Para María Carolina Guerrini

Todo cervantista sabe que si hay un pasaje del Quijote que resulta ineludible para el tratamiento de las visiones de Dulcinea a lo largo de las aventuras de camino, éste es, sin lugar a dudas, el que se produce en la Cueva de Montesinos, secuencia que se desarrolla en los capítulos 22 y 23 de la Segunda Parte de la novela.

No tanto porque suponga una superación de esta problemática en comparación de, por ejemplo, el encantamiento que obra Sancho en el capítulo 10 de la Segunda Parte, sino porque, a diferencia de esa visión física de una aldeana que, objetivamente, no reuniría los requisitos mínimos para conformar al caballero en su diálogo y contemplación, en la Cueva se construye, indirimiblemente, lo que podría definirse como una visio mística de un orden muy diverso.

Don Quijote llega a la Cueva de Montesinos acompañado por el primo y por su escudero, y la aventura se desarrolla como si se tratara de un mítico descenso infernal aunque la voz narrativa no acompañe al héroe. Todo lo que don Quijote cuenta como acaecido a lo largo de tres días con sus correspondientes noches resulta referido luego de que sus acompañantes lo extraen de la sima donde se ha sumido en tinieblas tras aguardar un poco más de media hora.

El desacuerdo cronotópico1, toda vez que don Quijote insiste en una vida de dimensiones otras en ese más allá, tanto en el tiempo que dura su ingreso en la Cueva cuanto en lo que respecta a la arquitectura interna de ese espacio de implicancias alegóricas, se verosimiliza, en el texto, con la puntualización de que, en definitiva, el caballero al retornar a la superficie “traía cerrados los ojos con muestras de estar dormido”2.

¿Sueño o verdad? ¿Delirio onírico o acontecimientos cuya lógica exceden los parámetros normales de intelección? ¿Historia o poesía?a narración no desambigua lo sucedido voluntariamente e introduce, por boca de quien tradujo el original de Cide Hamete, la puntualización de que en ese original “en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones”3, argumentos todos ellos tendientes a poner en tela de juicio la veracidad de los dichos del caballero.

El texto admite, por vez primera, la posibilidad de un espacio en el cual no puedan inmiscuirse los prolijos y puntuales cronistas de su gesta. La Cueva de Montesinos figura, taxativamente, un efectivo más allá al cual solo le fue dado ingresar al caballero. Y si bien la acotación marginal aduce que “sin afirmarla por falsa o verdadera la escribo”4, insiste luego, en una expresa alocución al lector prudente “que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della y dijo que él (don Quijote) la había inventado por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias”5.

Al igual que en la visión que ocurre durante el encantamiento de Dulcinea, cuyos acontecimientos se querrían dejar en silencio, produciendo una damnatio memoriae, en esta segunda visualización de la dama la narración insiste, nuevamente, sobre la inconveniencia que rodea un tal acercamiento y, consecuentemente, su concreción discursiva.

El texto, es obvio, trabaja con el tópico de la visio mística y materializa en la Cueva de Montesinos la tradición de los castillos sagrados del alma, haciendo depender la fuerza de la burla de la destrucción del dispositivo alegórico que signa muchas de estas descripciones.

El más allá de don Quijote no es un “como si” ni, tampoco, un reino de metáforas, es una simple descripción arquitectónica y una minuciosa minuta de acciones, personajes y diálogos. Lo inefable se desarticula en tanto tal, por cuanto todo puede ser dicho, el lenguaje deja de ser insuficiente y se muestra puntual y exacto, y la gradatio religiosa que informa estas hablas se banaliza en un relevamiento anecdótico y, al pasar, de todo cuanto allí sucede.

La experiencia pretende ser acreditada, inusualmente, con criterios corpóreos –“lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos”6– y el caballero no admite ninguna suspensión de las propias instancias perceptivas por cuanto, insiste, no hubo transmutación alguna de los valores y parámetros sensoriales. Aquí, a diferencia de los tópicos reseñados, no se ve, ciego del cuerpo, con los ojos del alma, ni se escucha sin oír, ni se comprende sin ver.

