Introducción
Tanto desde el ángulo político como del académico se afirmó que era problemático y pretensioso hablar de una estrategia global de reforma del Estado para el caso chileno. En círculos expertos se sostuvo que lo característico del Plan de Modernización, diseñado e implementado en la segunda mitad de la década del 90, fue que no contaba con un marco conceptual y una propuesta integral relativa a la Reforma y modernización del Estado (1) que provocara los consensos básicos para impulsar las iniciativas que se requerían y, al mismo tiempo, diera claridad, coherencia y sinergia a los esfuerzos que se desarrollaron (Garretón, M.A., 1993; Tomassini, L., 1994; Urzúa, R., 1994; Marcel, M. y Tohá, C., 1998) (2).
Lo que se definió como la "estrategia" de modernización del sistema estatal para el caso chileno en la década recién pasada, se puede caracterizar como una propuesta orientada a alcanzar mayores grados de eficiencia, eficacia y calidad en la gestión de los servicios y políticas públicas: esto es modernización de la gestión pública (3). Propuestas de estas características tienen una orientación económica- administrativa en el sentido de que buscan mejorar las capacidades gerenciales del aparato público (4). Estamos en condiciones de afirmar que este tipo de "estrategias" se ha concentrado en bosquejar, impulsar y potenciar, cualitativa y cuantitativamente, procesos de modernización que ponen de manifiesto la potencia de la lógica del mercado y el enfoque de la administración empresarial.
Nuestro propósito en lo que sigue es especificar qué significa que la modernización del Estado siga los predicados de la lógica del mercado y el enfoque de la administración empresarial. Para ello describiremos los principales componentes y criterios que caracterizaron la propuesta de modernización de la administración pública durante el segundo Gobierno de la Concertación. Sobre la base del tal descripción desarrollaremos una reflexión tendiente a discernir las bases paradigmáticas sobre las que se asientan las premisas decisionales de programas de modernización que responden al perfil de la estrategia que se analiza. A partir de dicha reflexión indicaremos los principales efectos que dicho programa genera en sus entornos inmediatos -y sus eventuales vacíos- teniendo como marco de referencia los requerimientos que el discurso político suele formular a propósito de la profundización de la democracia.
Por cierto, nuestra caracterización no tiene por objeto discutir la necesidad de enfrentar este ámbito de desafíos con el propósito de excluir este tipo de iniciativas. Por el contrario, consideramos que constituye una dimensión necesaria de abordar, de modo complementario, en el marco de programas globales e integrales de reforma y modernización del Estado. Nuestro análisis tiene por propósito desarrollar una observación que ponga en juego, desde una perspectiva comparada, los requerimientos, programas y decisiones provenientes del mundo técnico- político del aparato del Estado con los requerimientos y desafíos que debe enfrentar el sistema político y el Estado desde este otro ángulo de observación. Nuestra problematización se encarga de establecer que las acciones implementadas responden a los requerimientos operativos del Estado identificados por el paradigma dominante, pero son incapaces de dar respuestas a los desafíos "político- democráticos" que se le imponen al Estado contemporáneo desde el sistema político. Desde luego, nuestro objetivo sólo apunta a dibujar los contornos de la relación que se viene configurando entre política y sociedad y delinear, en consecuencia, el perfil de la deriva sistémica del Estado en nuestro país y su papel en dicha relación.
Para ello, sostenemos que la centralidad de una orientación como la que describiremos implica en la práctica la exclusión y/o subordinación de tareas que pueden ser abordadas como parte de una propuesta política más comprometida con la profundización de la democracia -entendido como otro ángulo de requerimientos en materia de reforma y modernización del Estado. Sin embargo, si tras la evaluación, la conclusión es que ello no puede ser de otra manera, se debe a las exigencias y la coherencia del paradigma en el cual se inscribió la propuesta programática del Plan de modernización de la Administración Frei.
Modernización de la Gestión Pública
En el núcleo central del programa de modernización de la gestión pública, implementado en la segunda década del 90, se asume como problema crítico las deficiencias financieras y administrativas en la gestión de los servicios y políticas públicas (5). La premisa fundamental que guía el esfuerzo por resolver los nudos críticos en la gestión de los servicios y las políticas públicas es que a través de ello es posible mejorar la prestación que la oferta estatal hace al usuario. Como lo estableció el propio programa estratégico de modernización, de lo que se trata es orientarse por el grado en que los servicios públicos dan satisfacción a las necesidades de los usuarios. En estricta definición programática:
"Optimizar la calidad de atención al usuario es el norte principal de este desafío, en función del cual se adoptan políticas para mejorar la gestión, la capacidad de los recursos humanos, la organización de la institucionalidad, la oportunidad de la información, y la incorporación de tecnologías adecuadas en el marco del sustento ético y valórico de la función pública" (SEGPRES, 1997: 13).
En síntesis, se asume el desafío de "... realizar los esfuerzos para adecuar el funcionamiento de las instituciones y servicios públicos a las condiciones de eficiencia y de calidad que se requieren para responder satisfactoriamente..." en todos los ámbitos de acción pública -educación, salud, vivienda, previsión, medio ambiente, etc.-, con el objeto de atender a las necesidades y requerimientos de la población (6).
En consecuencia, el norte o la misión del plan estratégico fue responder de modo cada vez más satisfactorio a las siempre cambiantes demandas y necesidades de la población -entendida como usuaria del sistema-, la que regula sus exigencias y requerimientos al Estado en función de las expectativas que construye, no sólo a partir de sus condiciones económicas y sociales, sino también en función de la comunicación que el propio aparato público genera a través de sus acciones e iniciativas. El cumplimiento de esta misión supuso, de acuerdo a las definiciones programáticas de la propuesta de modernización del Estado en la Administración Frei, focalizarse en mejorar la capacidad de gestión de las instituciones responsables del diseño e implementación de las políticas públicas. Es decir "... ocuparse de las modalidades y calidad de sus prestaciones, la planificación de sus actividades y los resultados de las mismas, así como de la adecuada organización y preocupación por los recursos humanos encargadas de desarrollarlas" (7).
Los desafíos que se auto-impuso el Plan de Modernización de la Gestión Pública se acotaron y focalizaron en dirección de una transformación que suponía "... una revisión de todos los elementos que conforman las rutinas administrativas" (8).
El mejoramiento, fortalecimiento y flexibilización de la gestión y las rutinas administrativas del aparato público se insertan, por cierto, en el discurso que busca garantizar y hacer posible el ejercicio de los derechos ciudadanos y prestar servicios básicos acordes con la necesidades de los usuarios, pero también se orienta en la perspectiva de crear las condiciones para el libre y ordenado ejercicio de las actividades privadas para que puedan desarrollarse internamente y ser competitivas a nivel internacional. Estas gruesas directrices, por lo tanto buscan "... dotar al aparato público de nuevas capacidades y formas de trabajo para poder seguir cumpliendo su misión de ser garante del bien común" (9), entendido esto último en dos vectores centrales:
Nos parece oportuno, antes de continuar con los aspectos más relevantes del Plan Estratégico, destacar que las definiciones programáticas señaladas en los párrafos anteriores indican con bastante precisión el enfoque y orientación de la propuesta que se analiza. Parafraseando las definiciones político- técnicas que las sustentan e inspiran, se puede distinguir la criticidad que se le asigna al problema de la gestión como eslabón de la cadena de desarrollo económico y social, como tema transversal de la acción del Estado al que no se puede sustraer ninguna de sus instituciones -p.e. sistema judicial y el aparato contralor- y como ámbito que presenta mayores ventajas comparativas y efectividad para en los entornos políticos y sociales (Lahera, E., 1993) (10).
Debe advertirse que esta inclinación omite toda referencia a transformaciones estructurales tendientes a producir una nueva ecuación en la relación Estado, sistema político y sociedad civil y ciudadanía. Cuando existe algún tipo de aproximación a este tipo de desafíos se ofrecen breves referencias a los problema de la descentralización y la desconcentración político- administrativo de modo marcadamente funcional al enfoque (11). Es decir, los elementos que aglutinan y agotan este tipo de propuestas se relacionan con el mejoramiento de la asignación y manejo financiero y administrativo de los recursos económicos y, también, humanos, organizacionales y tecnológicos (Lahera, E., 1993: 19-49; Vignolo, C., 1993: 51-65; Boeninger, E., 1995).
En consecuencia, no debe extrañar que el plan de modernización de la gestión pública contemple en el marco de sus propósitos generales un conjunto de principios innovativos para llevar adelante las transformaciones que se requieren. Entre ellas, destacan el esfuerzo por imprimir una visión estratégica al aparato público, dignificar la función pública, orientarse al usuario y a la consecución de resultados, imprimir flexibilidad y creatividad a la gestión pública, así como avanzar en el proceso de descentralización.
El Programa Estratégico definió, entonces, 6 áreas de acción con sus respectivas líneas de trabajo (12):
Las seis áreas de acción que definió el Plan Estratégico de Modernización de la Gestión Pública son altamente coincidentes con las propuestas técnicas más características del enfoque de administración empresarial. Con énfasis y matices distintos estas propuestas comparten una preocupación básica por la administración y gestión financiera de los recursos económicos, la gestión estratégica de las acciones de gobierno, la administración y gestión de los recursos humanos de acuerdo a las nuevas técnicas de gestión organizacional, la prestación de servicios de calidad al cliente y/o usuario y el control y evaluación de los resultados de las políticas y servicios públicos (Lahera, E., 1993; Vignolo, C. et al, 1993; Marcel, M., 1993). En algunas propuestas técnicas específicas hay una preocupación especial por el problema de la composición, coordinación y gestión política a nivel ministerial, lo cual se traduce en la necesidad de cambios de tipo institucional (Lahera, E., 1993; Marcel, M., 1993); la gestión y privatización de empresas públicas (Lahera, E., 1993; Marcel, M., 1993); y la modernización de las tecnologías de información (Vignolo, C. et. al., 1993; Quintana, G. et. al., 1993). Finalmente, cabe destacar que en todas las propuestas de cambio de la gestión pública se sugiere, a modo de receta, desarrollar una preocupación estratégica por el factor recurso humano. Este desafío implica aplicar procedimientos de gestión organizacional orientados a comprometer y alinear a los funcionarios públicos con los procesos que se buscan implementar. El éxito de este tipo de estrategias requiere potenciar las habilidades de liderazgo y gerencia de los máximos directivos de las reparticiones públicas (13).
Por otra parte, este tipo de propuestas responden de manera bastante coherente a la caracterización que Kliksberg (1989) realiza y discute a propósito de las demandas que se le formularon a la administración pública a fines de la década del 80 en el contexto latinoamericano. Entre ellas destacan, la necesidad de "productivizar" el gasto público, rediseñar los modelos organizacionales, desarrollar los recursos humanos, desarrollar las capacidades de gerencia, mejorar los sistemas de información, establecer mecanismos efectivos de evaluación, entre otros. Lo que debemos destacar, sin embargo, es que estas demandas se formularon en el marco de una particular tematización de la crisis del Estado en Latinoamérica, cuyo foco de análisis se concentró en la crisis económica de los años 80, por lo que, como advierte el autor, constituyen en la práctica "recetas" para superar el período de crisis que se vivió.
Por otra parte, es paradojal advertir que Kliksberg (1989) sostenga que no existe para la época una propuesta formalizada de reforma del Estado, sino sólo una "política implícita" de administración, entre cuyas características nucleares se encuentra el desafío de modernizar la maquinaria estatal en una perspectiva que se asemeja a los cambios organizacionales y tecnológicos que se buscaron implementar en nuestro país en la década siguiente. Esta política implícita de modernización se afirma en una orientación privatista, donde "las únicas metas y tecnologías legitimadoras serían las semejantes a las empleadas en el sector privado. La rentabilidad debería ser el gran criterio de evaluación. Las innovaciones tecnológicas administrativas deberían buscarse a partir de la observación de la evolución técnica de la empresa privada. Los programas de formación de administradores públicos superiores tendrían que replicar los cursos gerenciales prestigiosos" (Ibid.: 59) (14). Y, por cierto, con su consiguiente aspiración de neutralidad valórica. La paradoja se encuentra en que, a pesar de las "advertencias" realizadas a fines de la década del 80 y principios del 90, en Chile se terminó formalizando una propuesta de modernización del Estado consecuentemente ortodoxa a la política implícita.
