"Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros"

Jorge Luis Borges

"En la obra de Borges, como en la de los maestros de la modernidad literaria, la literatura alcanza la más alta inteligencia respecto de ella misma" (Pérez Villalobos, BAE 5). Estas palabras dan inicio al libro de Carlos Pérez Villalobos1 que queremos aquí comentar y en el cual se trata, precisamente, de hacer explícita tal inteligencia. Para ello, Pérez V recurre a un aparato de erudición teórica que se traduce en una notoria economía textual: siempre tiene a mano le mot juste; aquel término o caracterización que permite que su libro condense, en tersas 215 páginas, una reflexión que en otros autores, menos ilustrados, podría dar lugar a ominosos rodeos. A la vez, dota a su libro de una ejemplaridad tal que, por su intermedio, debiera ser posible atisbar -al sesgo- los límites mismos de la modernidad literaria: su historicidad, y la de ese autor, Borges, en quien ésta alcanzaría su más alta inteligencia. Si se tratase, como invita a hacerlo una consigna ya más bien gastada, de "olvidar a Borges", tal invitación solo podría ser acogida por quienes, como Pérez V, hayan sido capaces de "recordarlo": es decir, de hacer manifiestos los engranajes intelectuales y literarios que componen la máquina literaria borgeana (moderna) y de escapar por tanto a la compulsión a repetirla.

Por cierto, no intentaré aquí hacer un catálogo de los muchos aciertos del libro de Pérez V Tampoco, una relación de los tres capítulos que lo componen: en ellos, desde diversos ángulos (y con abundantes y esclarecedoras lecturas de textos del propio Borges), el tema abordado es siempre el mismo: la clausura del lenguaje, de la literatura y el modo como lo real, sin embargo, acontece, se infiltra, aunque solo sea a la manera de un rumor. Más bien, pretendo situarme como un lector, atento a lo impensado (o, al menos, desplazado hacia los márgenes) que, desde la sombra, trabaja a este y a cualquier otro texto.

Epigonía parece ser el término rector, entre los dos ("agonismo y epigonía") escogidos por Pérez V para caracterizar la escritura borgeana. Se trata aquí del carácter epigonal2 que la modernidad literaria, llevada "a la más alta inteligencia respecto de ella misma" por Borges y sus "precursores"3, no puede sino reconocer en sí misma: la literatura no traduce en palabras una experiencia -una presencia- primordial y anterior a su inscripción en el medio del lenguaje, y que se constituiría en garante de su verdad y sentido. Por el contrario, no hay experiencia que no sea "nacida después"; que no esté impregnada, de cabo a rabo, por el lenguaje que la dice; de lo real, anterior a toda inscripción, en cambio, no podría haber experiencia, sino (volveré sobre esto), el acontecer espectral de una alteridad cuyo tiempo no podría ser pensado sino como ortogonal al de la historia, sobre el cual irrumpiría como radical exterioridad (Benjamín 61 )4. "La realidad consigue su presencia significante -la cosa deviene objeto, el hecho deviene experiencia- en el lenguaje que la refleja, a expensas de perder sustancialidad y ganar en espectralidad" (BAE 51)5. Objetividad -la producción en el lenguaje de un mundo amoblado de objetos familiares- y espectralidad aparecen así, desde la cúspide la modernidad literaria en la cual Pérez V. nos instala, como correlatos. En otro pasaje (en el cual se advierte la presencia de otro precursor: Nietzsche) Pérez V. vuelve sobre lo mismo, pero esta vez no se trata ya de espectralidad, sino de olvido de la contingencia. Dice:

Se diría que la investidura definitiva de algo, la institución de un sentido, comporta la gradual borradura de las condiciones de su devenir. Creer en un presente pleno, en un origen primordial, exige olvidar los incalculables procesos por los cuales la emergencia contingente de una posibilidad acabó por imponerse como un destino necesario6 (BAE 128).

En tanto que, en oposición a su uso cotidiano, comunicativo, la literatura trabaja el lenguaje, estas premisas son suficientes para dar cuenta del carácter epigonal que Pérez V le atribuye, y de la modalidad auto-consciente que tal carácter adquiere en Borges. En efecto, la pretensión de dar cuenta de "hechos" independientes de su ficcionalización constituye la esencia de la ilusión literaria; es, a la vez, el virus que secretamente la corroe. En un texto fundamental ("De las alegorías a las novelas", Otras Inquisiciones. OC II 122), Borges sitúa el origen de la novela en un corte epocal decisivo. La Antigüedad y el Medioevo habrían profesado el realismo. El realismo postula una afinidad, una conmensurabilidad de base entre lo real y la razón7. La Modernidad, en cambio, habría optado por la inconmensurabilidad entre las palabras y las cosas, es decir, por el nominalismo. De este modo, afirma Borges: "El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa" (124).