La Cueva se construye como una comarca paradójica donde las consabidas inversiones místicas se suprimen, por cuanto, en definitiva, las mismas tienen cierta lógica en su ordenada mutación de criterios. En el más allá de Montesinos prima, en cambio, el encantamiento. Allí no hay una sentida progresión hacia Dios, sino, por el contrario, un aleatorio desplazamiento por los confines de los posesos, ya que, como bien lo puntualiza el guía de la comarca “con otros muchos de vuestros conocidos y amigos nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años”7 .

Y si bien la narración sugiere que, conforme el dispositivo caballeresco, será construida como la aventura guardada solo para don Quijote, la acción demuestra, a contrapelo de lo esperable, que nada de todo cuanto allí se le dice, encripte un mensaje o una línea de acción para el futuro. Don Quijote, a diferencia de tantos protagonistas de catábasis, no sale imbuido de una renovación espiritual, de nuevos saberes o de certezas ineludibles.

El caballero debe volver a la superficie “porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima”8 y porque, en definitiva, “sería en balde”9 que intentara algo en el más allá. Y el mensaje ultraterreno del que debería ser portador muda en una información que, oportunamente, se le haría saber10. La verdad de ese otro mundo no resulta expresada por un mensaje propio de aquél, sino, en cambio, por saberes e informaciones que en éste se le comunicarían.

Dulcinea forma parte de ese universo ultraterreno, por cuanto su figura se hace presente tanto en los dichos de un encantado –el mismo Montesinos– cuanto en una peculiar visión que el caballero tiene de ella y del cortejo de dos figuras que la habían acompañado en el momento del encantamiento.

En el caso de los dichos de Montesinos, verdadero anuncio verbal de la aparición de su figura, el motivo de su mención lo brinda una degradada explicación del mal semblante de Belerma:

 

Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses y aún años, que no le tiene ni asoma por sus puertas; sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que la renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos y aún en todo el mundo11.

 

La descripción del guía infernal plantea, cazurramente, dos comparaciones, una de las cuales, burlescamente, irrita al caballero mientras que la otra, por el contrario, se desliza imperceptiblemente. Montesinos refiere, en primer lugar, que la “amarillez” de Belerma no obedece, como suele suceder, al “mal mensil, ordinario en las mujeres”, equiparación en la cual, evidentemente, se incluyen todas las restantes, y parangona, a posteriori, la hermosura de la dama encantada con aquella de “Dulcinea del Toboso”.

La mención del “mal mensil”, impropia desde donde se la mire y mucho más aún en tanto instancia de justificación de una mengua estética de una dama cuya pertenencia al universo elevado de la literatura caballeresca ameritaría, en sí misma, un parámetro descriptivo diverso, no solo implica una puntualización de un aspecto de la corporeidad femenina habitualmente silenciado por el ethos del lenguaje –ningún poeta loa los menstruos de sus enamoradas, ni los caballeros los de sus damas– sino que también habilita, a partir del develamiento de ese componente negado, una desestructuración de las variables idealizantes de tales descripciones.

Las mujeres, bien lo sabe Montesinos, menstruan, y la negación de que el mal semblante de Belerma no pueda explicarse por ello porque “ha muchos meses y aún años, que no le tiene ni asoma por sus puertas”, no hace otra cosa que denunciar el componente traumático a nivel corpóreo del proceso fisiológico. Y a ello hay que sumarle que la violencia de la aclaración se potencia con la puntualización vulgar de ese estado en el que, efectivamente, las partes corpóreas involucradas se contaminan con otros imaginarios.

La vagina por donde Belerma menstrua son “puertas” por cuanto se estaría sugiriendo la descripción anatómica de los labios vulvares, uno a cada lado, como las hojas de una puerta, o porque la vagina se hermana, en el imaginario erótico, con otra vía de acceso carnal, el ano.