En consecuencia, y en función de las puntualizaciones realizadas, la orientación técnica de la estrategia de modernización del Estado, en el caso chileno, es coherente con los elementos descritos en los párrafos anteriores y válidos también, de algún modo u otro para el conjunto de los países del continente. Sin embargo, sus imágenes objetivos y las acciones implementadas a partir de ellas son por defecto una especie de caricatura del enfoque al cual adhieren. Una breve síntesis de los productos que se esperan alcanzar con el trabajo de la División de Modernización de la Gestión Pública, permite contar con una imagen de lo planteado:
Sin duda, se trata de la orientación modernizadora caracterizada por Kliksberg (1989) y descrita como la política implícita que se impone en Latinoamérica durante la década del ochenta. Esta asume de modo pasivo "la versión de que el Estado es ineficiente por naturaleza y tiende a imitar, a partir de ella, al supuesto modelo organizativo superior constituido por la empresa privada" (Ibid.: 61). Su formalización y puesta en práctica en Chile durante la década del noventa, sin embargo, tiene una orientación efectivamente más reduccionista y elemental -para utilizar los adjetivos de Tomassini (1994): una inclinación gerencial en el marco de un enfoque de administración empresarial.
La inclinación gerencial de la propuesta de modernización de la gestión pública queda en evidencia en la criticidad que se le asignó a esta línea de trabajo, en torno a la cual, se hipotecó, discursivamente, el proceso de transformación al interior del aparato público. En efecto, a partir de la segunda mitad de la década del 90 se impulsa una gruesa y contundente área de trabajo que se denominó gerencia pública. Como lo estableció el propio mensaje del Presidente de la República, "... un directivo persuadido de las bondades del mejoramiento de la gestión es un agente de cambios que transmite esa actitud a su personal y a las organizaciones representativas de éste, escuchándolo y comprometiéndolo en la dinámica de cambio" (SEGPRES, 1997: 4).
Se definió, entonces, que la modernización de la gestión pública, entendida como un cambio radical, antes que como un esfuerzo de perfeccionamiento, requería como lo demostraba la experiencia comparada "... instaurar un nuevo tipo de liderazgo capaz de promover y consolidar las transformaciones que exige una administración pública moderna al amparo de una gestión innovadora, participativa, eficiente y profesional" (SEGPRES, 1998: 5).
Esta área de trabajo vino a ser la culminación de un proceso en el que, de acuerdo a la evaluación de sus conductores, se logró socializar a los miembros del aparato público con las premisas del paradigma de la modernización, su urgencia y su ideario, así como con sus principales herramientas conceptuales: planificación estratégica, metas e indicadores de desempeño y gestión, compromisos de modernización, gestión de calidad, sistemas de control y evaluación, etc. (Orrego, C., 1998: 20).
La gerencia pública se presentó, entonces, como una política de segunda generación articuladora del programa de transformación de la administración del Estado (Orrego, C., 1998) (15). Su puesta en marcha implicaba diseñar e implementar estrategias innovadoras y sistemas especiales de administración que se integraran en una propuesta más amplia de cambios de carácter estructural (16). Entre ellas, diseñar e implementar mecanismos de reclutamiento y selección ad hoc, definir políticas de empleo y remuneraciones, impulsar procesos de evaluación de desempeño y, por cierto, especificar el perfil del gerente público (SEGPRES, 1998: 11-12) (17).
Sobre este último recae, en definitiva, la viabilidad y el éxito del cambio. El gerente público constituye, en la óptica del enfoque, la herramienta clave para generar, orientar y administrar las transformaciones al interior de la administración pública. Se define como una garantía, un medio operativo de gestación, implementación y administración de las iniciativas de innovación (18). De ahí que no extraña que la definición de un perfil del gerente público moderno constituya una tarea crucial en las premisas del modelo y, por cierto, del proceso de modernización impulsado al finalizar la administración Frei. Esto, porque en la perspectiva de los funcionarios del segundo gobierno de la concertación contar con "... gerentes de primer nivel para dirigir las diversas funciones públicas críticas..." no sólo potencia la estrategia de modernización, sino que también es garantía de "buen gobierno" (Orrego, C., 1998: 22) (19).
En efecto, en el particular enfoque de la estrategia de modernización de la gestión pública chilena la definición de un perfil de gerente público no constituye una tarea trivial y menos complementaria, pues en la figura del gerente público se deposita, también, el desafío de legitimación de la actividad pública.
Sobre este aspecto volveremos más adelante, sin embargo, es importante destacar el giro del discurso político- técnico de los altos funcionarios del Estado. Este discurso, se hace resonante a los efectos que las transformaciones sociales de las últimas décadas suponen para el problema de la legitimidad de la actuación pública y política. De este modo, es posible sostener que se viene consensuando que, en el marco de los procesos políticos y sociales que caracterizan la sociedad actual, "...parece cada día más evidente que la mejor forma de legitimar al Estado o un gobierno particular, es contar con la gente más adecuada para desempeñar cargos de alta responsabilidad..." (SEGPRES, 1998: 51) (20). Desde otro ángulos de observación se advierte sobre la tensión entre los requerimientos de legitimidad del "sistema político- administrativo" y los requerimientos operacionales que la lógica del mercado supone para el Estado contemporáneo. Se trata de la pugna entre la lógica simbólica de la representación y vínculo político y la lógica de la eficiencia de la racionalidad instrumental. Este tipo de tensiones presionan a la materialización de una "disyunción" interna en el aparato estatal que permita el tratamiento "por separado" de ambos tipos de problemas (Offe, C., 1990). Desde nuestra perspectiva, es posible aventurar la hipótesis de que la solución que encuentra el paradigma se orienta en la perspectiva de superponer la lógica de la eficiencia encarnada en la figura del gerente a lógicas de carácter más simbólico -a menos que se diga que allí hay una nueva simbólica por analizar-, con lo cual, también, se podría afirmar que, en alguna medida, la deriva que se busca potenciar se orienta en la perspectiva de un debilitamiento de la dimensión política en la conducción del Estado.
La garantía de legitimación de la actividad pública se basa, fundamentalmente, en la noción de que la implementación de un sistema basado en la gerencia pública permite establecer mecanismos eficientes y transparentes de control y evaluación del desempeño en función de resultados y compromisos previamente establecidos. El engranaje clave en este punto es la participación ciudadana entendida como el comportamiento racional de los usuarios o clientes de los servicios públicos para exigir eficiencia y calidad y, en consecuencia, evaluar los resultados de tales prestaciones (21). La propuesta política- técnica busca, en consecuencia, trasladar la legitimidad de su accionar, desde los viejos principios de representación y vínculo político tradicional a los principios de la eficiencia y eficacia basados en los resultados de gestión.
Como fue indicado páginas arriba, este tipo de propuestas apuesta por la emergencia y configuración de un ciudadano de carácter racional que se vincula con el aparato estatal en tanto usuario o cliente de sus prestaciones (Ovejero, F., 1997). El desafío de la ampliación de la participación, en esta perspectiva, es diseñar y mejorar los mecanismos de consulta y evaluación respecto de la calidad de los servicios que se entregan, pues se debe salvaguardar el "interés del consumidor" (Lahera, E. 1993: 28- 35; Muñoz, O., 1998: 484; Bitrán, E. y Sáez, R.E., 1998: 512 y ss.; Marcel. M. y Tohá, C., 1998: 612- 621) (22). De ahí que no deba extrañar, que un ex alto funcionario de la administración Frei, afirmara que "el respeto por los derechos ciudadanos y su protagonismo respecto al quehacer del Estado ha sido otra de nuestras grandes preocupaciones. Hemos promovido la creación de sistemas de sugerencias y reclamos..." (Villarzú, J., 1998: 27) (23). Sobre este aspecto se debe advertir, también, que la estrategia de modernización de la gestión pública ha definido como una de sus áreas claves de trabajo el mejoramiento de la calidad de los servicios, productos y procedimientos de la administración pública. No podemos extendernos sobre la materia, sin embargo, consideramos relevante indicar que las políticas y programas orientados a mejorar la calidad de los servicios públicos se ha comprendido como una "palanca" de la modernización, a la vez que como un gran mecanismo promotor de los derechos ciudadanos en el marco de la generación de una nueva relación entre el Estado y los ciudadanos.
Por cierto, las decisiones públicas implementadas en torno a una política de modernización de la administración del aparato estatal a través de la gerencia pública ha encontrado en la experiencia internacional los fundamentos técnicos necesarios. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que reúne a los países más industrializados del planeta se ha transformado, para el caso chileno, en una importante caja de herramientas para impulsar su estrategia de modernización. En una breve presentación realizada en el IV Encuentro Internacional sobre Modernización del Estado se indican las condiciones ambientales que todos los países miembros han debido enfrentar y que han constituido los principales factores para iniciar las reformas -déficits presupuestarios, reestructuración de la economía-; las principales características de las reformas implementadas -orientación hacia la efectividad, eficiencia y calidad de los servicios, uso de prácticas modernas de gestión, uso de los mecanismos de mercado-; y, por cierto, la especificación de la infraestructura básica para implementar una reforma articulada por la gerencia pública (Helgason, S., 1998; Hunn, D., 1998).
En el concierto de la OCDE, paradigmática sigue siendo la experiencia neozelandesa, donde la gerencia pública constituyó un engranaje necesario para continuar el proceso de transformación del Estado que incluyó la reorganización, externalización y privatización de actividades públicas (24) y "... reformas al sector público central, sustentadas en las teorías de elección pública, agente, de costo- transacción y en la nueva literatura de gestión pública..." (SEGPRES, 1998: 60- 61). Como se indica la orientación de la reforma fue replicar tan fielmente como fuera posible la estructura de operar, lo cual incluyó los mecanismos de incentivos basados en desempeños, de la empresa privada moderna.
La lección que se extrajo de la experiencia comparada internacional, culminó en un esfuerzo bastante peculiar por definir las características esperadas de un gerente público moderno. En conclusión, estas deben ser básicamente las mismas que se requieren para un gerente privado, relacionadas con las habilidades de administración antes que con conocimientos técnicos muy especializados. Entre ellas se destacaban: liderazgo y gran habilidad de trabajo en equipo; visión, pensamiento y capacidad de planificar estratégicamente; capacidad de iniciar y manejar procesos de cambio; experiencia, competencia profesional y orientación hacia la obtención de resultados; creatividad, criterio y capacidad intelectual; habilidades generales de administración; capacidades de administrar recursos humanos y de generar buenas relaciones interpersonales; conocimiento de tecnologías de información; habilidades en comunicación; y conocimientos en administración de recursos financieros (SEGPRES, 1998; Morgan, G., 1998; Massad, C., 1998) (25).
A riesgo de sonar reiterativo, consideramos oportuno recordar que todo este esfuerzo se orienta, en el marco de la filosofía de la OCDE y de los organismos económicos internacionales -y, por lo tanto, de los técnicos a cargo de la estrategia chilena-, en la perspectiva de dotar a la gestión pública de los mecanismos y herramientas de administración, así como de los líderes adecuados, que les permitan gerenciar de modo eficiente y eficaz los escasos recursos económicos que se disponen en el marco de presupuestos fiscales contenidos (Helgason, S., 1998).
