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in Revista Chilena de Literatura
El latinoamericanismo de Simón Bolívar: unidad, inclusión y exclusión social en la “Carta de Jamaica”
Resumen:
El siguiente artículo propone una lectura del latinoamericanismo de Simón Bolívar a partir de su ensayo capital “La Carta de Jamaica” (1815). Por latinoamericanismo político aludo al sueño de la unidad de las repúblicas de “nuestra América” en una república mayor, la magna patria, que admite a Simón Bolívar como su fundador. A través de un análisis de sus postulados, contrastado con algunas de las interpretaciones sobre este, postulo que el latinoamericanismo bolivariano es un discurso que, a nivel político y social, aspiraba a una sociedad donde vastos sectores quedaban excluidos. Con el objetivo de indagar esta hipótesis, en un primer momento intento sistematizar los rasgos del ideal continentalista del Libertador. Luego, estudio la construcción del “nosotros” identitario bolivariano, el cual permite comprender los mecanismos de exclusión social que analizo en el apartado final.
Nota de autor 1
En la velada de la Sociedad Literaria Hispanoamericana del 28 de octubre de 1893 en La Habana, el cubano José Martí pronuncia el siguiente elogio de Simón Bolívar: “¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo... así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejo hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía” (128). Las palabras de José Martí, entonces líder del Partido Revolucionario Cubano en pugna por la independencia política de la última colonia española en la región, son, en simultáneo, homenaje, exhorto y encarnación: honor al prócer, apelación moral para incorporarse a la lucha independentista de Cuba, toma de la posta iniciada por el Libertador ocho décadas antes. Martí invocaba a Bolívar como autor intelectual de su lucha por la independencia de Cuba y, con ella, de “nuestra América”.
Lo que Martí ignoraba durante su elogio es el derrotero mesiánico de su propia figura. Mientras honra al Libertador, Martí se forja como la otra gran figura de la historia, la cultura y la política latinoamericanas. Simón Bolívar y José Martí son los nombres excluyentes del primer latinoamericanismo o latinoamericanismo político, entendido como aquel deseo de integración de los países de “nuestra América” en una república mayor. Es tal la legitimidad simbólica de ambas figuras, que, en un nivel nacional, ambas han sido situadas como guías de proyectos políticos por líderes de diversas ideologías. En los últimos setenta años, no obstante, dos regímenes de izquierda se han apropiado de sus “legados”: Fidel Castro y la Revolución Cubana de Martí 2 ; Hugo Chávez de Bolívar en Venezuela 3 . Para Maureen G. Shanahan y Ana María Reyes, la “izquierdización” de Bolívar a partir del ejemplo martiano coincide con la polarización ideológica de la Guerra Fría: ella “brought about a profound rereading of the Bolivarian legacy. Following the Cuban independence hero José Martí, later Latin American intellectuals of the Left, along Soviet scholars, reoriented Bolívar from an icon of national foundation to a revolutionary anti-imperialist reinterpreted through a Marxist ideological lens” (10).
La condición sacralizada de estos héroes ha abrevado de los estudios académicos. No obstante, la misma condición que posibilita océanos de tinta es causante de lecturas voluntariosas e incluso acríticas sobre estas figuras. Ya en 1970, desde la historiografía, Germán Carrera Damas avisaba sobre el Libertador: “La vastedad de la bibliografía bolivariana contrasta con su monotonía interpretativa y su transcurrir anecdótico. En su mayor parte no ha superado el nivel de las vidas de santos con intención evangelizadora...” (49). Esta afirmación es extensiva a José Martí, como subraya Ottmar Ette: “Para una gran parte de las publicaciones sobre Martí se fue instaurando lo que Germán Carrera Damas había formulado” sobre el culto a Bolívar (23). El culto bolivariano-martiano no es privativo de los nacionalistas venezolanos y cubanos: también es extensivo al tercer latinoamericanismo o latinoamericanismo académico 4 , entendido como una serie “of knowledges articulated around the idea of Latin America as a unified space, with continental integration as its ultimate goal” (Degiovanni 2). Dicha agenda recrea el viejo sueño integracionista a través del estudio de la cultura, la política, la historia y la literatura latinoamericana como objeto de estudio.