Montesinos, el más prolijo guía del cuerpo femenino que podría haberse encontrado en el infierno, ha liberado el imaginario proscripto de toda mujer celebrada por los órdenes literarios. El más allá en el cual guía a don Quijote es aquel que va de la cintura para abajo de toda mujer. Cuenta, lo que no se ve, naturaliza un interdicto, socializa lo que, en el otro lado, supondría una instancia de vergüenza y mácula.

Por ello es relevante que la pasión infernal de la dama encantada quede inscripta en la “amarillez” de su rostro, color que como bien explica Covarrubias es “la más infelice, por ser la de la muerte, y de la larga y peligrosa enfermedad”12 y el lector recuerda, tal como al mismo don Quijote se le hace saber, que Belerma no está muerta, sino encantada. La tez amarilla de la dama peregrinante resulta digna de una enferma cuya dolencia, en este contexto, no sería muy difícil de inferir.

E incide también en ello el que la doliente mutación física de Belerma se actualice en sus “ojeras”, marco deformante del órgano más preciado del rostro en todas las tradiciones cancioneriles, a menos que, en concordancia con todo el imaginario venéreo que tiñe su exhibición, sea menester referirlas al ojo del culo de cuya actividad, dicho sea de paso, don Quijote parece estar muy al tanto cuando indica que en el más allá ha hecho experiencia de que los encantados “no tienen excrementos mayores”13.

Humores y sequedad se cruzan en la descripción de Belerma y la declaración de unos reenvía, necesariamente, a los pares antagónicos faltantes. No hay sangre ni en el corazón que lleva en sus manos –con lo cual estaría vivo el amado– ni en su útero –con lo cual ella podría generar vida– y sus enjutas y secas ojeras –de los ojos que fueren– en un cuerpo amarillento, solo indican una abismal afección justificable en “las malas noches y peores días”14 que sobrelleva en el más allá.

Todo esto que Montesinos trata de justificar en Belerma, tensando, para ello, la figura de la dama peregrinante con la de todas las mujeres entre las cuales, claro está, debería contarse, necesariamente, la dama de don Quijote, no irrita ni enfada al caballero, pero se molesta, y mucho, cuando se aduce que si no fuera por esa mengua estética, Belerma sería superior a Dulcinea.

Don Quijote avala y naturaliza todas las irreverencias y contravenciones ético-estéticas que el retrato de Belerma implica para el colectivo femenino, pero brega, en ese mismo contexto descriptivo así naturalizado, por la supremacía de su dama sin par. Dulcinea debe ser aquella sin parangón en, precisamente, todo lo que Montesinos ha dicho de las mujeres. Circunstancias que se reafirman cuando Montesinos –según refiere el caballero– se habría disculpado por la temeridad de sugerir la preeminencia de la peregrinante:

 

Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mi haber entendido, por no se qué barruntos, que vuesa merced es su caballero15.

 

Que el amor de don Quijote por Dulcinea se declare “por no se qué barruntos” implica, en la retractación, una evidente confirmación de la coordenada degradada de tales retratos, y ello se vuelve evidente porque ante el reclamo de rectitud del caballero Montesinos opta, sugestivamente, por una expresión metafórica en la que se afirma a través de lo negado, la equiparación nefasta anteriormente indicada.

Lo que uniría al andante y su dama son “barruntos”, ese tipo de marca que queda en el barro cuando el jabalí se ha revolcado y el cazador intuye el peso, tamaño y dirección de la presa16, metáfora cuya virulencia se aquilata, desde uno y otro ángulo, por el tipo de publicidad o noticia, y por el soporte ínfimo que escribe la relación. El amor de don Quijote por su dama ya no se rige por el secreto o por el quiebre de la reserva que todo andante regula cuando decide que es conveniente manifiestar el nombre de su enamorada, el amor puede leerse, si uno es atento, en “barruntos” como los de las bestias. Tal historia, en la que los enamorados ya no controlan las esferas públicas y privadas de su relación, es celebrada en materia infame, en el barro que hombres y animales pisan.