Es probable que en los límites de dicha lógica estos procesos de transformación sean coherentes y funcionales y permitan, efectivamente, mejorar la prestación de los servicios de las políticas públicas y aproximarse temporalmente a la satisfacción de las necesidades y requerimientos, de calidad y eficiencia en los servicios recibidos, de la población. Sin embargo, como fue indicado páginas arriba, el discurso político del modelo supone, además, que este tipo de transformaciones constituyen efectivos mecanismos de profundización de la democracia, legitimación del Estado y de la acción política, fortalecimiento de la sociedad civil, potenciamiento de su capacidad de participación en el proceso político e igualdad social, cultural y económica (Lahera, E., 1993; Orrego, C., 1998).
Es sobre la base de aquella línea de argumentación donde la estrategia de modernización de la gestión pública iniciada en la administración Frei evidencia su incapacidad de ver que no puede ver los límites de su diseño, como tampoco alcanza a bosquejar las eventuales consecuencias y efectos que sus acciones pueden tener en sus entornos más relevantes y cómo ellos pueden resonar, finalmente, en los contornos del propio sistema político.
La larga descripción del programa de modernización de la gestión pública que hemos realizado, nos ha permitido caracterizar su clara derivación a un aspecto muy elemental y restrictivo del enfoque. Las opciones de transformación que los técnicos y decidores públicos visualizaron quedan claramente indicados cuando se insiste que la gerencia pública constituye el motor de los procesos de transformación que el Estado requiere para desarrollar novedosas sinergías con sus entornos económicos y sociales en el marco del modelo de crecimiento que se ha privilegiado en nuestro país. Lejos de lo que se pueda argumentar desde el discurso gubernamental, no se trata de cuestionar el término de "gerencia pública", porque pareciera ser que apela a estilos y valores propios del mundo privado, como se caricaturiza en una publicación oficial en la que se comunican los proyectos y avances en la estrategia de modernización de la gestión pública (26). Ni siquiera se cuestiona porque no existe evidencia que permita sostener que acoge, adecuadamente, la realidad cultural de nuestra sociedad y su sistema público o porque tenga éxitos probados de mejoramiento de la gestión (Kliksberg, B., 1989: 59) (27).
Por el contrario, entendemos que en el contexto de la estrategia de desarrollo y en función de los dos vectores identificados en el marco del mejoramiento de la gestión -tipo de relacionamiento con el ciudadano y facilitación de la gestión privada- constituye un apuesta coherente y funcional -aunque, probablemente, quede dilucidar si lo suficientemente efectiva, desde la perspectiva de adecuar la oferta pública a las expectativas de la población.
Nuestra problematización se realiza desde el ángulo de la comunicación política, cuyas tematizaciones más críticas están relacionadas con los desafíos de la legitimidad de su actuación, la intermediación de los partidos políticos en los nuevos ambientes sociales y culturales, la profundización del sistema democrático y los requerimientos de gobernabilidad y vinculación con la sociedad civil. Estas cuestiones de fondo constituyen la reflexión más sustantiva que busca procesar y comprender una "sintomatología" más superficial relativa a la creciente desconfianza en el sistema político, las evaluaciones negativas respecto del quehacer político por parte de la ciudadanía y las transformaciones en la participación política de la población. Dicho en términos problemáticos, la gerencia pública puede llegar a legitimar la acción pública, y con ello de las administraciones de turno, pero debilitan sustancialmente las posibilidades del legitimación de la actividad política que sea realiza en el entorno de la administración gubernamental -p.e. en el poder legislativo-, provocando con ello, efectivamente, una diferenciación sistémica en el Estado.
Se problematiza, entonces, porque efectivamente construye su propuesta a partir de referentes vinculados a la semántica de la administración empresarial, como un claro indicio de la incorporación de la lógica de mercado como criterio nuclear de la toma de decisiones y tipo de comportamientos privilegiados en el ámbito político- estatal, sin realizar una profunda reflexión respecto de sus potencialidades para resolver las cuestiones enunciadas en el párrafo anterior. Las reservas respecto de la capacidad de un enfoque como el iniciado para avanzar en la profundización de la democracia, en el fortalecimiento de la sociedad civil y propiciar que el desarrollo social y económico tenga un efecto positivo en el conjunto de la sociedad son de larga data. Ya indicamos las objeciones que a finales de la década del 80 expresó Kliksberg (1989) a propósito de lo que denominó la política implícita en materia de reforma del Estado en América Latina.
El análisis crítico de la deriva del modelo se ha mantenido y recorrido a lo largo toda la década del 90. En Chile, en la primera mitad de la década del 90 se identifican una serie de análisis que cuestionan vigorosamente la orientación general de la discusión y el tipo de planteamientos que se venía imponiendo. A modo de ejemplo, Tomassini (1993), indicaba que la manera de encarar el problema evidenciaba una serie de confusiones en materia de diagnóstico como de propuestas. Si en un primer momento el problema del tamaño del Estado aparecía como el más urgente, las propuestas de cambio poco a poco se fueron trasladando y concentrando en el problema de la gestión pública. Las innovaciones en este ámbito se concibieron, desde sus inicios de modo aislado, autosuficiente y vinculadas al destrabamiento de los cuellos de botella en la administración pública (28).
No es parte de los propósitos de esta sección profundizar sobre los ángulos de observación, análisis y diagnóstico alternativos -y sus consiguientes propuestas técnicas-, sino sólo explicitar la existencia una tematización crítica que iniciaba un examen de las características, premisas y márgenes de las propuestas dominantes.
En la línea de estos apuntes es importante destacar que el análisis crítico de la deriva del enfoque no corresponde sólo a un antojo de los expertos chilenos, sino que alcanza una relativa convergencia, a nivel latinoamericano. Esta evaluación crítica se realiza durante un Seminario efectuado en la Ciudad de México a mediados de Mayo de 1994. En la presentación del texto ya se advierte una caracterización muy coherente con lo que hemos venido describiendo: "... la mayoría de los procesos recientes de transformación y modernización del Estado, a semejanza de lo preconizado para la empresa privada, procura obtener un buen manejo de los recursos, sobre todo de los financieros. Se refiere al funcionamiento operativo y a sus efectos directos, más que a la red de interrelaciones implicada y a las consecuencias de mediano plazo en la estructura política, económica y social..." (ILPES- CEPAL, 1995: 30).
Sin embargo, es necesario advertir que el panorama que nos presentaba el concierto latinoamericano a mediados de la década del noventa no lograba definir, del todo, una directriz temática articuladora de la reflexión político- técnica. En los textos publicados con posterioridad a la Conferencia se pueden advertir, entonces, dos tipos de presentaciones. En primer lugar, todas aquellas que realizan una exposición del estado del proceso de transformaciones que se vienen implementando con el objeto de alinearse al conjunto de recetas elaboradas post- crisis. Es decir, políticas de ajuste estructural, contracción y equilibrio del gastos público, desregulación de mercados, privatización de empresas públicas, apertura externa, flexibilización laboral, autonomía del Banco Central, reformas tributarias, entre otros, como son el caso de México, Chile, Bolivia (Bazdresch, C. y Elizondo, C., 1995; Boeninger, E., 1995; Fernández, G., 1995; Hurtado, O., 1995). En esta orientación destacan los esfuerzos por fundamentar, desde una perspectiva política y técnica, la necesidad de profundizar las transformaciones sociales que posibiliten que la economía de mercado funcione de manera más eficiente y eficaz, superando, por ejemplo, las resistencias, desconfianzas y trabas culturales que existirían en el continente (Boeninger, E., 1995). Tras el tipo de transformaciones que podemos nombrar como de primera generación se delinean las modernizaciones de segunda generación, entre las cuales se incluyen el mejoramiento de la gestión pública.
En este contexto, es interesante observar que los planteamiento del representante de Chile, en el marco del tipo de análisis que se empieza a desarrollar en la Conferencia respecto de la necesidad de redireccionar o asumir una propuesta integral de reforma del Estado, insista de manera entusiasta sobre las bondades del modelo, donde se destacan las transformaciones de primera generación orientadas a mejorar la productividad y competitividad de la economía, mediante la "estabilidad y continuidad de las políticas económicas en sus rasgos básicos; esto a su vez se traduce en reglas del juego estables que faciliten las decisiones, especialmente de inversión de largo plazo, e implica, en definitiva, respeto por la lógica básica del funcionamiento del la empresa privada" (Boeninger, E., 1995: 173). A ello se suma, por cierto, la estimulación de la inversión y las exportaciones, la promoción de la competencia, el análisis de los casos en que sea estrictamente necesaria la acción reguladora del Estado, continuar con el impulso privatizador de empresas públicas y la modernización de la gestión pública (Boeninger, E., 1995) (29).
En esta misma perspectiva, es posible observar un énfasis discursivo que recuerda los aspectos centrales del paradigma: la profundización de la economía de mercado, a través de un rol activo del Estado en materia de estabilización económica como base de sustento para iniciar un proceso de desarrollo donde las políticas públicas jueguen un rol asertivo y planificado en materia de promoción de medidas compensatorias para atenuar las desigualdades de ingreso y riqueza entre los grupos sociales. La expectativa es que la gestión pública alcance mayores grados de eficiencia y eficacia, a través de impulsos de desburocratización y adopción de las técnicas de gestión de la empresa privada, que permitan que las fuerzas privadas del mercado actúen para suministrar la mayor parte de los bienes y servicios (Haddad, P., 1995; Sarmiento, E., 1995) (30). En consecuencia, las estrategias de modernización de la gestión pública se conciben como un conjunto de reformas orientadas a posibilitar el despliegue de las capacidad emprendedora de la empresa privada -es decir, responden al segundo vector que definimos al principio de este texto.
Un segundo tipo de exposiciones, sin embargo, ofrece un análisis que busca desbordar los procesos de transformación que se han venido implementando hasta la fecha y la lógica que los sostienen. En parte, la óptica y foco de análisis que se desprende de este tipo de reflexiones tiene relación con los desafíos que debe enfrentar el Estado, el sistema político y el régimen democrático en el futuro, como consecuencia del modelo de desarrollo "puertas hacia afuera" que se ha consolidado y su relación con el entorno social y mundial (Béliz, G., 1995; Blanco, C., 1995). Lo que en algunos casos incluye una reflexión particular relativa a los condicionantes culturales de los países, como es el caso del Perú (Johnson, J., 1995) (31); o a una preocupación por saldar las deudas políticas históricas como en los casos de Centroamérica (Torres- Rivas, E., 1995).
En la perspectiva de tales análisis se observa y comprende, también, que los procesos de modernización del Estado vienen constituyendo un esfuerzo orientado a responder al impacto que las transformaciones sociales y económicas vinculadas a los procesos de globalización han tenido sobre el sistema político y el aparato estatal (Béliz, G., 1995; Haddad, P., 1995). En este sentido, se afirma que el Estado de los noventa enfrenta el ingreso a la era post- capitalista en déficit, por lo tanto debe necesariamente responder a los cambios que el sistema económico gatilla fundamentalmente en los patrones de organización, comunicación y producción. De este modo, incluso, se puede compartir la idea de que la crisis del Estado latinoamericano en una de sus dimensiones "... es una crisis de transición, por cuanto todavía no ha podido readaptar mucho de sus contenidos a un nuevo contexto que le exige más y más renovación" (Béliz, G., 1995: 68). Y, en una perspectiva de análisis más enfática, la transformación del Estado se comprende como una respuesta funcional a los desafíos que la dimensión económica de la globalización impone (Torres-Rivas, E., 1995).
O en su defecto, y en una perspectiva más convergente, se propone que las políticas características del modelo -ajustes estructurales, privatizaciones, modernización de la gestión pública, gerencia pública, etc. - deben diseñarse e implementarse como parte de un proceso integral de reforma del Estado en el que se lleven adelante procesos de transformación orientados a la profundización de la democracia y el fortalecimiento de la sociedad civil (Zumbado, F., 1994; Blanco, C., 1995; Johnson, J., 1995). En esta perspectiva se inscriben, también, los planteamientos de parte de los expertos y analistas chilenos críticos a la estrategia diseñada e impulsada en la época (Tomassini, L., 1993, 1994a; Garretón, M.A. et. al., 1993) (32).