Aunque Borges no lo haga explícito, se sigue que, para la literatura premoderna (alegórica: "fábula de ideas", dice Borges), la cuestión de la ilusión literaria ni siquiera se plantearía: el realismo es la ilusión literaria. La tarea del escritor de novelas ("fábula de individuos"), en cambio, resulta más ardua. Pues, entretanto, la realidad ha devenido el bullir de una infinita singularidad, que el moderno hacedor ha de enfrentar premunido de un lenguaje compuesto de universales, y que, por tanto, no le hace justicia. Toda universalidad es normativa, no-empírica (de la empina solo se puede extraer una generalidad de tipo estadístico); no obstante, esta normatividad (la más elevada a la cual la Modernidad podría aspirar) es, en sí misma, no justa8. "Funes el memorioso" (OC Tomo I 485) es el documento borgeano del "malestar en el lenguaje" consubstancial al nominalismo; es también, como Pérez V. certeramente lo advierte, una miniatura del Ulises de James Joyce: es decir, de aquella obra -"espléndida agonía de un género"- en la cual, en el intento de modelar en el lenguaje la singularidad infinita del acontecer vital de sus protagonistas un 16 de junio de 1904 en Dublín, la "fábula de individuos" (como el mapa perfecto) lleva sus recursos al extremo y a la vez se colapsa, dejando sus interiores al descubierto.

Esta pequeña teoría borgeana de la novela permite explicar la conmoción que su autor, tal como Pérez V. lo enfatiza, debió experimentar ante las novelas de Joyce; tal conmoción, en conjunto con la lectura, retrospectiva, desencantada, de su "trilogía cautiva" (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos), habría sido determinante, Pérez V. dixit, para el giro que su escritura experimenta a fines de los años 20. Y explica también el carácter "post-literario" de esta escritura, inteligente sobre sí misma. En efecto, una vez que los recursos -retóricos, metafísicos en última instancia- que sustentaban la ilusión han quedado al descubierto, la literatura en cuanto tal se nos aparece como algo ya hecho, terminado: como una Biblioteca (cuya figura, evidentemente, es la célebre Biblioteca de Babel), en cuyos anaqueles y corredores es posible ahora practicar post-literarias incursiones.

En tal Biblioteca objetivada, postuma -"laberinto sin exterior", dice borgeanamente Pérez V. (BAE 179)- la misma temporalidad ha sido anulada, refutada, en provecho del espacio; la propia historia de la literatura y sus series temporales ha sido sustituida por la mera contigüidad espacial. De este modo, en ella es posible poner en práctica el (no tan) fantástico método desarrollado por la crítica en la imaginaria región de Tlón: "La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y Las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme des lettres" (OC Tomo 1439).

Lo real, lo incómodamente real, parece haber sido conjurado -¿y no era ese, finalmente, el ideal de autonomía de la Modernidad ilustrada?: ahora podemos jugar. Pero, ¿podemos realmente? ¿Podemos, en otras palabras, hacer el duelo de lo real? ¿O estamos destinados -aludo evidentemente a la disyuntiva freudiana- a la melancolía, al retorno de lo real, bajo la forma ahora del espectro, de lo infamiliar? Este último destino parece ser el que lleva, entre otros nombres tutelares, el de Borges. Éste, señala Pérez V.

experimenta su profesión de escritor con los sentimientos encontrados de quien habita la biblioteca pero aún escucha el rumor de la vida elemental que se desarrolla fuera de sus límites. El escritor sabe que no hay otro lugar para su vida; sabe que el exterior de la biblioteca es únicamente pensable desde el interior de ésta -que la oposición exterior/interior es interna al sistema diferencial mismo- y que, por lo tanto, ese conjeturable afuera es el resto insimbolizable cuyo siempre inminente retorno comporta la imposibilidad de la biblioteca (142).

Ahora bien: tal escucha está marcada por la insatisfacción, por la desdicha. La literatura borgeana, y a través de ella, toda la tradición escritural moderna, puede ser vista como una gigantesca refutación del tiempo, a la manera de aquéllas con las cuales, ocasionalmente, Borges gustó recrearse. No obstante, precisamente desde esta cúspide, el "resto insimbolizable" hace su intempestiva aparición. Es lo que Borges expresa en la postdata, que da cuenta de su relectura de su "Nueva refutación del tiempo", y que se inicia con las palabras andyet, andyet... (Borges Tomo II135); ellas son también las palabras que sirven de título a la conclusión del libro de Pérez V. No es inoportuno citar aquí tal post-data en su integridad:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real, yo, desgraciadamente, soy Borges (Borges OC Tomo I 148-9).

