados. Fue central en su decisión la experiencia cotidiana de los niños: las libertades espaciales que la vida en el campamento les puede proveer en comparación a una pieza en una vivienda antigua del centro de la capital regional.
Han invertido dinero en algunas mejoras de la vivienda, especialmente en la habitación de sus hijos. No saben cuánto tiempo podrán permanecer, ya que no tienen ninguna seguridad en la tenencia. Ni siquiera pudieron acceder al permiso de residencia de cinco años en el campamento que se ofreció a las familias chilenas. Sus trabajos están absolutamente imbricados. Si bien ambos trabajan atendiendo un negocio formal de venta de jugos, bajo un régimen laboral irregular, esto no limita eventuales trabajos de Jon en construcción. El local de venta de jugos está en las cercanías del mercado de Iquique, donde se turnan la atención para que Jon realice otras faenas esporádicas en construcción.
Sandra y Alex: de Trujillo y Alto Hospicio, a las tomas de El Boro
Alex creció en el Boro, una población en el borde norte de Alto Hospicio. Trabaja como mecánico, oficio que aprendió en el Liceo en talleres de Iquique. Llevaba una vida tranquila, de joven soltero en Iquique, donde arrendaba una pieza, cuando conoce a Sandra, una joven peruana de Trujillo. Sandra cuenta que su tía, quien vive hace treinta años en Chile, “llegó a Perú y me dijo: hija, ¿vamos a Chile? Y llegó justo en un momento en que yo andaba mal y tenía muchos problemas con el papá de mi hijo”.
Sandra llega directamente al centro de Iquique. Al principio vive con su tía, pero por una serie de conflictos, Sandra comparte casa con ella tan solo cuatro meses. En ese tiempo conoció a su primera amiga en Chile, y también a Alex. Trabajaba y enviaba dinero para su hijo, se mudó a vivir con su amiga en una pieza por seis meses. Después de ello se mudó con Alex. Ambos iniciaron, así, un recorrido por numerosos arriendos. En la primera habitación sólo duraron un par de meses:
“la señora de la casa era muy metida, preguntaba todo, como si fuéramos sus hijos” (Sandra). Luego, arrendaron otra pieza por un año, hasta que decidieron ir a Alto Hospicio. Alex ofreció ir a la casa de su madre, ya no quería vivir en habitaciones con baño y cocina compartidas, con miserables condiciones de habitabilidad, tal como había sido su última experiencia: “duramos poco tiempo ahí viviendo porque era insoportable, era un solo baño para 20 personas (…) la limpieza, cada uno tiene su forma de vivir”. (Sandra).
Así, llegaron a vivir donde la madre de Alex, en una casa de cinco habitaciones y 11 habitantes. Por disputas entre Sandra y su suegra, debieron mudarse de allí. Entonces, arrendaron una habitación pequeña en frente de esa casa, durante cuatro meses. Luego, se cambiaron de habitación a una más grande, dentro de la misma casa. Seguían siendo solo dos personas, pero Sandra estaba embarazada, de alrededor de cuatro meses: “Perdimos esa guagüita y ya nosotros estábamos mal (…) porque en esos tiempos yo estaba ilegal y yo tenía que pagar”.
Su situación migratoria irregular la obligó a pagar el monto completo de la intervención médica. Ochocientos mil pesos (1200 USD), según afirman. Esta situación estimula el inicio de sus trámites de regularización. El año 2006 Sandra obtiene una residencia definitiva en Chile. Un año después, la pareja tiene a su primera hija, en mayo. Ya siendo tres, logran arrendar un espacio con dos habitaciones y una cocina. Esas habitaciones se encontraban dentro de una casa. Todo de material noble: ladrillo, cemento. Incluso “tenía baño y un poco de patio”. Su salida se debió a una necesidad económica que se cruzó con un ofrecimiento familiar. La hermana de Alex les ofreció una casa de su propiedad, que en realidad era un departamento interior, una pequeña casa de material ligero en el patio de la casa en la que vivían la hermana, su marido y su hijo. La nueva habitación tenía condiciones más precarias que su última pieza arrendada, pero era mejor que todos los arriendos a los que había en Iquique, según su valoración. Vivieron allí menos de un año. Sandra explica: “(…) era un martirio porque yo cuando discutía con él como que se metía el hermano, el papá y todos se enteraban de lo que estaba pasando (…) ellos siempre andaban pendientes, si discutíamos, si no discutíamos”.