Desde la perspectiva de estos análisis, las nuevas condiciones que presentan los entornos internos y externos -cambios socioculturales y proceso de globalización-, exige preguntarse por los nuevos desafíos que el Estado latinoamericano contemporáneo debe enfrentar y por las posibilidades y limitaciones de acción que emergen. Particular atención se presta a la relación entre el sistema político y la sociedad civil, a partir de un diagnóstico que básicamente observa un debilitamiento de los vínculos antes estrechos entre ambas esferas de la sociedad (Tomassini, L., 1993, 1994a, 1994b, 1998; Garretón, M.A. et. al., 1993, 1994; Tenti, E., 1997; Varas, A., 1997; Filgueira, C., 1997; Muñoz, O., 1998; Marcel, M. y Tohá, C., 1998; PNUD, 2000). Estos nuevos desafíos exigen propuestas de reforma más complejas que, entre otras cosas, tengan la capacidad de superar los reduccionismos economicistas que han caracterizado el accionar político (Tomassini, L., 1993, 1994a, 1994b; Garretón, M.A. et. al., 1993; Zumbado, F., 1994; Béliz, G., 1995; Blanco, C., 1995; Johnson, J., 1995). Por lo tanto, se demanda e interpela el diseño e implementación de reformas que tengan la capacidad de asumir los grandes desafíos que se distinguen en el horizonte para la política.
Desde nuestra perspectiva, el proceso de globalización que actúa a modo de contexto condicionante de las decisiones políticas en materia de reforma del Estado sólo puede ser observado y comprendido a partir de los parámetros y criterios de la lógica interna del paradigma en el cual se inscriben las estrategias de modernización de la gestión pública -como es el caso chileno-. Esto significa que no existe capacidad para observar claramente sus impacto en las dimensiones políticas, sociales y culturales del entorno interno, por lo que en la práctica el contexto global sólo funciona como un mecanismo de retroalimentación para la deriva de decisiones que se realizan en la materia. En tal sentido, en el marco de la lógica del paradigma tampoco es posible realizar esfuerzos destinados a responder a los desafíos políticos, sociales y culturales que emergen al finalizar el siglo XX.
Las demandas -e interpelaciones-, por desarrollar propuestas de reforma del Estado que asuman las nuevas complejidades, a partir de las evaluaciones elaboradas sobre las experiencias impulsadas en los noventa que pone en evidencia la inspiración externa, de contenido parcial y carácter superficial de las estrategias (Torres-Rivas, E., 1995), no pueden ser atendidas por la lógica y los criterios con que opera el paradigma en el que se inscribe el enfoque de la modernización de la gestión pública. Desde nuestra perspectiva, redireccionar los procesos de reforma o, incluso, propiciar reformas de tipo integral, supone la necesidad de aplicar paradigmas de análisis alternativos -desde los márgenes internos del Estado y en sus esferas de toma decisiones político- técnicas- que tengan la capacidad de observar, distinguir y comprender los procesos de transformación a partir de criterios y parámetros distintos (33).
Por lo pronto, nuestra forma de enfocar el análisis del tema que nos ocupa supone la necesidad de comprender algunos de los elementos que dan sustento a las decisiones públicas que se toman en esta materia. Se trata de un ejercicio necesario, pues permite observar algunos de los puntos ciegos que es importante relevar para calibrar nuevas alternativas de decisión. Nuestra convicción es que los modelos que se adoptan en esta materia, por parte de los Gobiernos y las agencias internacionales, tienen relación con las particulares formas de observar y entender los procesos de cambio social y las exigencias que éstos especifican al aparato público. En síntesis se debe avanzar en una adecuada comprensión de la lógica del paradigma en el que se inscriben las decisiones del enfoque de modernización de la gestión pública.
En esta perspectiva visualizamos que existe una continuidad histórica y paradigmática entre las acciones de modernización de la gestión pública contenidas en el Plan Estratégico de la administración Frei, las formulaciones político- técnicas en las que se sostiene, las demandas formuladas al aparato público post crisis, la política implícita de administración pública característico de la década del 80 y sus formalización para la década del 90 en Latinoamérica.
Esta continuidad es la que hemos descrito como el dominio de la lógica del mercado en la transformación y configuración del Estado en nuestra sociedad y, por lo tanto, la consolidación del paradigma de la racionalidad económica y la semántica de la eficiencia como los núcleos decisionales que sostienen el enfoque de administración empresarial para la modernización de la gestión pública. Desde nuestra perspectiva, la estrategia de modernización de la gestión pública, entendida como un programa de segunda generación, es en la década del noventa el principal conjunto de acciones y transformaciones explícita y racionalmente implementados que se orientan en la perspectiva de consolidar un modelo de Estado para la sociedad chilena, lo cual no significa que sea el único ámbito en el que opera la racionalidad del paradigma. Por lo tanto, también es posible visualizar otro tipo de transformaciones que no se siguen de un programa explícitamente implementado en materia de reforma del Estado, pero que tiene efectos sobre él, porque compromete la estrategia de modernización económica y social que se impulsa desde el modelo de crecimiento.
La imagen objetivo del paradigma es contar con un modelo de Estado que se ciña a los siguientes criterios: un Estado más pequeño y especializado, profesionalizado, técnico y eficiente, que actúe con una lógica económica estricta, diversificado en su oferta y con una creciente "privatización de la opción" en la demanda, que abra espacios cada vez más amplios para que el mercado actúe de modo autónomo bajo "necesarios" mecanismos de regulación -fijación de reglas del juego- (Lahera, E., 1993: 20- 25; Boeninger, E., 1995: 161; Muñoz, O., 1998: 485- 487) (34).
Tales definiciones se orientan en la perspectiva de potenciar la competitividad económica del país, criterio clave de la capacidad de una sociedad para responder a los desafíos del mercado global y asegurar el crecimiento económico como sustento de la estrategia de desarrollo. En efecto, en estricta definición programática "la opción por una economía de mercado abierta al exterior, con rol preponderante de la empresa privada es reconocida hoy como la única estrategia viable de desarrollo para el país" (Boeninger, E., 1995: 169). En consecuencia, por obvio que parezca explicitarlo, la estrategia de modernización de la gestión pública es, quizás, el último eslabón -y prácticamente el único posible de implementar- para terminar de configurar un modelo de Estado coherente y funcional a las premisas que orientan la estrategia de crecimiento.
A partir, entonces, de tales especificaciones no se debe extrañar que el axioma, tal como lo enunciamos páginas arriba, que guía el proceso de modernización es que "... la participación directa e indirecta del sector público en la estrategia de desarrollo es la administración..." (Lahera, E. 1993: 10), con lo cual se busca enfatizar la idea de minimización de la intervención del Estado en la actividad económica (35) y limitar sus tareas a la administración de las variables macroeconómicas -manejo equilibrado del conjunto de instrumentos financieros, cambiarios y monetarios y de gasto fiscal y disminución del papel del Estado en materia productiva y empleo; variables microeconómicas -contribución permanente a la creación de oportunidades económicas, permitiendo la expansión y desarrollo del mercado; y de política social, donde tiene un papel parcial en la satisfacción de las necesidades básicas de la población, de compensación de las heterogeneidades sociales excesivas y la generación de oportunidades que aseguren un umbral de sobrevivencia y permitan que las personas se integren al desarrollo a partir de sus competencias individuales (Lahera, E., 1993: 11-13; Boeninger, E., 1995: 175- 179) (36). En síntesis, esta continuidad mantiene una coherencia sustantiva con las transformaciones de primera generación, que, como lo indican los expertos, tuvieron el acierto la capacidad de devolver la autonomía -despolitización-, eficiencia y tecnificación al sistema económico (Muñoz, O., 1998).
Este discurso convenientemente formalizado y normalizado durante los dos primeros gobiernos de la Concertación sólo puede ser comprendido como la consolidación del modelo de crecimiento y sociedad, y su consiguiente propuesta de transformación estatal, que asume como eje de articulación la lógica del subsistema económico (Vial, A., 1991; Garretón, M.A. y Espinosa, M., 1993; Zumbado, F., 1994; Torres- Rivas, E., 1995; Tomassini, L. 1998; Muñoz, O., 1998) (37). En última instancia se trata de la subordinación positiva, es decir la estructuración de contribuciones funcionales a los principios organizativos de la esfera económica (Offe, C., 1990). Desde otro ángulo significa, también, la aceptación, validación y legitimación de una particular forma de observar y analizar la crisis del Estado latinoamericano y los procesos de cambio social y las exigencias que éstos especifican al aparato público a lo largo de las dos últimas décadas. El enfoque de modernización del Estado que se desprende de este modelo es el que ha sido descrito, por diferentes autores, como reduccionista, cartesiano y sesgado, porque no tendría la capacidad de asumir en su integralidad los desafíos emergentes (Kliksberg, B.,1989; Tomassini, L., 1993, 1994a; Zumbado, F., 1994; Garretón, M. A., 1993; Torres- Rivas, E., 1995).
Desde nuestra perspectiva, debemos insistir que en estricto rigor se trata de una propuesta coherente en su propia lógica, lo cual no significa que, efectivamente, adolezca de respuestas a un conjunto importante de desafíos. Pero como hemos indicado no tiene capacidad de irritación y resonancia interna para absorber tales tipos de cuestiones (38). De ahí que pierda sentido insistir en especificar lo que se debe hacer para redireccionar las decisiones y comportamientos del Estado en orden a responder a los requerimientos que se le formulan desde sus fronteras. Sólo queda, a juicio nuestro, observar los efectos de dichas estrategias con el objeto de visualizar si los sistemas en el entorno -por ejemplo, el sistema político- tienen la capacidad para adecuarse a las nuevas condiciones.
Nuestra forma de analizar la continuidad histórica y paradigmática es que su adopción es sólo comprensible a partir del impacto que la crisis del Estado tuvo en Latinoamérica durante los años ochenta. Es decir, existe una continuidad paradigmática entre la particular forma de comprender la crisis del Estado en dicho período con las reformas que se han realizado en esta materia durante las últimas décadas. En este sentido, parece oportuno recordar que la configuración de un nuevo paradigma, entendido como una matriz epistemológica, es resultado de un quiebre en la premisas que sostienen los modelos anteriores (39). Las crisis que logran remover las bases paradigmáticas deben ser comprendidas, en uno de sus niveles, como cambios epistemológicos (Santibáñez, D., 1999a). Esto significa que las crisis, en su momento de revelación (Morin, E., 1995) -momento de indecisión en el que surge la decisión para el análisis, diagnóstico o reflexión- actúa, en primer lugar, como un tiempo y espacio de autoobservación y autoreflexión, es decir como un análisis de segundo orden que busca comprender las condiciones que dan cuenta de la crisis y con ello revelar las premisas sobre las que se sostenían las formas de actuar pasadas (Santibáñez, D., 1999a).
En su momento realizador (Morin, E., 1995), las crisis se despliegan como el principal mecanismo de autocorrección y, por lo tanto, de construcción de nuevas premisas sobre las que sostener las observaciones y autoobservaciones y las consiguientes derivas decisionales que se pueden desprender de ellas. En el caso latinoamericano, el diagnóstico sobre la crisis del Estado en la década de los ochenta es desatado por el problema financiero -que se expresa en la imposibilidad de manejar la deuda externa en los países del continente-, que se tradujo en una aguda crisis fiscal (Kliksberg, B., 1989; ILPES- CEPAL, 1995; Haddad, P., 1995; Hurtado, O., 1995; Bresser Pereira, L.C., 1997; Tomassini, L., 1998) (40).