¿Cómo se explica esta oscilación entre objetividad lograda -euforia- y el rumor espantoso -melancolía- que la acompaña, y que intempestivamente comparece? La objetividad lograda, en la medida en que, como hemos dicho ya más arriba, no podría dar cuenta de una "experiencia" anterior y exterior a la razón y el lenguaje, es razón y lenguaje. Se trata entonces de la vieja cuestión del ser y el pensar: para la Modernidad nominalista se ha abierto entre estos términos una brecha, en principio insalvable. No obstante, esta brecha (que suele parecemos obvia: no en vano somos nominalistas prácticos) no es explicable en términos puramente lógicos. En efecto, establecer la inconmensurabilidad (o, alternativamente, la conmensurabilidad) entre el ser y el pensar requeriría de una suerte de pensar de segundo orden, al cual se le volvería a plantear el mismo problema, y así hasta el infinito.

El idealismo alemán (Hegel) quiso desarrollar un concepto enfático de experiencia, capaz de incorporar lo real sin resto. A estas alturas, no cabe duda de que tal intento estaba destinado al fracaso, tanto como lo estaba el de la novela moderna9. Pero, de nuevo, ¿qué explica tal destinal fracaso? Si la explicación no es lógica, es posible que la historia o la sociología den cuenta del fenómeno. Desde este punto de vista, tanto el idealismo alemán como la tradición de la novela moderna habrían sido gatillados por condiciones sociales sui-generis: la división del trabajo, que comprende la autonomi-zación del "campo literario" (Bourdieu) y la especialización de los hombres de letras, sean ellos literatos o filósofos, alojados en marcos institucionales -industria editorial, academia- crecientemente autorreferentes, clausurados sobre sí mismos: clausura de la cual los "laberintos sin exterior" no constituirían sino la fantasmal, fantástica proyección. O, más fundamentalmente, se trataría del shock traumático asociado a la vivencia de la urbe moderna, a la técnica, a la proliferación de imágenes descontextualizadas, clonables hasta el infinito, que caracteriza a la moderna industria cultural10. La experiencia, en el sentido enfático anhelado por filósofos y literatos modernos (Erfahrung), ha explotado en un sinfín de vivencias (Erlebnisse) que no pueden ya ser integradas en un relato coherente, en una épica, en una tradición.

Pérez V. adhiere a esta estrategia explicativa. Así, por ejemplo, escribe (de manera manifiestamente benjaminiana):

...las nuevas condiciones técnicas de producción y de organización social provocan un tipo de subjetividad urbana a la que está negada la épica (la saga conmemorativa de un presente fundamental, que sostiene la actualidad en su verdad). Para el poeta moderno el único acontecimiento poetizable es la pérdida (de naturaleza, de origen, de verdad fundamental, de tiempo mítico (193).

No es posible subestimar el peso explicativo de esta venerable línea de pensamiento, en la cual convergen, a lo menos, las tradiciones del pensamiento marxiano y la del psicoanálisis. No obstante, desde el punto de vista de la misma argumentación desarrollada por Pérez V. en el cuerpo de su texto (y, por cierto, desde la cúspide de la auto-inteligencia de la Modernidad, encarnada en la literatura borgeana), ella (así como cualquier otra explicación que pretendiese ir más allá del "laberinto sin exterior") constituye una contradicción performativa. En efecto, el sociólogo benjaminiano es quien, paradójicamente, describe enfáticamente la experiencia de que la experiencia ya no es posible.

Por cierto, la contradicción performativa (lo que las palabras hacen contradice lo que dicen) no constituye la refutación definitiva con que algunos sueñan (el caso paradigmático es aquí Habermas, en su Discurso Filosófico de la Modernidad, donde Nietzsche, Adorno, Foucault et al. son despachados sumariamente al infierno post-moderno por este expediente). La contradicción performativa es, más bien, el motor de una dialéctica de la Ilustración, en virtud de la cual el pensamiento va despojándose de sus condicionamientos (de todo "dato" externo) hasta advenir a su límite, a la ley inefable que secretamente lo trabaja11.

En el proceso de este despojamiento damos, no ya con estos u otros rasgos de la Modernidad, sino con sus determinaciones epocales básicas. En la línea de un Hans Blu-menberg, apuntaríamos nuevamente al nominalismo: a la manera como esta "novedad de unos pocos", elaborada por Duns Scoto y otros en los cenáculos teológicos de los finales de la Edad Media, fue llevada a la plaza pública por la Reforma Protestante. Esta requirió del nominalismo (del escepticismo filosófico, si se quiere) para dinamitar el puente entre el cielo y la tierra (entre lo sagrado y lo profano; entre la razón y la sensorialidad) que la vieja institución eclesiástica medieval administraba, y en el cual basaba su poder12. El Dios de los teólogos tomistas, hecho a la medida de la razón humana, hubo de ser remplazado por un Ser todo-potente -suerte de retorno de la experiencia arcaica de la prepotencia de la naturaleza- para el cual ni siquiera las leyes de la lógica podrían ser vinculantes. A partir de entonces, habitamos un universo no ya ligado por necesidad al divino designio (tal universo sería, entonces y en última instancia, inteligible), sino un universo contingente, del cual Dios, por así decirlo, ha retirado su mirada vigilante. Se ha transformado, por ende, en un Dios ausente, prescindible, tendencialmente muerto. Ahora bien: en este universo, carente de orden intrínseco, y solo en él, es posible que la humanidad despliegue su voluntad de orden: voluntad del individuo, que kantianamente "constituye" su mundo y se ve reflejado en él; voluntad que se despliega planetariamente, como empresa tecno-científica y como economía de mercado13.