Alex toma la administración del taller mecánico de su tío, donde trabajaba. Debido a ello, deciden arrendar una pieza lo más cerca posible del taller. Resulta una decisión que también resguarda la relación con su familia, dada la intromisión en sus asuntos familiares. En este nuevo contexto, la pareja tiene que cubrir dos arriendos mensuales; el del taller y el de la habitación. Entonces, Alex se preguntó: “¿Para qué vamos a pagar otro arriendo? Vámonos a vivir al taller”. A los pocos meses, Alex construye una habitación dentro del taller, solucionando así dos necesidades en un mismo espacio: vivienda y trabajo. Superan el gasto de dos arriendos y concentran sus actividades diarias en un solo punto de la ciudad.
Cuando parecía que habían logrado estabilidad, el dueño del local del taller mecánico les solicita la devolución. Regresan -abruptamente- al mercado de arriendo de piezas. Del centro de Alto Hospicio vuelve a El Boro, donde se encuentran los arriendos más bajos. Allí, se quedaron por alrededor de seis años. Arrendaron una casa sólida, una vivienda social de mediados de la década del 2000. Recuerdan que la casa se encontraba en muy mal estado, “era un mugrerío” - afirma Sandra. Tuvieron que remodelarla y pagar las deudas de las cuentas. El valor del arriendo fue subiendo sostenidamente hasta alcanzar los 250USD mensuales. En ese escenario, Alex recibe el llamado de un amigo que le dice que muy cerca de donde viven están levantando un campamento. A Alex le parece una buena opción e inicia la coordinación y negociación con los primeros llegados a la toma, partiendo entonces con la construcción.
Alex utilizó sus conocimientos como constructor para levantar una casa de material ligero, “pero con partes sólidas”. Sandra reconoce que se endureció en el campamento, “yo antes era que a mí me decían algo y yo me ponía a llorar, ahora no, ahora me pongo chora, como dicen los chilenos” - resume su experiencia. El dinero que ahorran en el arriendo lo invierten en la vivienda: “Yo no pago arriendo, pero es como si pagara arriendo porque pago banco, pagamos letras, pagamos cosas. No, no vivimos encalillados tampoco ni millones pagados, pero yo quiero tirar la casa p’arriba”. (Alex).
Extrañan algunas comodidades de las casas sólidas que arrendaron, como la ducha y la red de alcantarillado. Mantienen el interior libre de tierra y sus muebles parecen sobredimensionados para ese espacio. A pesar de la inseguridad que trae la posibilidad de que en algún momento puedan ser desalojados, la familia sigue mejorando su vivienda. Alex compra materiales regularmente, como el reciente estanque de agua que habilitó, pero lo fundamental para ellos es el ahorro en el arriendo.
“si nos fuéramos a arrendar sería ya un poco más alto el presupuesto, ahí ya tendría que vivir con 500 lucas [800 USD] mensuales porque, ¿cuánto me irán a cobrar por un arriendo: dos y tanto, tres gambas [300-450 USD].” (Alex)
Alex se sigue dedicando a la mecánica, mientras que Sandra administra los recursos, emite las boletas y genera contratos para quien lo necesite. Muchas de nuestras conversaciones se llevaron a cabo con Alex bajo un camión distribuidor de gas. Otros encuentros se vieron interrumpidos por bajadas intempestivas de ambos a Iquique adonde se dirigían a comprar repuestos a la Zofri para luego revenderlos por Alto Hospicio.