Las reformas estructurales que se inician en distintos momentos, bajo regímenes políticos de diverso color y bajo coyunturas particulares en cada uno de los países de Latinoamérica, con el objeto de superar la crisis financiera y fiscal, encuentran en las formulaciones del llamado Consenso de Washington de noviembre de 1989, cuya organización estuvo a cargo del Institute for International Economics, la concurrencia de los países agrupados en la OCDE y que comprometió al FMI, al Banco Mundial y al Departamento del Tesoro, un programa decisional de carácter técnico- político, para fundamentar las políticas públicas que ya se venían aplicando y aquellas a seguir en el futuro (Williamson, J., 1998) (41). Se sistematizan un conjunto de políticas que tienen relación con la disciplina fiscal y el control del gasto público, la liberalización de los sistemas financieros, la apertura de los regímenes comerciales, el estímulo de inversión extranjera, la privatización de empresas públicas, la desregulación de la actividad económica y reducción del tamaño del Estado y su grado de intervención en la economía (Kliksberg, B., 1989; ILPES- CEPAL, 1995; Haddad, P., 1995; Hurtado, O., 1995; Bresser Pereira, L.C., 1997; Franco, R., 1997; Tomassini, L., 1998; Williamson, J., 1998). Si bien, como ha quedado claro, el Consenso de Washington no inspira la políticas implementadas y las recetas aplicadas (Williamson, J., 1998; Tomassini, L., 1998), si se debe comprender como el hito que normaliza y termina por articular -en el sentido de Kuhn, T.S. (1990)- el paradigma político- técnico que terminan por emerger (Franco, R., 1997).
Pero más allá del conjunto de indicaciones que conforman su programa, lo que importa destacar es que en esa conferencia se tematiza, y por lo tanto también normaliza, el diagnóstico de la crisis del Estado en América Latina. De este modo, se termina atribuyendo como causas más significativas de ésta, un peso crítico al excesivo crecimiento del Estado -hipertrofia del sistema productivo estatal, excesiva reglamentación de las actividades económicas, proteccionismo económico- y al populismo económico -políticas asistenciales, déficit fiscal- (ILPES-CEPAL, 1995: 24; Haddad, P., 1995: 250; Torres- Rivas, E., 1995: 412-413) (42). Sobre la base de tal diagnóstico, la crisis del Estado se termina entendiendo como el debilitamiento progresivo y definitivo del modelo Estado- céntrico de desarrollo (43). Es decir, como el quiebre de la capacidad del Estado para impulsar y dirigir las estrategias de desarrollo, a través de la participación e intervención que éste ejercía en la esfera económica (Bresser Pereira, L.C., 1997). Este modelo de Estado ha sido ampliamente caracterizado bajo los adjetivos de proteccionista, intervencionista y planificador (Hurtado, O., 1995). De manera más exacta, lo que entra en crisis es un modelo económico- social donde el Estado jugaba un papel articulador (Garretón, M.A. y Espinoza, M., 1993; ILPES, 1995; Tomassini, L., 1998; Muñoz, O., 1998). Los principios que quedan establecidos a partir de éste análisis es que el Estado ya no puede tener participación directa en la economía, el subsistema económico cuenta con una dinámica autónoma que debe ser potenciada para asegurar el desarrollo económico y social y que el Estado debe poner sus recursos y operaciones al servicio de la esfera económica y la lógica del mercado y, con ello, al mismo tiempo se advierten los límites y deficiencias del Estado en materia de eficiencia económica.
La "consensualización" del diagnóstico y la aplicación más o menos ortodoxa de los planes de ajuste estructural, con sus consiguientes éxitos relativos a lo largo de la década del 80 en el continente -recuperación de los equilibrios macro- económicos, apertura y competitividad internacional e inicio de los procesos de crecimiento económico (Tomassini, L., 1998: 41-42; Muñoz, O., 1998: 483 -485)-, y con sus efectos más profundos, deben entenderse como la consolidación definitiva del paradigma sobre el cual se vienen sosteniendo los procesos de modernización económico- social -o como se suele decir estrategias de desarrollo- y sus consiguientes programas de reforma y modernización del Estado. El centro gravitacional del paradigma es, entonces, un análisis económico que fustiga con fuerza la intervención del Estado en el subsistema. No debe extrañar, entonces, que la corriente modernizadora respondiera a esta misma lógica.
En su primera etapa la reforma del Estado adquiere un agresivo perfil de retirada y achicamiento, cuya orientación es abrir espacios de expansión y desarrollo para el mercado. La transformación del Estado, en el marco de los programas de ajuste y cambio estructural, son la antesala para el proceso de modernización social, cuyo centro de gravedad es la libre acción de las fuerzas productivas en el dominio del mercado. El discurso político- técnico de la época es lo suficientemente claro al respecto. No sólo se trata de transformar el Estado, sino que "asegurar la vialidad económica del proceso de modernización" y "promover su sustentabilidad social", fundamentalmente a través de "reducir el Estado promoviendo reformas encaminadas a poner límites a su presencia" y "fortalecer la capacidad de acción de los agentes privados a través de la creación de un clima propicio a la inversión" (Iglesias, E., 1992: 9; Larraín, F., 1992: 101; Haddad, P., 1995: 250; Vial, J., 1998: 186) (44). En ese contexto, se insiste que la reforma del Estado debe tener como prioridad recuperar la salud de las finanzas públicas, pero las directrices centrales se orientan a especificar que la nueva forma de entender el papel del Estado en la sociedad supone "ponerlo al servicio de una mayor eficiencia económica" y el fortalecimiento del sector privado en la generación de riqueza y, por cierto, mayor equidad social (Iglesias, E., 1992: 15-18). En otras palabras, el Estado queda definido y limitado a funciones subsidiarias y del complementariedad (Haddad, P., 1995: 261- 264).
Por cierto, el repliegue del Estado no es condición suficiente para que la dinámica del modelo funcione sin tropiezos. Es necesario también cumplir las críticas funciones complementarias -subordinación positiva (Offe, C., 1990)- que el modelo le asigna y requiere -más allá de la reformas e iniciativas concretas y de las funciones tradicionales-, por lo que la transformación del Estado debe introducir en su lógica un criterio permanente de operación que defina y constriña el marco de toma de decisiones y acciones: la mantención de los equilibrios macroecónomicos y la eliminación de los déficits fiscales -o control del gasto público (Larraín, F., 1992; Haddad, P., 1995; Nef, J., 1997) (45), como condiciones básicas del crecimiento económico (46). Esto es lograr introducir la racionalidad económica para aumentar la eficiencia (Martner, G., 1999). En este sentido, los consensos alcanzados en materia de diagnóstico y programas de reformas no están completos si no se logra plasmar una semántica que materialice un discurso político- técnico relativamente homogéneo que contenga los elementos sobre los cuales opera la autorreferencia del paradigma (47).
Al respecto es oportuno recordar que los paradigmas definen ciertos límites de lo posible, de lo real, de tal manera que los elementos internos -premisas o distinciones- sobre lo cuales funcionan son los que indican el tipo de realidad que es posible ver, el tipo de problemas que es necesario responder y el tipo de respuestas o "recetas" que se pueden aplicar frente a tales problemas (Kuhn, T.S., 1990) 848). No estamos en condiciones de afirmar que el paradigma opera de modo inconmensurable (Feyerabend, P., 1984), respecto de programas alternativos para la toma de decisiones -ello requeriría algún tipo de investigación empírica que permitiera caracterizar la lógica de la toma de decisiones en el ámbito público-, pero si estamos en condiciones de visualizar una diferencia directriz (Luhmann, N., 1998a) que articula de modo privilegiado la lógica de toma de decisiones (49).
La semántica del paradigma nos remite, como lo hemos indicado, en sus referentes de sentido más sustanciales a la lógica del mercado y en consecuencia a la racionalidad y orientaciones de sentido del subsistema de la economía. Como se sabe la comunicación económica opera sobre la base de criterios estructurales muy específicos que facilitan la clausura operacional del sistema. No es nuestro propósito profundizar sobre los contornos teóricos de esta descripción, sin embargo parece oportuno visualizar la siguiente observación: "el sistema económico moderno tiene su unidad en el dinero. Está plenamente monetarizado. Esto significa que todas las operaciones económicamente relevantes y sólo ellas se refieran al dinero. Su base son los precios, incluso los precios del mismo dinero. El acontecimiento autopoiético elemental, la última comunicación ya indivisibe y de la que consiste el sistema, es el pago" (Luhmann, N., 1998a: 410) (50). El código pago/ no pago es el código básico sobre el cual se estructuran las comunicaciones económicas. Por cierto, este tipo de descripciones sólo son comprensibles en el marco de un análisis de la sociedad moderna, como sociedad funcionalmente diferenciada (Luhmann, N., 1998a; Luhmann, N., y De Giorgi, R., 1998) (51).
Sin intención de detenernos de modo extenso sobre el punto, es necesario indicar que en el marco de dicha comprensión, la dinámica autorreferencial de los sistemas -y particularmente de aquellos funcionalmente diferenciados- la presencia de una codificación binaria, un código unitario o central como el caso señalado, constituye un recurso estructural de preferencia que facilita la función de clausura autorreferencial y de concatenación de comunicaciones que los medios de comunicación simbólicamente generalizados cumplen -en este caso el dinero (52). De este modo, la codificación binaria facilita la recursividad de la comunicación del sistema condicionando la selección y la aceptación de las comunicaciones, incluso frente a su improbabilidad, gracias a la capacidad de definir la unidad del sistema a diferencia de los otros sistemas de su entorno (Luhmann, N., y De Giorgi, R., 1998). Sobre dicha codificación el sistema puede estructurar una sobrecarga de comunicaciones y semánticas ad hoc.
El código basal pago/ no pago, sin embargo, requiere de estructuras complementarias para decidir cuándo pagar o cuándo invertir, por ejemplo. Es decir pasar de un lado al otro del valor. Esto supone la creación y utilización de criterios y/o condiciones que establezcan en qué cirscunstancias la atribución del valor positivo y en qué circunstancias la atribución al valor negativo es correcta o falsa (Luhmann, N. y De Giorgi, R., 1998: 175). Se trata de mecanismos destinados a absorber y procesar la información que ingresa al ámbito de comunicación y, a partir de ello, despliegan posteriores comunicaciones o dinámicas de toma de decisiones ad hoc. En otras palabras, son estructuras complementarias propias de sistemas complejos.
En el centro del paradigma en el que se inscriben los procesos de transformación y modernización del Estado, la teoría económica ha desplegado un programa -en el sentido antes aludido- que condiciona no sólo la toma de decisiones, sino que actúa a modo de una diferencia directriz para el procesamiento de información clásico en la racionalidad subsistémica. La optimización de la relación entre fines y medios del cálculo económico, sintetizada en el esquema costo/ beneficio, se instala como uno de los criterios básicos que guía los procesos de configuración de la renovada racionalidad de la acción estatal, esta vez como eficiencia (Muñoz; O., 1998; Martner, G., 1999).
Ha sido, precisamente, la lógica con la que opera esta estructura la que se ha prestado para un análisis crítico debido a que define su racionalidad "... como un movimiento del cálculo coste/ beneficio..." para el conjunto de la sociedad, es decir en la práctica reprime la complejidad del mundo y excluye todas aquellas realidades que no encajan en este criterio (Vial, A., 1991: 30). Si se observa, el esfuerzo ha estado orientado a "revelar o develar" la irracionalidad de la racionalidad del esquema costo/ beneficio.