Los infames “barruntos” expresan, también, una historia de persecución, fuga y animadversión, al punto de que “barruntes”, según la terminología jurídica17, es el nombre técnico de los espías cuya hostilidad encubierta se vuelve evidente en la paciente espera del momento idóneo para lastimar al otro. Es innecesario, a esta altura, advertir que don Quijote quiso perseguir a la Dulcinea encantada cuya fuga más veloz que el viento se precisó, y que Sancho, en ese contexto, invocó al santo espía, a san Roque18.

Por todo ello no extraña que el escudero, al oír el relato, diga estar maravillado “de cómo v.m. no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas sin dejarle pelo en ellas”19. Punto sugestivo, pues, si se acepta que los motivos brindados por don Quijote en lo que respecta a las razones por los cuales no peleó con el anciano encantado son ciertas, el lector debería reponer otro tipo de tocamientos en ese más allá que el caballero no describe aunque, significativamente, puntualiza, antes de referir la visión de Dulcinea, que todo lo vio y lo tocó20 con sus “mismas manos”:

 

Pero ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras y apenas las hube visto cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hallamos a la salida del Toboso?21

 

La sin par Dulcinea vuelve a ser una más entre tres y sigue siendo labradora, pero, como si esto fuera poco, anda con sus amigas saltando “como cabras” en “aquellos amenísimos campos” que el lector debe imaginar, necesariamente, dentro del “real y suntuoso palacio o alcázar”22 propiedad de Montesinos, que se encuentra visitando el caballero, donde, efectivamente, la narración traduce con este quiebre de la oposición entre exteriores e interiores, el trasvasamiento de la interioridad psíquica del peregrino infernal a un exterior onírico.


En el más allá, su memoria terrena se actualiza y produce una nueva visión de su amada en la que el accidente ocasional de ser labradora subsiste y la fealdad corpórea se borra para dar curso a su faz animal. Dulcinea, como una cabra, potencia la coordenada prostibular sugerida en el fallido parangón tensado por Montesinos entre ésta y la amarilla y ojerosa Belerma, y este vínculo se revela en las descripciones que de aquélla hacen ambas figuras masculinas.

Montesinos, tengámoslo presente, había insistido en el “brío” de la dama, valor que, en sí mismo, era plenamente discordante del tenor mayestático, gélido y perfecto que debería definir a toda soberana feudal. Dulcinea, si fuera dama, no podría tener virtudes dignas de un serrana bailadora, aunque, evidentemente, ello sea lo que explica los saltos y brincos de esta cabriza labradora con que la dama se vuelve a mostrar a don Quijote.

Este vínculo inequívoco se resignifica por los valores simbólicos de la cabra para la cual se tensaba su correspondencia con la ramera “así por su mal olor y su lascivia en el ayuntarse con el cabrón, como por ir royendo los pimpollos verdes y tiernos, abrasándo todo lo que ha tocado con la boca”23.

La cabra tiene una boca destructiva –según las tradiciones folclóricas– y no parecería arriesgado recordar que, al momento de ayudar a montar a la Dulcinea encantada, la dama baña la escena con “un olor de ajos crudos”24 que, muy probablemente haya ingerido, punto éste que nos reenvía, en la coordenada burlesca a la correspondencia del pene con esta planta25.

La prostibular Aldonza-Dulcinea, cabra entre las cabras, y llena de ajos en su boca, “encalabrinó”26 al caballero y le “atosigó el alma”27 puesto que así como la comparación entre su figura y Belerma describe la impudicia de sus partes bajas, el encuentro con esta inquieta y brincadora aldeana se inscribe, inequívocamente, en el retrato faltante en toda la visión infernal. su boca ya se ha sugerido bastante, máxime por ese aliento tan poco ortodoxo, pero sería conveniente, también, tener presente que el epíteto más habitual de las cabras es el de ser romas, es decir, de narices chatas, y romas son, claro está, todas las meretrices que, por estragos de la sífilis, han perdido su nariz, como la Aldonza de Delicado.