Sergio y Alba: de Temuco y Arica a las tomas de El Boro
Sergio dejó Temuco en el año 1996. Allí había nacido 23 años antes, tiempo en el que también tuvo cuatro hijos. Su destino era Iquique, buscando trabajo en la industria minera: “En esos años estaba recién Collahuasi formándose, y resulta que me dieron la posibilidad de trabajar [y] como yo estaba estudiando gastronomía, entré a Central Restaurantes”.
Esa ilusión nortina que atrajo a muchos, resultó materializándose en diez años de trabajo en los casinos de Collahuasi. Si bien creía que sería una estadía temporal, y plenamente laboral, los 23 años que lleva en la región hablan de un proceso más complejo. En el año 2008 sufre el fallecimiento de su pareja, cuando “tan solo” llevaban un par de años de relación. El efecto emocional de aquello se suma a una inestabilidad laboral creciente, por lo que recuerda haberse sentido solo y sin un rumbo definido. Dos años después, el 2010, conoce a su actual esposa, una ariqueña de 45 años, también madre de hijos adultos. Se casan un par de años después y comienzan a compartir habitaciones en la ciudad de Iquique.
Los trabajos esporádicos en los que se desempeñó Sergio después de los casinos de Collahuasi dificultaron su acceso a vivienda. La inestabilidad laboral y el alto precio de los arriendos los llevaron a tomar una decisión que definen como “difícil”: decidieron dejar Iquique y probar suerte en Alto Hospicio. Sergio recuerda que se negaba a esta opción: “yo decía antes ‘no me voy a Hospicio ni que me jalaran’, siempre le decía yo a mi señora, ‘ni aunque me regalaran’”.
Una amiga de la pareja, y residente de los campamentos de El Boro, les insistía en evaluar seguir su camino, basándose en sus evidentes dificultades para pagar los arriendos a fin de mes en la capital regional. Ellos consideran que la amiga los “convenció”. Su situación económica estaba tan disminuida que la llegada a Alto Hospicio solo fue posible con un préstamo. Un préstamo de su amiga, residente en las tomas de terreno de El Boro. La pareja acepta y se acercan al Comité de Vivienda “Virgen de Montserrat”.
Sergio y Alba debían levantar su hogar. Con un predio designado, no sabían cómo empezar, nunca habían construido nada: “yo sin saber construir, y todo lo que tú ves lo hemos hecho yo y mi señora […] de a poquito, y hemos ido de a poco para adelante”. Sergio sufre de diabetes e hipertensión. Alba se considera fuerte, y un apoyo importante para esa condición, que deciden enfrentar como núcleo: “Yo puedo trabajar normal en una empresa, qué sé yo, porque yo estoy sana, no me voy a descompensar, pero yo soy su esposa, estamos de la mano acá en esta lucha”.
En cuestión de meses, Sergio adquirió un rol de líder en el comité y fue postulado por sus vecinos para la dirigencia: “Mire, fue porque tenían que cambiar la directiva, y resulta que yo no quería participar, a mí me gusta el trabajo social, porque a mí me gusta ayudar”. Sin embargo, las responsabilidades asociadas a la directiva ahondaron sus dificultades laborales. Sergio dice haber perdido un trabajo en un supermercado de Iquique por atender las necesidades del Comité. Así llegaron a trabajar a la principal feria de la ciudad, una de las más grandes del país: “La Quebradilla”. Allí, ofrecían bebidas energéticas y otros refrescos para lograr un sustento. El proceso de asentamiento en el campamento abrió caminos no imaginados para ellos: “Sí, la hemos luchado, así que ahí estamos dándole, después de que yo no me quería venir para acá y [ahora] estoy como dirigente”. (Sergio).
En la región de Tarapacá, Sergio cumplió su objetivo inicial de trabajar en minería, pero también conoció a su esposa ariqueña y aprendió a producir su hábitat, a dirigir un comité de vivienda, y a vender en la feria. En El Boro ejerce la función de vicepresidente del comité “Virgen de Montserrat”. Pero aún le pesa un tanto el cambio del verde de Temuco por los áridos paisajes de la pampa.