Para Vial (1991), "... el mecanismo lógico de coste/ beneficio deviene crecientemente irracional cuando se incorpora al análisis un set amplio de variables" (op. cit., pp. 30). En la perspectiva de este análisis, por ejemplo, hay una dimensión clave en la que es posible reconocer esta irracionalidad. Se argumenta que se trata de un parámetro que se utiliza en el presente para tomar una decisión que se proyecta en el futuro. Es decir, el parámetro de decisión es la proyección futura en función de los beneficios eventuales -y no los datos del presente. La elección deja "... a merced del azar el curso evolutivo del fenómeno mismo porque no controla a la mayor parte de los eventos que esas variables no contempladas en el análisis pueden introducir a mediano y largo plazo..." (op. cit., pp. 30). O por otra parte, la decisión proyectada en el tiempo que considera variables del presente no puede anticipar la complejidad de las situaciones en el futuro. Visto desde este ángulo, "... el análisis inicial adaptado al momento en que se calculaba el coste/ beneficio nada tiene que ver con la nueva realidad" (op. cit., pp. 32). De este modo, y en función de ambas limitaciones, parece sólo posible un tipo de decisiones de corto plazo que aseguren grados relativos de efectividad y rentabilidad.
No debe extrañar, entonces, observar una relativa convergencia a partir de este punto de vista, con lo cual se puede indicar de modo bastante grueso que este análisis en torno al problema de la racionalidad puede constituirse en unos de los núcleos centrales, por lo pronto muchas veces latente, de todas aquellas indicaciones que buscan distinguir las debilidades, e incluso contradicciones, del modelo y con ello de la deriva de transformaciones del Estado. En función de este tipo de tematizaciones es posible identificar los siguientes tipos de argumentos:
En síntesis, se puede resumir el conjunto de argumentos en la siguiente constatación: "el análisis y la experiencia evidencian que el mercado librado a su suerte no logra resolver automáticamente los problemas ambientales y de ordenamiento del territorio que se agudizan en todas las sociedades actuales, amén de los clásicos problemas de las fluctuaciones cíclicas, del equilibrio del subempleo, de la distribución inequitativa de los ingresos y los activos, de la pobreza y de la cobertura de los grandes riesgos en materia de salud, vejez y desempleo, los que han requerido históricamente de significativas intervenciones estatales en la economía" (Martner, G., 1999: 11) (55).
Sobre la base de tales constataciones y análisis se reinstala con nuevos argumentos la interpelación de redirigir los procesos de reforma del Estado con el objeto de que éste tenga un espacio más claro de acción e injerencia en la ecuación Estado- Mercado, con el objeto de que se encaucen las fuerzas económicas, moderando excesos y supliendo omisiones (ILPES- CEPAL, 1995: 31; Haddad, P., 1995: 276-281; Johnson, J., 1995: 360). O en su defecto, se incorpora en la discusión la noción de que "las acciones del Estado se justifican en las áreas expuestas a fallas de mercado y en la distribución del ingreso" (Sarmiento, E. 1995: 400; Vial, J., 1998: 192- 195).
En este punto, es necesario distinguir los ángulos de observación que concurren para articular el discurso anterior y, por lo tanto, para evaluar sus efectos de enlace posterior. En efecto, las distinciones que indican las deficiencias del mercado en materia de distribución inequitativa de ingresos, problemas de desigualdad social o, incluso, los efectos negativos en materia medioambiental y territorial constituyen referencias provenientes de observaciones propias del sistema político -o de otros sistemas de funciones e incluso movimientos ciudadanos (56). En consecuencia, se puede afirmar que no constituyen problemas para la lógica del mercado -con excepción de un esfuerzo por instalar las externalidades sociales negativas como obstáculos para el propio proceso económico, lo cual requeriría algún tipo de intervención limitada.
Y en segundo lugar, se encuentran todas aquellas distinciones que indican las deficiencias del mercado para operar de la manera más óptima posible. Por cierto, estas referencias constituyen observaciones provenientes del entorno interno del paradigma. La teoría económica conoce, desde siempre, que el mercado opera en situaciones subóptimas (Martner, G., 1999) (57). De ahí que su respuesta deba entenderse como el despliegue de su racionalidad, esto es "... el Estado es indispensable para la existencia de muchos mercados" (Ibid.: 30). En consecuencia, desde un ángulo más amplio de observación se debe entender que la configuración de un determinado tipo de Estado es condición necesaria y funcional para el buen funcionamiento del mercado y el modelo de crecimiento impulsado en nuestro país. Por lo tanto, en esta lógica el Estado se termina convirtiendo en un actor económico complementario, pero significativo que produce y provee de bienes y servicios, regula mercados y transfiere ingresos (Meneses, F.J. y Fuentes, J.M., 1998; Vial,, J., 1998; Martner, G., 1999).
Como veremos en el capítulo que sigue las intervenciones del Estado para resolver las "fallas del mercado", y su función estabilizadora en la economía, no son equiparables o correspondientes a su eventual capacidad de intervención para "resolver" las externalidades sociales o función compensatoria. En otras palabras, el espacio de intervención en este último ámbito -que como lo indicamos constituye la referencia básica del discurso político- queda limitado por la lógica de los otros ámbitos de acción (58).
Por lo pronto, sobre el punto que debemos insistir es que las funciones "estabilizadoras" y "reguladoras" del Estado son en definitiva el despliegue de la racionalidad del sistema económico. En este sentido, las tematizaciones que buscan advertir sobre la irracionalidad de lógica del mercado -al igual que las demandas por desarrollo social igualitario- son, en estricto rigor, observaciones del entorno realizadas a partir de otras racionalidades. Por cierto, este tipo de observaciones adquieren valor de autoobservación para la sociedad en su conjunto -y para tematizaciones internas del sistema económico- y sus descripciones guían nuevas opciones para el futuro.
Desde el momento en que la teoría económica acepta la existencia de fallas en el mercado -las que no sólo se encuentran a nivel micro como externalidades negativas, sino también macro en el nuevo contexto de mercado global-, acepta también, de algún modo u otro, que la lógica del sistema se articula recursivamente en torno al motivo de la ganancia, entendido como un movimiento que genera inestabilidad, debido a su lógica competitiva (Thurow, L.C., 1996; Soros, G., 1999). La orientación al mercado, como una semántica o referencia que da unidad a la acción económica, permite que la ganancia se libere de restricciones morales y pueda apoyarse a sí misma (Luhmann, N. y De Giorgi, R., 1998). La autorreferencia basal que supone la lógica de la ganancia -o de la acumulación (59) o de la rentabilidad (60)- no se informa sobre sus efectos no económicos (Thurow, L.C., 1996) -esto puede ser sólo resultado de la capacidad de reflexión del sistema, con la creación de nuevas estructuras que faciliten la dinámica de la autorreferencia basal.
La orientación a la ganancia de la lógica del sistema económico y su referencia al mercado, entendida como autorreferencia basal, exige la elaboración de programas que informen sobre las decisiones correctas. Entonces, como indicamos, el esquema costo/ beneficio, viene a constituirse, efectivamente, en el marco de la racionalidad que comentamos en un mecanismo altamente reductor de complejidad que posibilita, particularmente, una observación del mundo -reprime la complejidad del mundo- en ambos valores con el objeto de hacer la distinción en términos de ganancias -cuándo si/ cuándo no, por ejemplo, invertir-, es decir orienta al sistema a acotar los márgenes de acción y decisión obligando a optimizar y asegurar rentabilidad (61). El esquema, entonces, trabaja como un mecanismo para procesar información, por lo que el sistema se puede referir al proceso diciendo: estos costos me aseguran ganancia. En este sentido, se podría decir que la lógica del sistema no se equivoca en lo que concierne a su autorreferencia. Sólo desde el entorno se le pueden pedir otras cosas y es materia de análisis más específicas establecer como las procesa el sistema, para dedicarse a otros temas.
La optimización, y sus diferencias secundarias como rentabilidad y eficiencia, basadas en el esquema costo/ beneficio, han buscado tener pretensiones de racionalidad universal. Esto se debe, primero que nada a las tematizaciones generada en sus entornos (62). Por ello al mismo tiempo, como distinción, nos interesa el esquema costo/ beneficio porque provoca nuevas distinciones, nuevas descripciones en el entorno que pueden actuar a modo de un re- entry en el propio sistema. Es decir, el sistema se apropia de nuevos temas utilizándose a sí mismo como referencia y por lo tanto actualizando la diferencia sistema/ entorno debido a su tematización diferenciada. La distinción entre autorreferencialidad y heterorreferencialidad permite comprender el proceso anterior, ya que puede recabar información, a partir de sus propias operaciones, tanto desde su entorno interno como desde su entorno externo (Luhmann, N., 1998a; Luhmann, N. y De Giorgi, R., 1998) (63). Las referencias al entorno como operaciones propias, se deben entender en esta nomenclatura, como el despliegue de la racionalidad del sistema, que se obliga a introducir distinciones sobre distinciones -autoobservaciones y autodescripciones-, generando complejidad, produciendo nuevas posibilidades y nuevo conocimiento.
Las comunicaciones que se procesan desde el entorno a partir de la autorreferencia del sistema operan, entonces, como gatilladores de nuevas distinciones y nuevas propuestas comunicativas (64). Estas re- introducciones son las que llamamos racionalidad del sistema, ya que éste es capaz de "... determinarse a sí mismo diferenciándose respecto del entorno...", otorgándole a esta diferencia un significado operativo, un valor informativo, un valor de enlace" (Luhmann, N., 1998a: 420) (65). Para esto, y debido a esto -reflexión-, los sistemas preparan semánticas (66). Ante todo la semántica de los sistemas viene a representar la relación sistema/ entorno dentro del sistema, es decir viene a otorgar un nuevo significado a la diferenciación, sin que ello sea válido, necesariamente para el entorno. Lo interesante es observar, entonces, cuando estas semánticas rompen los límites del sistema y logran disponerse como recursos comunicativos para la sociedad. Pero no se puede perder de vista que estas semánticas son ante todo nuevas distinciones que preparan mejores acoplamientos con el entorno desde la propia autorreferencia. Desde ahí, estas estructuras pueden ofrecer formas razonables y meritorias de permanecer en la comunicación (Luhmann, N., 1998a: 258) (67). Es decir, se convierten en premisas de sentido que marcan transformaciones estructurales y evolutivas (Luhmann, N., 1985; Luhmann, N. y De Giorgi, R., 1998). Para el caso que nos interesa, por cierto, históricamente capital, mercado, pero también hoy día competitividad y eficiencia -por cierto equidad.
La semántica de la competitividad la trataremos en el siguiente capítulo, por lo que para terminar esta primera parte del trabajo nos concentraremos en enfatizar y subrayar lo que ya habíamos dicho al principio de estas páginas: la modernización de la gestión pública es aumentar su eficiencia (68) tanto en su administración como en los outputs de las políticas y servicios públicos. Debemos partir, en función de lo dicho, que la noción de eficiencia constituye una semántica específica del sistema económico -es probable también que se pueda tratar como codificación secundaria- vinculada a las orientaciones de sentido tales como economizar, optimizar y maximizar entre otros (69). Desde este punto de vista, insistimos en la necesidad de comprenderla como requerimiento de la racionalidad del sistema económico con el objeto de apropiarse de su entorno bajo condiciones que le resulten funcionales.
Lo que nos interesa indicar es que la apropiación y centralidad que adquiere la semántica de la eficiencia en el marco del paradigma en el que se inserta la estrategia de modernización de la gestión pública, tiene también una conexión y continuidad histórica. En efecto, en el marco de los análisis de las características del Estado post- crisis, se indicaban como debilidades críticas los problemas de "eficiencia, optimización y racionalidad" que implicaban las exigencias de superación de la crisis e impulso del nuevo modelo de desarrollo. Así por ejemplo, una de las preocupaciones básicas del paradigma sigue siendo la necesidad de productivizar el gasto público (Kliksberg, B., 1989). Desde nuestra perspectiva, el requerimiento de imprimir mayores grados de eficiencia a la administración del gasto público ha constituido en el marco del paradigma un problema ejemplar -o la anomalía que se debió resolver- que de algún modo guía el tipo de autoexigencias que se deben esperar (Portocarrero, F., 1997) (70).