La continuidad latinoamericanista entre Bolívar y Martí demanda, empero, un examen más minucioso. El primer paso sería, sin duda, definir lo particular de los proyectos latinoamericanistas de cada uno. En pos de la extensión, en el siguiente ensayo me concentro en estudiar el latinoamericanismo de Simón Bolívar, primera estación de un estudio mayor cuyo itinerario abarca desde el Libertador hasta José Carlos Mariátegui en 1930 5 . ¿Cuáles son los rasgos del proyecto latinoamericanista de Bolívar? ¿Sobre qué bases justifica la idea de una unidad continental? ¿Cuál es el modelo de sociedad subyacente a la magna patria? Para responder estas preguntas desde el ensayismo hispanoamericano, escojo como objeto de estudio el texto capital de Simón Bolívar, “La Carta de Jamaica” (1815). Mediante un análisis de “La Carta”, en el primer apartado daré cuenta del latinoamericanismo de Bolívar. Luego ahondaré en el tópico de la “identidad” latinoamericana, con el fin de sopesar el lugar común del reconocimiento de una identidad indiscutible del sujeto latinoamericano como piedra angular del latinoamericanismo. Por último, presentaré, brevemente, un punto ciego común a la reorientación “martiana” de la crítica de Bolívar: los mecanismos de exclusión social-nacional de su agenda política.
LATINOAMERICANISMO BOLIVARIANO
La idea de la integración de los pueblos hispanoamericanos 6 en una unidad mayor no es original de Bolívar. Como señala Grínor Rojo, ya en el siglo XVIII había sido enarbolada en Venezuela, particularmente por El Precursor, Francisco de Miranda: “cuando Bolívar la hace suya, la idea había completado ya un recorrido nada insignificante...” (40). No obstante, el carácter triunfante del Libertador –frente a los fracasos de De Miranda– ha asociado esta idea con su nombre. El “bolivarismo”, desde hace dos siglos, no es otra cosa que el deseo de unificación de las repúblicas del continente independizadas de España.
Para Leopoldo Zea, “El principio de la realización de este sueño debería serlo el Congreso de Panamá” (39) de 1826, sobre todo después de que el propio Bolívar figurara “el istmo de Panamá” como nuestro “Corinto para los griegos” (“La Carta” 84). Germán De La Reza, empero, advierte que el primer intento confederativo concreto debe situarse cinco años antes: “En sus aspectos fundamentales, la tarea de confederar a las nuevas república hispanoamericanas se inicia poco después de la creación de la Gran Colombia en 1821, cuando Simón Bolívar envía dos emisarios a Centro y Sudamérica con la misión de suscribir sendos tratados bilaterales de ‘unión, liga y confederación perpetua’” (230).
Uno de los principales intelectuales latinoamericanistas del siglo XX, José Vasconcelos, empleaba el término “bolivarismo” para referirse a la unión continental en base a su background común: raza, idioma español y religión católica (Bolivarismo 104). Dicha justificación del ideal bolivariano encuentra su manifestación concreta en “La Carta de Jamaica”, documento considerado “como piedra angular de la idea de la unidad hispanoamericana, o como su prefacio más entusiasta...” ( Pino Iturrieta, “Nueva lectura” 19). En efecto, a medida que avanza su argumentación, el Libertador es explícito:
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse (84).
El llamado “bolivarismo” fulgura nítido en esta frase. Una unidad justificada por, digámoslo así, una “identidad” común. Para Rufino Blanco-Fombona, además del origen hispánico, la lengua española es un factor de unión capital, lo que explica la exclusión de Brasil del ideal latinoamericanista 7 (141-43).
A partir de esta frase de “La Carta” (y de otras similares en diversos escritos) se ha asentado el continentalismo de Bolívar. Pero, ¿es este todo el contenido de su latinoamericanismo? No. Si trascendemos el entusiasmo de su “arenga integracionista” ( Pino Iturrieta, “Nueva lectura” 19), el ideal continentalista de Bolívar presenta otros rasgos. La misión de conformar una sociedad nueva obliga a tomar posiciones frente a los factores sociales, políticos y culturales que se desea establecer. El contenido preciso de su latinoamericanismo se puede dividir en dos niveles: el político-social y el cultural.
En el nivel político-social, Bolívar hace “nuestro” el ideal ilustrado de la libertad y autonomía política, expresado en su llamado a la emancipación de los pueblos hispanoamericanos respecto de la Corona de Castilla. Este ideal iluminista queda de manifiesto, de modo elocuente, en la imagen usada para criticar los intentos de la Corona por recobrar los territorios emancipados: “El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos” (68).