Campamento: relaciones y vida cotidiana
En los casos expuestos, las movilidades residenciales se basan en una trama compuesta por arriendos de piezas, convivencias, arriendos de casas o utilización de instalaciones comerciales. Las familias pagan regularmente una renta. La movilidad residencial es extremadamente alta, debido a la precariedad de las construcciones y a los problemas de convivencia, así como a los cambios en las situaciones laborales, familiares o de salud.
Destaca la regularidad en el ingreso a través de actividades remuneradas continuas, que se mueven entre formales e informales. Los y las habitantes más que definidas por su marginación a determinados sistemas económicos, experimentan trayectorias vulnerables, atraviesan ascensos y descensos económicos agresivos motivados por trabajos precarios y por la emergencia de situaciones personales y familiares, frente a lo cual deben recurrir a sus redes como principal recurso para superar crisis.
La presencia de población migrante requiere de una reflexión específica. Los proyectos migratorios poseen etapas y cada una de ellas está formada por metas particulares que orientan las decisiones de las personas migrantes. En la primera etapa del proceso migratorio, las redes sociales basadas en el lugar de origen juegan un rol significativo en el traspaso de información y apoyos en la inserción, cosa que se expresa tanto en lo material y de subsistencia, como en el ámbito afectivo (Imilán, Margarit y Garcés, 2014). Algunos grupos buscan ahorrar recursos de todas las formas posibles. Las transiciones habitacionales dependen también de una búsqueda: motivaciones, metas, y constreñimientos formales. En este sentido el agrupamiento en viviendas de bajas condiciones de habitabilidad, con el fin de reducir costos, es una estrategia ampliamente aplicada en la primera etapa migratoria (Osterling, 2013). La regularización del estatus migratorio resulta un proceso marcado por elementos propios de la debilidad de la institucionalidad migratoria, así como también por elementos de carácter fortuito, los cuales atentan contra las condiciones que favorecen a un acceso pleno a derechos sociales. Esta condición de estatus se encuentra en la base de la vulnerabilidad de la población migrante, que durante años debe cumplir con requisitos que le permitan acceder a programas y políticas sociales diseñados precisamente para enfrentar esa precariedad y suplir -de manera parcial- las condiciones de desigualdad estructurales.
El acceso al campamento se puede producir por caminos muy diversos. En los casos presentados las formas de acceso se diferencian claramente del mecanismo de asociatividad que caracterizó las tomas de terreno con organización política. Si bien, Alex y Sandra participan de la construcción de un campamento basado en una red de conocidos y familiares, ésta no tiene una organización política o basada en algún tipo de militancia. Del mismo modo Sergio, quien requiere tan solo de un buen contacto y un préstamo informal para acceder a su predio. En Alto Hospicio, existen tomas basadas en una organización fuerte e incluso militante, pero están lejos de ser la tendencia mayoritaria. En estos casos, se suele valorar también la seguridad de compartir con vecinos que tienen un propósito en común, que puede ser beneficioso para la solidaridad entre vecinos a través de cadenas de cuidado y protección de niños. El caso de Jon y Maite muestra la emergencia de un mercado de transacciones económicas en los campamentos pese la inseguridad de la tenencia.
Los precios involucrados en el arriendo de habitaciones son extremadamente altos. En Iquique, una habitación puede tener el valor de un sueldo mínimo, mientras que en Alto Hospicio puede ser levemente menor. Junto al cálculo económico se encuentran otras consideraciones, como es la convivencia y la valoración de un espacio con autonomía, como en el caso de Jon y Maite, quienes aprecian la posibilidad de que sus hijas cuenten con más espacio en el campamento, el acceso a un patio, una puerta a la calle, a una casa. Este no es un caso aislado; en muchas otras narraciones de campamentos de Alto Hospicio la valoración de la amplitud del espacio habitacional, pensado para niños especialmente, surgía como una razón muy relevante entre los habitantes.