El sistema económico mediante esta elaboración semántica prepara condiciones para que sus propuestas, en este caso de transformación del Estado, adquieran valor de estructura y operen bajo sus márgenes de control racional. Una vez instalada una semántica es posible esperar que su tematización tenga efectos culturales de largo plazo. En el caso chileno, la eficiencia es también, en primer lugar, una semántica vinculada al manejo económico de la administración pública, es decir a la gestión del gasto público, tanto en su asignación como en su ejecución (Lahera, E., 1993; Nef, J., 1997; Marcel, M. y Tohá, C., 1998; Vial, J., 1998; Meneses, F.J. y Fuentes, J.M., 1998; Martner, G., 1999). Este exigencia se comprende como un aporte específico y distintivo del Estado al desarrollo del país y el funcionamiento de la economía, en tanto otorga estabilidad al sistema económico (Marshall, J. y Velasco, A., 1998).
No debe extrañar, entonces, que en el marco del modelo chileno la eficiencia en la administración del Estado, de sus políticas y servicios públicos, termine convirtiéndose, al mismo tiempo, en un eje articulador del comportamiento político- técnico -de los altos funcionarios públicos y los gerentes- y la imagen objetivo del nuevo tipo de conducción de la administración pública -si se quiere también una demanda (Meneses, F.J. y Fuentes, J.M., 1998) (71). El tiempo, en este sentido, juega con rendimientos positivos para la consolidación de una deriva de transformaciones cuyo empalme se posibilita, entre otras cosas, por la semántica de la eficiencia. Esta se desliza de modo creciente y coherente, explícita e implícitamente, desde los problemas financieros relativos al manejo del gasto público como factor crítico del equilibrio y estabilidad macroeconómica, pasando por el manejo de los recursos para la implementación de las políticas públicas hasta las administración de los servicios y burocracia estatal (Meneses, F.J. y Fuentes, J.M., 1998).
La eficiencia del manejo fiscal es condición necesaria para la dinámica del subsistema económico y del mismo modo, entonces, la eficiencia de la gestión pública es condición, como lo indicamos en las primeras páginas de este trabajo -segundo vector-, para el potenciamiento de la capacidad emprendedora de la empresa privada. Desde nuestra perspectiva, superadas las transformaciones estructurales, los procesos de modernización se inspiran, ya sea en las exigencias de "ponerse al día" con los modos de gestión del entorno económico o en las exigencias que impone el mercado para poder actuar. En cualquiera de sus desarrollos, lo cierto es que ello pone de manifiesto la gravitación de la lógica del mercado y el paradigma de la racionalidad económica en la modernización de la gestión pública y en la transformación del sistema estatal (72). Se puede sostener, entonces, que dicha estrategia se identifica como la única respuesta posible frente a un sistema económico altamente dinámico. Su objetivo, en consecuencia, es posibilitar el éxito de la economía de mercado (Zumbado, F., 1994: 23, Martner, G., 1999: 29) o como lo hemos descrito se observa como el despliegue de la racionalidad económica.
En efecto, conservar y propagar la semántica de la eficiencia ha permitido introducir, como uno de los éxitos del modelo, la racionalidad económica en el aparato público, entendida también como una condicionalidad de operación (Muñoz, O., 1998; Martner, G., 1999) (73). De este modo, no debe extrañar entonces que la gestión de las políticas públicas, particularmente las de carácter social, e incluso los procesos de descentralización se deriven de esta lógica (74).
No es posible en el marco de esta comunicación extendernos sobre los temas mencionados, sin embargo, por lo pronto, nos interesa establecerse que efectivamente en los esfuerzo de descentralización, realizados durante la última década, ha primado el criterio de hacer más eficiente -y focalizada- la inversión y gasto público. Es decir, la descentralización ha sido también administrativa (Lahera, E., 1993; Marcel, M., 1993; Schilling, M., 1998; Yáñez, J., 1998; Ahumada, J., 1998; Rodriguez, J. y Serrano, C., 1998; Martner, G., 1999) (75).
Del mismo modo, el diseño e implementación de las políticas sociales, ha buscado girar sus bases de acción incorporando los requerimientos de eficiencia -o como se conoció en la década del 80 como focalización- del gasto social (De Gregorio, J. y Landerretche, O., 1998; Raczynski, D., 1998) (76). En este sentido, es interesante advertir que lo que se tematiza como la emergencia de un nuevo enfoque en política social incorpore en su operar la lógica y semántica del paradigma en el que se inscribe la transformación del Estado. En coherencia con lo que hemos venido planteando, esto no puede ser de otra manera, por lo que no debe extrañar que en procura de la eficiencia se incorporen, entre otros, mecanismos de co- financiación, una lógica competitiva mediante la licitación de proyectos para la toma de decisiones, indicadores costo- beneficio y costo- impacto para la evaluación ex -ante y, eventualmente, ex -post (Portocarrero, F., 1997; Franco, R., 1997; Sulbrandt, J., 1997; Raczynski, D., 1998; Martin, M.P., 1998) (77).
En consecuencia, también los procesos de descentralización y los cambios en materia de política social se ordenan en función de los requerimientos y los programas de la racionalidad económica. Esto no puede ser de otra manera, porque tal como hemos insistido, los límites de sentido que define el paradigma estrechan de modo considerable las opciones de transformación y operación del sistema estatal (78). El punto que hemos venido sosteniendo es que en el marco de los límites que este paradigma impone no es posible concebir, y menos implementar, diseños de transformación que desborden la lógica del mercado, sino sólo extensiones a aquellos ámbitos en los que es posible introducir modificaciones, pero siempre bajo la racionalidad rectora del modelo subsistémico. En este sentido, la lógica de las modernizaciones no pueden tener un carácter político, ni social, ni ciudadano, sino tan sólo económico (Salazar, G., et. al., 1999: 111), lo cual no significa que no tenga efectos políticos, sociales y ciudadanos. Pero para indicar el tipo de transformaciones que allí se producen se requiere comprender las racionalidades que se despliegan en dichos entornos con el objeto de establecer a qué se le llama modernización política, social o ciudadana.
En la línea de las observaciones que hemos venido realizando, parece oportuno establecer una distinción clave con el propósito de evitar lecturas erróneas. Nuestra descripción ha indicado que la transformación del Estado, y por lo tanto los límites del paradigma en que se inscriben sus propuestas de modernización de la gestión pública -e incluso la lógica que opera en la descentralización del aparato público y la implementación de las políticas sociales-, corresponde al despliegue de la racionalidad del sistema funcional de la economía -lo cual incluye sus referencias al mercado y la empresa privada (79). Estamos concientes, sin embargo, que en el marco del debate económico- político, y también de las ciencias sociales, se suele describir este tipo de transformaciones como productos de la aplicación de las recetas y el modelo neoliberal.
Desde nuestra perspectiva, esta descripción constituye una distinción que opera en lo márgenes internos del paradigma gatillando procesos de reflexión, es decir, de autoobservación y autodescripción que permiten elaborar nuevos programas para observar el otro lado de la distinción y con ello desarrollar nuevas complejidades que permitan establecer las diferenciaciones correspondientes.
Lo importante en este punto es preguntarse por las realidades que se distinguen desde este otro ángulo de observación, es decir observar el tipo de observaciones que se realizan en el valor opuesto de aquello que se indica como neoliberalismo, con el objeto de establecer el tipo de preocupaciones que el paradigma, en su proceso de autodescripción y complejización creciente, busca hacerse cargo.
Es evidente en que en este vértice de la comunicación reflexiva las tematizaciones vinculadas a los problemas de la "inequidad" o desigualdad, a la creciente brecha en la distribución del ingreso, la superación de la pobreza, e incluso el problema de la exclusión social aparezcan con relevancia, centralidad y criticidad. Por cierto, la respuesta del paradigma se direcciona, como ya lo hemos mencionado, en el papel compensatorio que se le asigna a la política social bajo la semanticidad de la eficiencia y la competitividad. Sin embargo, tras esta comunicación se desarrolla de modo cada vez más importante un segundo tipo de tematización vinculada al problema de la construcción de la sociedad y que busca resolverse, también, a través de las posibilidades que abre el diseño e implementación de las políticas públicas en general y de las políticas sociales en particular. En esta perspectiva, el paradigma busca "hacerse cargo" de los efectos de fragmentación y desintegración social, es decir se apropia, en el marco de sus códigos y programas, de las tematizaciones del entorno político y con ello busca reproducir internamente la diferencia sistema/ entorno -observado desde otro ángulo, se puede decir que es la respuesta "política" que el paradigma desarrolla a propósito de estos temas (80).
En el caso chileno, los efectos del paradigma que hemos venido describiendo han afectado y alterado el vínculo entre Estado y sociedad civil que prevaleciera en gran parte del siglo pasado. Es lo que se ha denominado la revolución de lo social o estallido de lo social, cuyos productos esperados fueron generar una despolitización de la sociedad civil y una des- socialización de la política, modificar las orientaciones económico-culturales de las personas y grupos sociales, generar adhesión al sistema de economía de mercado y una redefinición de las prioridades atribuidas a la acción social del Estado (Rayo y de la Maza, 1998: 428- 429; Tenti, E., 1997: 156) (81).
Paradojalmente, y como se podrá recordar en virtud de lo señalado en las primeras páginas del texto, el paradigma requiere contar con un nuevo tipo de ciudadano. Es lo que hemos denominado el vector del ciudadano- cliente. En efecto, se ha indicado que uno de los grandes logros de los procesos de modernización social y económico ha sido la progresiva instalación de la semántica de la eficiencia fuera de las fronteras del subsistema económico, esto es también en el Estado, la política y la ciudadanía (Muñoz, O., 1998), como patrón cultural que asegure la dinámica sistémica (82). Dicho en los términos de los planteamientos que hemos venido desarrollando, la racionalidad del paradigma requiere para su continuidad operativa producir efectos de enlace -orientaciones de sentido-, ya no sólo en su entorno político, sino también en el ambiente cultural y en las personas. Es por esto que, también, se debata en el ámbito público la necesidad de fortalecer la posición del usuario, a través de la conceptualización de la relación entre servicios públicos y personas, bajo la noción de cliente (Marcel, M. y Tohá, C., 1998) (83).
Esto ha sido posible ya que las transformaciones y modernizaciones del aparato público han estado guiadas por una especie de integración de lo que Marcel y Tohá (1998) denominan los enfoques eficientistas y contractualistas. El primero de ellos, bajo las definiciones de los autores, se encuentra orientado por la racionalidad económica, su objetivo es elevar la eficiencia en el uso de los recursos públicos mediante un administración racional de los mismos (84). El segundo entiende que la eficiencia es un resultado del contrato -de la interacción y la negociación- que realizan sistemas particulares bajo una lógica de mercado, por lo que tiende al interior del aparato público a responsabilizar funcionalmente sobre la base de contratos o compromisos y, por otra parte, a establecer contratos con organizaciones del entorno que le permitan un accionar más eficiente en la provisión de bienes y servicios a la ciudadanía (85).
Bajo la lógica de ambos enfoques -la económica-, el bienestar del ciudadano es mejor resguardado si se les entrega derechos y poder en tanto clientes de los servicios públicos. El énfasis en el primer enfoque será, por cierto, maximizar el bienestar del ciudadano con el mínimo de recursos posibles mediante el cobro de servicios, la focalización de programas y la simplificación de los trámites. Y en el segundo, y de modo específico, por la ampliación competitiva de la oferta de servicios y la ampliación de su poder económico (Ibid.: 585- 588). En este cuadro, los esfuerzos por mejorar los estándares de calidad de los servicios, el mejoramiento de la información y transparencia, la elaboración de "cartas o compromisos ciudadanos" por parte de los servicios públicos, la institucionalización del defensor del pueblo y la ampliación de la capacidad de actuación de los servicios del consumidor constituyen iniciativas necesarias para mejorar la relación servicio público - ciudadano consumidor, con la expectativa de que este último tenga cada vez mayor capacidad de exigencia (Lahera, E., 1993; Milller, D., 1997; Ovejero, F., 1997; Bitrán, E. y Saéz, R.E., 1998; Marcel, M. y Tohá, C., 1998).