Cuando se trata de llevar a la realidad este ideal, “La Carta de Jamaica” oscila entre dos sentimientos: la utopía y el desencanto. Leamos, en extenso, el párrafo de Bolívar:
...los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza, infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza (67)
A nivel utópico, Bolívar aspira a una unidad hispanoamericana en que, como buen hijo del iluminismo, el hombre –su vocabulario proviene del iluminismo– pueda alcanzar la felicidad mediante un sistema social justo y el libre desenvolvimiento de sus facultades. Pero Bolívar, como señala Rufino Blanco-Fombona, no es un filósofo político, sino un estadista, alguien preocupado de “la convivencia social, dentro del orden y la libertad” (15). De allí su “desencanto” propiciado por la realidad: dicha sociedad “igualitaria” es inviable. Ni siquiera ha sido posible en Europa, la cuna de las teorías ilustradas: ¿cómo ha de ser factible, entonces, en la América Hispana, cuando sus condiciones sociales son tan diferentes? Entre dichas condiciones sociales, las más nocivas para Bolívar son dos: la falta de instrucción política de las élites (el tópico de la “tiranía pasiva”) y la carencia de virtud republicana de la sociedad en su conjunto. A ellas se suma la heterogeneidad étnica de la región.
¿A qué se debe la falta de dichas virtudes? ¿Cómo resuelve Bolívar socialmente esta dificultad? Volveré sobre la segunda pregunta en el último apartado (“Mecanismos de exclusión…”). Sobre la primera, Bolívar no duda:
al oscurantismo español en lo intelectual y al colonialismo que sometió a la América hispana:
El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión... todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno... Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra (68).
La argumentación de la lucha independentista del subcontinente fija en España los males sociales del continente. Como señala Miguel Rojas Mix: “A España se la sienta en el banquillo... [entre las acusaciones, aparecen las de] oscurantismo, de codicia, fanatismo, de que buscaba no la paz como los colonos ingleses, sino el oro y la dominación” (40-41). De aquí proviene un rasgo cultural del continentalismo bolivariano: la hispanofobia. Su hispanofobia se exterioriza a nivel semiótico mediante imágenes textuales nítidas: “esa desnaturalizada madrastra” (68), “vieja serpiente” de “saña envenenada”(70), “nación avarienta” (73). Aun cuando las hipérboles textuales responden a una coyuntura política puntual, es imperioso entender que la legitimación de la empresa emancipadora obliga a buscar otras “afiliaciones” culturales para el nuevo subcontinente. Me refiero a lo que Edward Said denomina afiliación: “una forma de relación” (34) con una cultura específica “a través de la conciencia crítica y el trabajo intelectual” (30). En el caso de Bolívar, esas nuevas inspiraciones serán el pensamiento y la cultura ilustrada francesa. Por todo lo anterior, el continentalismo fundador de Bolívar, base del pensamiento sobre la unidad en el XIX, es, según Rojas Mix, un latinoamericanismo “de distanciamiento” (41).
De esta suma de factores proviene uno de los dictum bolivarianos más incómodos: la desconfianza hacia la democracia con su consecuente opción por gobiernos paternalistas:
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo... Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo
y la guerra (79-80).
Bolívar no cree posible los regímenes democráticos para la América hispana. La carencia de virtudes políticas, la falta de instrucción en la conducción del Estado, la heterogeneidad racial, así como los avatares geográficos, lo desalientan tanto a desear la democracia como a creer posible el ideal hispanoamericanista. En opinión de Luiz Costa Lima, es la única alternativa que Bolívar encuentra para confrontar la “Spanish American balkanization [that] not only failed to cease, but became even worse [after 1815]” (122). El Libertador no ve otra salida al enigma hispanoamericano que gobiernos paternales. Paternales pero no totalitarios en el sentido atestiguado durante el siglo XX, como afirma Simon Collier [la expresión en inglés es: gobierno “Authoritative, but not authoritatian” (“Simón Bolívar as Political Thinker” 16)]. Paradoja (¿o pecado original?) del latinoamericanismo: el fundador del sueño integracionista es también el primer escéptico sobre su consumación.
LA CUESTIÓN DE LA IDENTIDAD: UN “NOSOTROS” SIN TODOS
Los discursos por la unidad subcontinental suelen apelar a un sustrato ontológicosimbólico: la identidad común de los latinoamericanos. Ante la indesmentible bofetada de la realidad social del continente, esto es, la heterogeneidad racial y la desigualdad social de sus habitantes, el concepto con que se ha intentado acreditar la identidad común, el “nosotros” latinoamericano, es el de mestizaje. Marilyn Grace Miller, en un interesante aunque desigual estudio sobre el tema, sitúa a Simón Bolívar junto a Martí como precursores, en el siglo XIX, de los discursos que en el siglo XX resaltaron la identidad mestiza como factor común de los latinoamericanos: “Like Bolívar, Martí championed the ideas of racial unity and cooperation struggle for independence, but he also expanded his precesor’s notion of mestizaje as a fundamental characteristic of Latin America’s unique heritage and destiny” (12). La resonancia del “mestizaje” tanto en las construcciones nacionales como en los ideales continentalistas radica en un hecho discursivo: se trata de un concepto “inclusivo”, cuyo principal rasgo es la erosión, simbólica, de las diferencias raciales y sociales acaecidas en el continente.