Las “cabras” no solo son las malas hembras que destruyen honras y corrompen virtudes juveniles sino que, también, son quienes copulan con el cabrón, las mujeres que, con su cuerpo, acceden al más allá, algo que, sugestivamente, parece haberle ocurrido, aunque se invoquen otras razones, a esta Dulcinea opresa de los encantamientos de Merlín.

Si por cabrón se debiese entender, tan solo, la imprecación que recibe el cornudo –según la malicia popular– la valoración de su conducta tampoco cambiaría pues con amantes infernales o infidelidades mortales esa hembra figura siempre una transgresión.

Quien dude de ello debería recordar, por otra parte, que en el mismo contexto en que se indica que Dulcinea ha devenido una danzarina cabra, la normalidad de tal mutación se justifica, en el más allá de la Cueva, con un recuerdo análogo para otras encantadas, también ellas supuestas damas principales.

La mención de Ginebra y su dueña Quintañona produce el recuerdo de los mismos versos de un romance sobre Lanzarote. Romance que, sugestivamente, don Quijote había actualizado, mediante una adaptación a su persona, en su primera salida cuando llega a la primera venta y dos mozas del partido lo atienden. Ante aquellas putas, y ahora frente a estas encantadas, el caballero vuelve a pensar en el mismo verso, aquél que dice “cuando de Bretaña vino”28.


Del encantamiento del capítulo 10 al reencuentro infernal en la Cueva de Montesinos, también un vínculo, digno de cabras, connota, con otros valores, las imágenes de la dama. Si en la segunda embajada el caballero debe levantar los ojos del “colodrillo” –es decir mirar de frente y dejar de concentrarse en el barreño donde se recibe el ordeñe de cabras u ovejas–, aquí la mención de la cabra termina de definir el tipo de vínculo existente entre la figurada hembra y su tímido caballero entonces ordeñador. Alciato, todos lo sabían, hacía

 

un emblema de la cabra que, después de estar ordeñada, derrama la colodra con darle una coz, a la cual son semejantes los que habiendo procedido con buen término y ganado opinión por mucho tiempo de su vida, al cabo lo estragan todo con rematarla mal, dando en algún vicio29.

 

En la cueva de Montesinos, Dulcinea termina de estragar la buena opinión con que el caballero la había construido y si bien el caballero demuestra no ser consciente de ello, todo lector del período habría reído, más que motivadamente, con tamaño juego de alusiones y remisiones escabrosas cuyo punto cúlmine, innegablemente, no puede ser otro que el de la saltarina Dulcinea sin “faldellín”:

 

Pero lo que más pena me dio de las que allí ví y noté, fue que estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado sin que yo la viese venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea y llenos los ojos de lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: ‘Mi señora Dulcinea del Toboso besa a v.merced las manos y suplica a v.m. se la haga de hacerla saber cómo está, y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a v.m. cuan encarecidamente puede sea servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía nuevo, media docena de reales o los que v.m. tuviere que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad’30.

 

Medio vestida, sin faldas interiores, la dama de don Quijote anda haciendo cabriolas a la vista de cuanto encantado hay en la Cueva. Y sobre esta falta de decoro y compostura en el propio aliño –como si algo le faltara– envía a trocar la prenda que no emplea por unas monedas de dinero.

Esta virulenta circunstancia se potencia por el hecho de que la propia mendicidad no se articula como una carencia originaria –pues Dulcinea no pide, simplemente, el dinero que necesita– sino, en cambio, como un trueque inimaginable. Pide dinero por sus prendas íntimas lo cual equivale a sugerir que, metálico mediante, la propia corporeidad resulta cuerpo accesible. Todo sería cuestión de poder pagarlo.

Por ello se comprende que esta nueva visión de su dama se clausure con dos acciones complementarias, el rechazo de la prenda en primer término –con lo cual se pontifica la incorrección del trueque propuesto– y, en segunda instancia, el lamento de no “ser un Fúcar”31 ya que con un capital como el de los Fugger, todo, absolutamente todo, tendría otro cariz, al punto que, es evidente, no tendría necesidad de ser caballero y, mucho menos aún, de buscar a su dama.