Debemos entender que la mencionada "revolución" o transformación social y cultural se potencia en el largo plazo cuando la estrategia de modernización de la gestión pública y con ello la transformación del Estado sigue el vector que hemos indicado. En la reflexión internacional sobre la temática de la ciudadanía, se señala que derivas como las descritas esconden de manera larvaria la configuración de un ciudadanía "libertaria". Efectivamente, cuando las políticas públicas y las modernizaciones de los servicios públicos trabajan con la idea de cliente nos encontramos con un perfil de ciudadano entendido como "consumidor racional de bienes públicos" que modela su comportamiento de acuerdo a los patrones del "mercado económico" y el "paradigma de la racionalidad" (Miller, D., 1997: 79- 83; Ovejero, F., 1997: 94- 96) (86).
Lo anterior no sólo atenta contra la configuración de una ciudadanía activa y responsable, también debilita la conformación de un tejido social y un capital social denso como requerimientos de más sociedad para gobernar (PNUD, 2000). Desde nuestra perspectiva, sin embargo, su resultado final afecta directamente al sistema político. Ello se expresa, como lo señalamos, en desvinculación y/o debilitamiento de las relaciones entre los ciudadanos y el sistema político y transforma, también, la relación con el Estado y que constituye el principal argumento para redireccionar los procesos de reforma (Tomassini, L., 1993, 1994a, 1994b, 1998; Garretón, M.A. et. al., 1993, 1994; Tenti, E., 1997; Varas, A., 1997; Filgueira, C., 1997; PNUD, 2000). En otras palabras, la racionalidad del paradigma debe ser entendido, en este punto, como un factor de retroalimentación positiva de las tematizaciones, reflexiones y análisis que nos hablan de la crisis de legitimidad o representación del sistema político.
Es en este escenario, donde la auto- reflexión del paradigma, insinúa la necesidad de un cambio en la forma en que se concibe la reforma y modernización del Estado, e incluso se advierte sobre la necesidad de un "cambio de paradigma" (Marcel, M. y Tohá, C., 1997) (87). Como la apropiación del tema también está relacionado con los problemas de legitimidad y representatividad del sistema político -y con ello el quehacer político del Estado-, la aportación del paradigma se orienta, en primer lugar, a especificar el rol político del Estado en el nuevo cuadro socio- económico y desde allí elaborar programas que se diseñan como contribuciones a la profundización de la democracia -ello sobre la base de un diagnóstico negativo respecto de las posibilidades y el rol del sistema político en materia de respuesta a las preocupaciones de la gente (88).
Desde tales preocupaciones, entonces, se indica que el papel político del Estado se orienta a la contribución de la mantención de la estabilidad social u orden público -o en otras palabras darle sustentabilidad a las reformas y procesos económicos-, control de las crisis sociales gatilladas por los ciclos económicos e incorporación creciente de la población en los beneficios de los procesos de modernización -equiparación de oportunidades-, es decir gobernabilidad (89) -lo cual incluye por cierto modernizar, flexibilizar y hacer más eficientes las instituciones del Estado -modernización de la gestión pública-, la gestión de las políticas públicas -especialmente las políticas sociales y los procesos de descentralización -en los términos que especificamos (Boeninger, E., 1995; Portocarrero, F., 1997; Marshall, J. y Velasco, A., 1998; De Gregorio, J. y Landerretche, O., 1998; Muñoz, O., 1998; Marcel, M. y Tohá, C., 1998; Martner, G., 1999).
En el marco de los enfoques y estrategias desarrolladas y proyectadas en materia de modernización de la gestión pública basadas en el enfoque de la administración empresarial es probable que el paradigma advierta que no es posible realizar un aporte sustantivo con excepción de ampliar la participación del usuario a través de reclamos y sugerencias (90). Por ello, es que sea el ámbito de las políticas públicas y especialmente las de carácter social, los espacios donde se visualizan mayores posibilidades para introducir rediseños que permitan una incorporación participativa de la población en la compensación de sus déficits sociales y económicos.
Así, por ejemplo, la reforma del sector social se concibe, en términos de imagen objetivo, como un mecanismo que "... no sólo legitima al Estado fortaleciendo al conjunto del sistema político al consolidar el régimen democrático, sino que también ayuda a la formación de capital humano mejorando la dotación de servicios de salud y educación de los ciudadanos, lo cual, a su vez, contribuye al crecimiento económico y a su sostenibilidad" (Portocarrero, F., 1997: 190). En otras palabras, la política social debe resolver la ecuación entre los requerimientos y exigencias de los factores de integración social -política- e integración sistémica -economía- y, por lo tanto, debe desarrollar mecanismos de compatibilidad entre ambos condicionamientos (Offe, C., 1990) (91).
Por ello tiene importancia crucial, en relación a las políticas sociales, establecer la exacta consecuencia lógica del razonamiento del paradigma. La sustentabilidad y viabilidad de la estrategia de crecimiento económico como condición de los subsecuentes procesos de desarrollo requieren de políticas sociales eficientes que cumplan las funciones de compensación y equiparación de oportunidades (92). La experiencia y los análisis técnicos indican que políticas sociales eficientes -o que buscan ser efectivamente eficientes- requieren desarrollar nuevas complejidades. En esta perspectiva, el esfuerzo se orienta - en tanto proceso en curso y desafío- al diseño e implementación de una política social que responda al perfil del enfoque emergente. Es decir, cobran fuerzas los criterios de descentralización, afinamiento de los criterios y mecanismos de focalización, ampliación de los mecanismos de participación como instrumento de mejoramiento de la focalización y aumento del impacto, vinculación más estrecha con la sociedad a través de sus organizaciones, financiamiento de proyectos que concursan en procesos de licitación, generación de capacidades para el autodesarrollo y autosustentabilidad (Portocarrero, F., 1997; Franco, R., 1997; Sulbrandt, J., 1997; Raczynski, D., 1998; Martin, M.P., 1998, Serrano, M., 1998).
Como se podrá advertir, el papel de las políticas públicas, y especialmente las económicas y de carácter social, adquieren un marcado carácter técnico para asegurar los requerimientos de eficiencia que se les demandan. Sin embargo, se ha advertido que tras este aparente perfil neutral del carácter técnico, condicionado por los requerimientos de eficiencia del paradigma, en el diseño e implementación de las políticas públicas se esconde una función política crítica para viabilizar la conducción de la sociedad desde el Estado (Varas, A., 1997). Por lo tanto, lo que nos interesa destacar de modo global y general es el desplazamiento creciente -u ocupación del espacio abandonado- que las políticas públicas están efectuando respecto del sistema político en su función tradicional de representación y vinculación entre el Estado y la sociedad (Varas, A., 1997; Noé, M., 1998). Dicho en otros términos, el Estado y la necesidad de conducción política que este requiere, encuentra en las políticas públicas un equivalente funcional, lo suficientemente efectivo en el marco de la racionalidad desplegada, para articular la toma de decisiones económicas, políticas y sociales.
Es notable, entonces, que los primeros análisis desarrollados, fundamentalmente como observaciones externas, sobre el tipo de deriva que se viene configurando indiquen y adviertan sobre sus deformaciones y efectos negativos para la consolidación el sistema democrático. Así, se observa que bajo los requerimientos y exigencias de una racionalidad puramente técnica, la discusión pública se realice en un ambiente contingente, cargado de connotaciones ideológicas y cortoplacistas, motivados por intereses corporativos, y abierto a sus capacidades de influencia, que impiden alcanzar un debate de fondo sobre los temas involucrados con una perspectiva de desarrollo (Portocarrero, F., 1997; Varas, A., 1997; Noé, M., 1998) (93). Desde este ángulo de observación, entonces, surge un legítimo cuestionamiento respecto de si los medios que se utilizan para ejercer tales influencias constituyen mecanismos lícitos de presión. Como señala Noé (1998), "... los sectores de la sociedad con mayor capacidad de influencia irrumpen en distintos momentos y desordenan el flujo planeado de las políticas públicas o las particularizan, llevando hasta la esfera estatal, relaciones y conflictos que podrían resolverse en la sociedad civil, si esta tuviese los mecanismos, la legitimidad y el poder necesarios para hacer políticas públicas" (Ibid.: 49).
En este marco de complejidad, por cierto el tema será siempre el de mejorar los mecanismos institucionales para aumentar la participación de la sociedad, los grupos corporativos (94) y la ciudadanía como clave para resolver las dificultades que se observan -lo cual incluye un conjunto importante de indicaciones relativas a los desafíos que ello implicaría. En tal sentido, y con el objeto de no desviarse de los requerimientos de eficiencia, las políticas públicas se siguen visualizando como el espacio más efectivo y que presenta mayores ventajas comparativas para cumplir la función de conducción política en la gestión del Estado, como condición del proceso económico y profundización de la democracia (Varas, A., 1997; Portocarrero, F., 1997) (95).
En esta misma orientación, como lo habíamos indicado, se promueve la incorporación participativa de la ciudadanía en la implementación de las políticas sociales, entendida en este sentido, como un mecanismo destinado a hacer más eficiente la función crítica de la política social, esto es compensar la distancias en materia de equidad y a revertir los procesos de fragmentación social (Portocarrero, F., 1997; Sulbrandt, J., 1997, Serrano, M., 1998) (96). Es en este último sentido, donde el enfoque emergente de la política social, busca corregir y revertir los efectos de la llamada revolución de lo social y la aplicación de las políticas de ajuste estructural, esto es el debilitamiento del vínculo social, la depreciación del capital social o la fragmentación del tejido social. En consecuencia, la política social no sólo se sobrecarga con las exigencias de ser eficiente en la compensación de los desequilibrios sociales que genera la lógica del sistema económico, sino que debe resolver la paradoja de convertirse en un dispositivo eficaz y eficiente para generar dinámicas participativas y de densificación de capital social en la comunidad (97).
Sin abandonar los requerimientos de la lógica económica y articuladas en torno a la semántica de la eficiencia, la modernización de la gestión pública y la implementación -y reforma- de las políticas públicas y sociales buscan disponerse, tras las profundas transformaciones de las últimas décadas, en el centro de la relación Estado- sociedad, asumiendo la función de vinculación política, en el marco de los desafíos de conducción gubernamental orientada a proveer de un escenario de estabilidad social y política al proceso económico -gobernabilidad.
Las nuevas propuestas intentan, en consecuencia, incorporar en la discusión pública nuevos criterios, en el sentido de que márgenes de gobernabilidad creciente se pueden desarrollar en la medida en que se incorpora participativamente a la ciudadanía en la toma de decisiones. Con mayor o menor convicción, el paradigma apuesta a estos nuevos despliegues con el argumento de que la participación ciudadana constituye, también, un factor de eficiencia y eficacia en la implementación de las políticas gubernamentales.
Más allá de todo lo que se echa de menos -déficits de convergencia de las políticas sociales, debilidad en la influencia de la visión Política de largo plazo, desempeños todavía escuálidos en materia social-, lo cierto es que las nuevas orientaciones de la gestión pública y, particularmente de las políticas públicas y sociales deben cumplir sus funciones paralelas en un contexto económico, social y político cuya complejidad recién se empieza a perfilar con mayor claridad. Por lo pronto, deben revertir la inercia de la fragmentación social y el debilitamiento del capital social, como requisitos de autosustentabilidad futura del paradigma, en el marco de los programas y semánticas -orientaciones de sentido y patrones culturales- que se promueven, también, como requerimientos de desenvolvimiento de la racionalidad subsistémica y de los condicionamientos (98) "macro- económicos" que supone el contexto de la globalización.
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Notas