El texto por excelencia en la definición del sujeto de los discursos nacionalistas del siglo XX, para Miller, es La raza cósmica de José Vasconcelos, ensayo latinoamericanista que define al sujeto continental en el mestizo. Según Miller, “[t]he genetic and cultural admixture produced by the encounters or ‘dis-encounters’ (desencuentros) between Europeans, the Africans who accompanied them to and in the New World, indigenous people, and various others who arrived in the Americas from regions such as Asia. . .” (1). Pero para Vasconcelos –y esta es una debilidad del muy buen texto de Miller– ese sujeto mestizo no es un concepto heterogéneo para alabar cualquier mezcla racial: se trata de un sujeto particular, el resultante del encuentro entre el español y el indígena. Contra la idea de Miller, los afroamericanos están excluidos. Por lo mismo, mi hipótesis difiere de la de M. G. Miller: el nosotros latinoamericano de Bolívar no guarda relación alguna con el sujeto mestizo de los discursos nacionales del siglo XX. El nosotros bolivariano es un sujeto constituido por derechos políticos antes que por rasgos biológicos.
La cuestión de la identidad en el caso de “El Libertador” proviene de “La Carta de Jamaica”. El tema no es azaroso. Según Bernardo Subercaseux, Bolívar “inaugura la tradición de la diferencia cultural hispanoamericana y la obsesión por la identidad, tópico que se encuentra en la Carta de Jamaica...” (44). Si el deseo –rápidamente sofocado– de una unidad hispanoamericana es la gran frase de este escrito, la segunda en influencia es, en efecto, su definición identitaria:
En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil... nosotros... no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles (73).
De esta definición de Bolívar, Marilyn Grace Miller extrae al mestizo como término medio entre los europeos y los indígenas. Así, el sueño bolivariano de la unidad política hispanoamericana se reafirma en la idea de una definición identitaria del subcontinente como espacio del mestizaje. El silogismo, al respecto, parece ser el siguiente: si el gran fundador de la Hispanoamérica moderna fue pro-mestizo, entonces el sustrato cultural común, esto es, la condición mestiza, alimenta y demanda dicho proyecto político.
Junto con la interpretación de este pasaje, otras tres fuentes de la idea contemporánea de un Bolívar pro-mestizo son la mitología popular, la literatura y la apropiación nacionalista-popular de su figura. La literatura, por supuesto, abreva de la mitología popular. Ana Cecilia Ojeda Avellaneda, en su meticuloso El mito bolivariano en la literatura latinoamericana. Aproximaciones (2002), informa dos mitos clave en la imagen de un Bolívar mestizo: el de su nacimiento (sería hijo de una esclava negra) y el creado por la literatura. Sin ir más lejos, la novela Changó, el gran putas (1980), del colombiano Manuel Zapata Olivella, habla “de la sangre negra” que corre en él (31). El nacionalismo, por su parte, se alimenta de la literatura. En el siglo XIX, la publicación de Venezuela heroica (1881) de Eduardo Blanco produce un efecto cohesionador mediante la narración, hiperbolizada, de la gesta independentista. Ya en el siglo XX, la idea de un Bolívar mestizo retorna para disputar la legitimidad y el contenido nacionalista del héroe. Yolanda Salas, en un artículo citado por Pino Iturrieta, escribe: “La mamá de él era negra. Por eso Bolívar es mestizo” (cit. en El divino Bolívar 170). Al respecto, Pino Iturrieta comenta: “El mestizaje convierte a Bolívar en paladín de los explotados. Ahora es una criatura que la aristocracia le roba al pueblo y el pueblo rescata. Al quitarle los pergaminos a su cuna la voz popular lo lleva a compenetrarse con las tribulaciones de los siervos y a hacer la guerra para su beneficio” (171). Bolívar, si mestizo, es también símbolo de los oprimidos.