El campamento no es percibido de forma inequívoca como un descenso en las trayectorias residenciales. En los casos presentados, éstos no son problematizados en sí mismo como un lugar de exclusión o marginación, sino como un espacio temporal e incluso con potencial de realización de sus proyectos de vida.
Conclusiones
Las movilidades residenciales presentadas plantean una continuidad entre el campamento y el espacio urbano de Alto Hospicio. Las movilidades se despliegan por una serie de espacios a través de la ciudad, vinculadas al trabajo, las relaciones familiares, los proyectos económicos y conjuntos de relaciones con amistades y familiares. Las experiencias que las componen muestran una continuidad y una interrelación entre ellas.
Los habitantes de los campamentos de Alto Hospicio no son los pobres urbanos descritos durante el siglo XX como población marginal y excluida sino personas que experimentan distintos tipos de vulnerabilidad expresadas en trayectorias ascendentes y descendentes en términos de sus condiciones de vida. Son personas que poseen agencia, capacidades y conocimientos que les permiten, dentro de un restringido campo de posibilidades, construir un espacio en la ciudad. Habitantes con trayectorias inestables lidian con la poca protección del Estado y agresivos mercados de vivienda y laborales. Se trata de habitantes que se asientan en un campamento como producto de un sistema decisional que busca un balance entre diferentes aspectos de sus experiencias previas. Para los casos que hemos presentado, el campamento no es la última ni la única opción.
Los campamentos de Alto Hospicio no son unidades aisladas. Las movilidades residenciales y las relaciones que las producen plantean un cuestionamiento a las distinciones entre lo formal e informal. La relación formal/informal está presente a lo largo de todas las movilidades residenciales tanto en el acceso a la vivienda como en las actividades laborales. Tal como señalan los relatos, la existencia y reproducción de los campamentos es parte de una trama que imbrica espacios, prácticas y vidas cotidianas. En Alto Hospicio, la etiqueta “asentamiento informal”, como propiedad exclusiva del campamento, pierde sentido a la vista de las prácticas de sus habitantes y sus experiencias de vulnerabilidad.
En este contexto: ¿Qué hacer con los campamentos? pregunta imperativa de la política pública. A la vista de la experiencia de Alto Hospicio es fundamental preguntarse primero ¿Qué son los campamentos actuales? y ¿cómo se producen y cómo se relacionan con sus espacios urbanos? Estas son preguntas tanto de orden teórico como empírico. En los estudios urbanos chilenos conocemos los efectos estructurales del capitalismo chileno, con sus lógicas de rentismo inmobiliario y de políticas subsidiarias, más aún no hemos discutido lo suficiente respecto a sus experiencias situadas, cuyo entendimiento nos llevaría comprender las complejas tramas de relaciones que sustentan aquello que hemos llamado informalidad y precariedad.
La complejidad de la desigualdad urbana que se encuentra en proceso exige nuevas concepciones de políticas urbano-habitacionales que no se dejen reducir a las lógicas de la subsidiariedad que la han definido, las cuales se han mostrado incapaces de enfrentar el campo habitacional en su conjunto, sometido a fuerte presión especulativa y rentista. Mientras no discutamos la pertinencia actual y situada de las concepciones de campamento e informalidad urbana, seguiremos diseñando respuestas para preguntas equivocadas. Es urgente repensar las políticas, de manera honesta, más radical, y situada.
Resumen
Introducción
Conceptos: informalidad y movilidades residenciales
Callampas, campamentos y pobladores
Alto Hospicio y sus campamentos
Metodología
Movilidades residenciales
Jon y Maite: de Nariño y Cali al “Ex-vertedero”
Sandra y Alex: de Trujillo y Alto Hospicio, a las tomas de El Boro
Sergio y Alba: de Temuco y Arica a las tomas de El Boro
Campamento: relaciones y vida cotidiana
Conclusiones