 

____________________ 

1 “–¿Cuánto ha que bajé? –preguntó don Quijote. –Poco más de una hora –respondió Sancho. –Eso no puede ser –replicó don Quijote, porque allá me anocheció y amaneció y tornó a anochecer y a amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra” (II, 23, p. 577). Todas las citas se realizan por la edición del texto de Celina Sabor de Cortázar e Isaías Lerner, con prólogo de Marcos A. Morínigo, Buenos Aires, Editorial Abril, Clásicos Huemul, 1983, y se indican con la parte en números romanos y en arábigos la página.

2 II, 22, p. 571.

3 II, 24, p. 580.

4 II, 24, p. 580.

5 II, 24, p. 580.

6 II, 23, p.577.

7 II, 23, p. 575.

8 II, 23, p. 578.

9 II, 23, p. 578.

10 “Díjome asimesmo que, andando el tiempo, se me daría aviso como habían de ser desencantados él y Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban” (II, 23, p. 578).

11 II, 23, p. 576.

12 Covarrubias, op. cit., “Amarillo”, p. 83.

13 II, 23, p. 577.

14 II, 23, p. 576.

15 II, 23, p. 576.

16 “Barruntar. Imaginar alguna cosa tomando indicio de algún rastro o señal; dícese metafóricamente aludiendo a lo que el montero discurre vista la barrera donde se ha revolcado el jabalí por cuyas señales conoce el tamaño de la res y por sus pisadas por qué parte ha ido” (Covarrubias, op. cit., “Barruntar”, pp. 169-170).

17 “La ley once, título 26 de la segunda partida llama barruntes a los que hoy llamamos espías y dice así: ‘Barruntes son llamados aquellos homes que andan con los eneigos e saben su fecho dellos, porque aperciben a aquéllos que los envían que se puedan guardar de manera que les puedan facer daño, e no lo reciban’” (Covarrubias, op. cit., “Barruntar”, p. 170).

18 Y tampoco es un detalle menor que se creyese que “barruntos” venía de la voz “Barrus”, que según Covarrubias quería decir “elefante”, por cuanto, declaraba el lexicógrafo, los barruntos serían, técnicamente, los intentos de averiguar los apetitos de animales tan dóciles. Si por “barruntos” se declara el vínculo del andante y su dama, uno de ellos, claro está, es animal dócil cuyo apetito se interpreta.

19 II, 23, p. 576.

20 Resultan sugestivas, por la intertextualidad con la obra de Delicado, las recurrentes afirmaciones de haber visto y notado lo acaecido, por cuanto, se recordará, fórmulas análogas eran las que primaban en la confección del retrato. Y no es ocioso puntualizar que el mismo Montesinos evoca, también, a la Garza Montesina, una de las cortesanas que, según algunos críticos, habría inspirado el retrato de la Lozana andaluza.

21 II, 23, p. 577.

22 II, 23, p. 573

23 Covarrubias, op. cit., “Cabra”, p. 225.

24 II, 10, p. 497.

25 Aquí se juega, efectivamente, con la variación “ajos”/“carajos”. Del ajo podría recordarse el refrán de Correas: “Mairikita maxemos un axo, tu Kara arriba, io Kara abaxo”; de los carajos, en cambio, la composición 14 del Cancionero de Burlas: “en el pleito criminal, / que todo he traido con trabajo / contra el coño natural / y por si me pruebo tal / sea dado por el carajo”. Oudin, ya en ese entonces, traducía carajo como “la pixa, le membre viril, le vit ou la vite”.

26 II, 10, p. 497.

27 II, 10, p. 497.

28 II, 23, p. 578, mientras que en I, 2, p. 33 había dicho “cuando de su aldea vino”. El verso se vuelve a citar, sin adaptaciones, aunque en un contexto no problemático, durante la plática con Vivaldo en I, 13, p. 92.

29 Covarrubias, op. cit., “Colodra”, p. 334.

30 II, 23, pp. 578-579.

31 II, p. 579.