La cuestión del nosotros de Bolívar implica, en efecto, la de su propia identidad. Bolívar no suscribe en este pasaje una identidad mestiza o “promestiza”. No obstante, dichas interpretaciones aciertan en el método de raciocinio: el contenido del nosotros bolivariano se corresponde con la posición identitaria del propio Libertador. Los estudios rigurosos sobre Bolívar y “La Carta de Jamaica” concuerdan en apuntar el “nosotros” de su definición identitaria no como un “mestizo” sino como un criollo. Grínor Rojo, en el capítulo que inaugura sus volúmenes en torno a los clásicos latinoamericanos, es elocuente:
[E]l “nosotros” [de Bolívar]... no es otro que la clase criolla americana, cuyo ‘lugar’ Bolívar está tratando de determinar en una doble relación de diferencia respecto de las masas populares por un lado... y los agentes del poder colonial por el otro. A Bolívar no le interesa de ninguna manera adelantar la idea de que los latinoamericanos somos todos mestizos... (28).
Bolívar es un político escribiendo en plena gesta independentista. No piensa en los mestizos en esta definición. Lo más cercano a una imagen “mestiza”, como señala Grínor Rojo, “es que el prócer comprueba con ellas lo obvio: que la población hispanoamericana no es una población racialmente homogénea” (28).
La definición identitaria de Bolívar es política antes que cultural. Como señala Simon Collier, “[t]he absence of a genuine ethnic or cultural dimension in Bolivarian nationalism is perhaps worth underlining” (“Nationality…” 43). Por quienes habla cuando afirma que “nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado” (Bolívar 74) es precisamente por esa clase social que está interesada en dar la batalla independentista, en separarse de España. Esa clase es la criolla nacida en la España americana, grupo “traicionado” por la España europea desde el ascenso del absolutismo de los Borbones. En este sentido, pienso que en el texto bolivariano la cuestión identitaria debe leerse a la par de las imágenes con que el Libertador separa retóricamente a la América española de España:
El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado...; lo que antes las enlazaba, ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía... Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra..., la América combate con despecho...(67-68).
El “nosotros” nacido en América pero con los derechos de los padres europeos (74), debe separarse de España no solo por un sentimiento innato de los hombres a la libertad (premisa ilustrada explicitada en “La Carta”) sino también porque, históricamente, España ha traicionado a la América española. No es otra la fuente del “despecho” de América, del “odio que nos ha inspirado la Península”. François-Xavier Guerra ilustra esta condición de los criollos independentistas: “La vieja identidad americana fundada en la reivindicación de la singularidad de los reinos americanos –de sus ‘fueros y privilegios’– se expresa ahora en el rechazo de la condición política subordinada, implícita en su designación como ‘colonias’, y en una reivindicación de igualdad con los reinos peninsulares” (203). Una igualdad, por lo demás, que los criollos guardaban en su memoria histórica: la política colonial previa a Fernando VII, como señala Bolívar en “La Carta”, practicaba una “recíproca benevolencia” (67). De aquí que los criollos americanos sintieran entonces la “tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres” (Bolívar 67-68) como elemento de identificación entre los españoles peninsulares y los españoles americanos.
El “pequeño género humano” que enuncia Bolívar, en consecuencia, no es otro que la clase criolla: “en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores...” (74). En su lectura de “La Carta de Jamaica”, Elías Pino Iturrieta afirma que el fragmento no “subestima [a los indios], en cuanto les atribuye la propiedad legítima del territorio, pero los excluye de manera expresa” (12). ¿Incluye, entonces, a otras partes de la sociedad, como “los negros, los blancos y los mestizos”? Una lectura optimista o “súper” latinoamericanista podría suponerlo solo si obvia un elemento clave en el texto bolivariano: lo que unifica a ese género humano es el “poseer derechos semejantes a los de los europeos” (12). Un temor “criollo” crucial en las luchas independentistas fue perder las prerrogativas que antes le garantizaba, con su pactismo, la Península española. “La revolución se legitima por el perjuicio causado a un grupo de vasallos, quienes corren el riesgo de perder prerrogativas tan importantes como el gobierno doméstico, los títulos nobiliarios, la posesión de la tierra, el control de los indígenas y la administración de justicia” (14). El nosotros bolivariano, en síntesis, no es otro que la clase criolla. Una clase que además de temer el ascenso de otros grupos sociales, exacerbó su condición “americana” para legitimar la lucha independentista. Como señala José Antonio Mazzotti, no es otra la razón por la cual el sentido del vocablo criollo en el siglo XIX se refería “to the new identities used to justify the state formation and cultural Independence in Latin America and the Spanish Caribbean” (88).
MECANISMOS DE EXCLUSIÓN EN LA TEORÍA SOCIAL DE BOLÍVAR
Un lugar común del latinoamericanismo académico –es decir, la crítica– en torno al latinoamericanismo político –esto es, los proyectos de los que Pedro Henríquez Ureña denominó hombres magistrales– es la idea de que la integración propuesta y siempre pospuesta hubiera sido un factor de justicia social en nuestra América. Gerardo Morales denomina este tipo de discurso como de “la sociedad posible”. Tema fundamental del pensamiento latinoamericano –“América Latina es una de las regiones donde más se ha reflexionado y escrito” al respecto (67)–, el discurso de la ‘sociedad posible” es cualquier “proyecto de sociedad y ciudadanía donde la solidaridad, la justicia y la igualdad pueden realizarse plenamente, pero además como proyecto de nación en sus dos vertientes, la nación particular (la patria chica) y la nación latinoamericana (la patria grande)” (67). José Antonio Benítez, en uno de los escasos estudios dedicados a leer en conjunto el asunto de la integración latinoamericana en Bolívar y Martí, nos entrega un ejemplo nítido al respecto:
Es necesario también hacer ciertas afirmaciones. Por ejemplo: en una América Latina unida [como la soñada por Bolívar y Martí] habría mejorado la actividad de los hombres en el trabajo; habrían mejorado las condiciones de vida de los latinoamericanos; habría mejorado sustancialmente la educación, la salud pública, la independencia, la soberanía; se habrían eliminado el hambre de millones de seres humanos (23).
Ante la lectura de Bolívar como prócer de un proyecto no solo de integración latinoamericana sino también de integración y justicia social, mi hipótesis postula que el proyecto social del Libertador en “La Carta de Jamaica” establece
mecanismos de exclusión política y social de ciertos grupos. Puntualmente, se excluye de la vida política a aquellos individuos no criollos. Dicha exclusión fundacional influye en el modelo de sociedad defendido por el Libertador.
Simón Bolívar soñó una patria latinoamericana, pero no proyectó una sociedad ni democrática ni donde todos fuésemos iguales. En este sentido, la sociedad posible de Bolívar es de por sí una sociedad de ciudadanía restringida. En ningún caso universal. Tampoco una sociedad democrática. Esta afirmación la respaldó a partir de tres elementos presentes en “La
Carta de Jamaica”. El primero, la delimitación del “nosotros” bolivariano antes revisada. Se trata, sabemos, de un nosotros restringido a los criollos o españoles nacidos en América. Son ellos los que pueden reclamar los derechos heredados “de Europa” (72). Los otros dos tienen que ver con lo que Simon Collier subraya como dos leitmotiv del pensamiento de Bolívar: la “indispensability of republican virtue” a causa de “la tiranía pasiva” con que la Colonia privó a los criollos del ejercicio del gobierno, y la necesidad “for strong, centralized government” (“Simón Bolívar as Political Thinker” 15).
Para Bolívar, los fracasos de sus luchas se deben a la falta de republicanismo, tanto a nivel de gobierno como de ciudadanía: “[L]a América no solo estaba privada de su libertad sino también de la tiranía activa y dominante.” (74). La Colonia “nos dejaba en una suerte de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo...” (74). A esta falta de conocimiento del gobierno, se suma el espíritu de partido: “nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores” (86). Estos elementos atentan contra lo que Bolívar consideraba troncal para alcanzar una república independiente estable: la virtud republicana. Por virtud republicana, me refiero a la actitud que “lleva a los ciudadanos a anteponer el bien del estado a su interés particular” (Matteucci 1392). Como señala Gerald E. Fitzgerald, “To Bolívar, republicanism linked with responsibility was the absolute mínimum to be sought” (7). En relación con el éxito de la empresa emancipadora, El Libertador espera de la virtud republicana el sentimiento de “unión”. Ella no brotará de una suerte de bondad innata a los americanos: “Yo diré a Vd. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos” (86). Por esta razón, Bolívar postula, como primer momento del gobierno hispanoamericano, la necesidad de gobiernos fuertes: “Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra” (80).
La respuesta a la pregunta por el modelo de sociedad propuesto por Bolívar en “La Carta de Jamaica” pasa necesariamente por estos elementos. Cualquier interpretación que no se haga cargo de ellos da cuenta de agendas políticas personales más que de la agenda política de Bolívar. Un ejemplo de ese tipo de lectura voluntarista es la José A. Benítez, quien a partir de “La Carta” ve en Bolívar un revolucionario y un reformador: “Bolívar no solamente fue el genio militar que con su espada fundó cinco repúblicas latinoamericanas, sino el reformador social que vio en la eliminación de la esclavitud y la servidumbre, en la educación y en la unidad de los pueblos latinoamericanos, los factores fundamentales del progreso de nuestra América” (22). Por este motivo, es también un luchador por la “revolución nacional de las relaciones existente entre las clases...” (16). La interpretación de Benítez se inscribe en la tradición crítica cubana que desde Juan Antonio Mella ha reclamado a Bolívar como un izquierdista “latinoamericano de vanguardia” (Zeuske 81). Se trata de un Bolívar proto-marxista, donde se obvia lo evidente, esto es, que el Libertador vio a los criollos como los únicos con derechos a ser parte del gobierno.
Con entusiasmo latinoamericanista pero sin el casuismo que figura “marxista” a Bolívar, Leopoldo Zea lee “La Carta” como el texto donde se proyecta una sociedad inspirada por valores ajenos a los del mundo moderno representado por Estados Unidos, esto es, el utilitarismo, el individualismo, elmercado, la libertad personal frente a la comunidad: Bolívar “aspiraba, comodigno heredero y recreador de la vieja idea de solidaridad ibérica, a crear unacomunidad, no una sociedad anónima de intereses. Comunidad de hombres y pueblos... Libertad y gloria, no el dominio extensivo y el enriquecimiento sobre el angostamiento y la miseria de otros hombres y pueblos” (38). Bolívar,sumamente crítico de las costumbres y la sociedad española, resulta ser,para Zea, el primer ejemplo de los intelectuales arielistas que proponen una América Latina inspirada en valores premodernos en oposición deliberada a los valores encarnados por los Estados Unidos.
Hay otro pasaje de “La Carta” que puede arrojar luz sobre el camino perseguido por Bolívar: “Los acontecimientos de la Tierra Firme –recordemos que escribe desde Jamaica– nos han probado que las instituciones perfectamente representativas –léase, democracia– no son adecuadas a nuestro carácter, costumbre y luces actuales” (78). Una lectura posible de este pasaje es la del muy informado texto de Grínor Rojo, para quien Bolívar sueña un modelo de sociedad democrática pero entiende, por su pragmatismo, que esta debe esperar. Para Rojo, el innegable argumento autoritario de Bolívar no es disonante con su convicción democrática; de hecho, es una respuesta a un momento de inmadurez de las repúblicas hispanoamericanas donde el Libertador espera crear las condiciones para una sociedad democrática. La “justicia, la libertad y la igualdad” son atributos necesarios para construir un orden moderno en armonía con “una disposición innata en los seres humanos” a buscar la máxima felicidad posible (27). “De ahí que la supervivencia de la democracia se transforme a menudo en el pensamiento de Bolívar, en la máxima justificación del argumento autoritario” (27). La democracia, se colige de Rojo, no es el punto de partida, sino el punto de llegada de la sociedad proyectada por Bolívar. Esta solo será posible mediante “el desarrollo de una conciencia colectiva, ello debido al fomento de la virtud y a un incremento de oportunidades educacionales” (47). Ahora bien, Rojo admite que la democracia de Bolívar en cualquier caso será limitada: “no cree que la condición humana sea un atributo que justifique por sí solo el que a los individuos se les reconozcan derechos ciudadanos plenos” (26). No obstante, sigue creyendo en la democracia: “Bolívar sabe que las elecciones tienen que efectuarse, convicción a la que lo empuja tanto su profesión de fe antidespótica, de la que sería injusticia dudar, como la necesidad práctica de renovación, de alguna renovación y con algún grado de periodicidad, de los cuadros dirigentes” (24, énfasis del autor).
La agudeza de Grínor Rojo para evadir el paralogismo “universalista” tras la noción de democracia aplicada a Bolívar es elogiable. No obstante, el concepto de sociedad de Bolívar no es democrático. Su sociedad es excluyente. No todos los integrantes de la patria son ciudadanos. José Antonio Aguilar Rivera coincide con Rojo en lo relativo a la necesidad del Libertador por crear un espacio público republicano, una “sociedad civil”, a partir de su lectura de Montesquieu. La creación de una nueva república exige una “sólida estructura de costumbres, hábitos y actitudes” (145). En este punto, Aguilar Rivera introduce una sutil distinción que permite aclarar la comprensión de Bolívar en relación a la integración: ciudadanía y nacionalidad no son equivalentes para el Libertador. La última está abierta a todos: su fundamento no es concepto esencialista o identitario, sino más bien político. Se trata de una nacionalidad “de naturaleza política. La nacionalidad ‘estaba abierta a todo aquel que aceptara ciertos principios políticos’... no hay... indicio alguno de que la raza en sí misma deba ser un estandarte de la identidad nacional; en ningún sentido el origen étnico es la piedra de toque de la nacionalidad” (156). La ciudadanía, empero, está restringida a un grupo social. De aquí que su teoría de gobierno es más bien aristocrática: solo una parte de la población gobierna mientras la otra se encuentra en posición de respeto a la autoridad gracias a la deferencia social (heredada de los españoles) (168-69). Esta es la mejor manera, también, de lograr “la contención social de la población de color” (168, énfasis del autor), dado su miedo a la pardocracia. Su comunidad imaginada, por ende, es “muy distinta a la nación moderna” (169). Su teoría de gobierno “no era universal, sino más bien históricamente determinada” (168). La ciudadanía americana es prerrogativa del nosotros por el que habla.
CONCLUSIÓN
Simón Bolívar, el Libertador, es reconocido como el fundador del ideal latinoamericanista: el sueño de la unidad de las repúblicas hispanoamericanas en una república mayor. El continentalismo de Bolívar es hispanófobo, ilustrado, desconfiado de la soberanía popular y la ciudadanía universal, con un ideal de gobierno cuasi aristócrata. Su nosotros americano se identifica con los criollos o españoles nacidos en América frente a los españoles peninsulares que la habitan y gobiernan. Además de ese otro exterior, el nosotros bolivariano también se funda en la diferencia con otro interno: los mestizos, los indígenas, los mulatos u otros descendientes africanos en América. Todos ellos están excluidos de la “americanidad”.
Además de las explicaciones biográficas sobre la clase social, otra entrada para entender el continentalismo excluyente de Bolívar –frente al de Martí, por ejemplo, el otro gran prócer– es la distinción entre la construcción de la nación y la construcción del Estado. Francois-Xavier Guerra señala que en América Latina se puede hablar de dos tipos de nación: la política y la cultural. La primera, proveniente de la tradición francesa, “se presenta como una colectividad humana constituida por la libre voluntad de sus miembros y gobernada por leyes que ella misma se procura” (191). La segunda, proveniente de la tradición germánica, “aparece como una comunidad fundada en un mismo origen, con una historia común y múltiples rasgos culturales compartidos por sus habitantes que le diferencian de otras comunidades vecinas” (191). La nación de origen francés necesita, para existir como tal, constituir un Estado. La romántica, en cambio, puede existir incluso carente de Estado. El latinoamericanismo de Bolívar es predominantemente político. El discurso de la sociedad posible de Bolívar está interesado en construir un Estado (Aguilar Rivera) que garantice la existencia política de la comunidad, no en constituir o revelar una identidad étnica común que garantice la existencia simbólica de la nación hispanoamericana. Bolívar apela a cuestiones identitarias cuando se trata de distinguir a los criollos –quienes reclaman el derecho a gobernar– de los españoles y los indígenas. No hay otra razón tras su definición identitaria. Lo que busca es consolidar derechos políticos. En una nuez, la fundación de un espacio de ciudadanía.
Leído con doscientos años de historia a cuestas, el proyecto de Bolívar parece insuficiente para las demandas actuales. Recuerdo una clase de doctorado donde un alumno, tras revisar el programa del curso, levantó su mano y me manifestó su resquemor a leer a autores como Martí y Bolívar cuando los conocimientos sobre “marxismo” que poseía eran escasos. A diferencia de lo que suelen postular los críticos hipnotizados con la apropiación de Bolívar por parte de Hugo Chávez
8 , difícilmente el Libertador puede ser reclamado como símbolo o heraldo de mensajes de justicia social en clave marxista. No obstante, Bolívar fue el primero en avanzar en la definición de lo que hoy somos. Una América Latina políticamente independiente, y social y culturalmente aún excluyente con el diferente o intolerante con el que piensa diferente. El latinoamericanismo es, desde su fundación, un discurso sin todos 9 .
Resumen:
LATINOAMERICANISMO BOLIVARIANO
LA CUESTIÓN DE LA IDENTIDAD: UN “NOSOTROS” SIN TODOS
MECANISMOS DE EXCLUSIÓN EN LA TEORÍA SOCIAL DE BOLÍVAR
CONCLUSIÓN