Así, el mundo moderno y su despliegue, por una parte, y el nominalismo, que "hoy abarca a toda la gente", serían caras de una misma moneda: materia y forma, diríamos, de un mundo, de una escena epocal. No obstante, esta versión histórica, por convincente que parezca, tiene nuevamente el defecto de decir demasiado, de pretender nuevamente dar expresión a la experiencia de la imposibilidad de la experiencia. Dicho borgeana-mente, tanto los textos de Walter Benjamín (o los de Pierre Bourdieu o Roland Barthes o Sigmund Freud, aludidos por Pérez V.), como los de Hans Blumenberg, o Max Weber, o Karl Marx, tienen el defecto de ser meros volúmenes en los entrópicos anaqueles de la Biblioteca de Babel: tan insignificantes como cualesquiera otros, no pueden presidir ya ninguna jerarquía del saber.

De la Modernidad, atrapada entre los polos de la objetividad y la espectralidad, quizás entonces solo puede decirse "que se da" (es gibt sich): que constituye, como en el Heidegger de la Seinsgeschichte, una "destinación" (Geschick) del ser, que no cabría sino aceptar, como unfatum irreductible. La búsqueda, imposible, pero por ello mismo, imprescindible, de una experiencia enfática, capaz de fundamentar una verdad que liberase al sujeto del eterno y compulsivo retorno de esta escena primordial, no sería sino un elemento de la misma escena14.

Recapitulemos. Siguiendo la lúcida lectura de Carlos Pérez Villalobos, hemos intentado identificar las piezas mediante las cuales la modernidad literaria, llevada por Borges a su "más alta inteligencia", despliega su juego. Por una parte, un mundo amoblado de objetos familiares, domésticos que, más allá de su manufactura, su invención o su descubrimiento, son los productos del trabajo en la sombra realizado por el lenguaje. Por otra, la espectralidad de todo aquello que ha debido ser olvidado para que el mundo humanizado adquiera su dureza entitativa, su positividad. A su vez, hemos constatado que los discursos que intentan alcanzar cognitivamente este juego, quedan atrapados en una contradicción performativa, después de la cual solo queda la aceptación del fatum, sin más. Como en Wittgenstein, quizás solo queda decir: "este es el juego... que se está jugando".

 

EDUARDO SABROVSKY
Universidad Diego Portales
eduardo.sabrovsky @udp.cl

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NOTAS

Esta reseña es producto del proyecto Fondecyt "Borges: transvaloración y juicio estético". Proyecto 1070636, años 2007-2008.

1  Para citarlo, usaremos la abreviatura BAE, acompañada del número de página. Las citas de Borges corresponden a la edición de 1996 de sus Obras Completas (OC).

2  Se me perdonará el galicismo. El Diccionario de la RAE (22a edición) solo registra la voz "epígono": (Del gr. epígonos, nacido después). 1. m. Hombre que sigue las huellas de otro, especialmente el que sigue una escuela o un estilo de una generación anterior.

3    Valery, Mallarmé, Joyce, Eliot, Poe, son algunos de los que Pérez V. nombra. Recordemos, sin embargo: "Cada escritor crea a sus precursores". Borges, Jorge Luis. "Kafka y sus precursores" (OC Lomo II 89).

4   Esta concepción puede ser aproximada a la del jetztzeit, "tiempo-ahora" de Walter Benjamín, en sus llamadas "Lesis sobre Filosofía de la Historia" ("Sobre el Concepto de Historia", XIV).

5  Sobre la historia (que, al menos para nosotros, modernos, no es sino escritura de la historia), Borges comenta: "ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso" ("Llón, Uqbar, Orbis Lertius". OC Lomo I 443). Como Pérez V. lo advierte, en general la clave de bóveda de los textos de Ficciones y El Aleph "consiste en que el relato inscribe -teatralmente- las condiciones de su enunciación inadvertidas por el sujeto que produce el enunciado" (BAE 53). En este caso (también en otros) se trata de un sujeto que enuncia un relato fantástico; lo que finalmente se revela, sin embargo, es que el relato no ha hecho sino bosquejar el mundo moderno (las condiciones de enunciación), utilizando lo fantástico como un dispositivo de extrañamiento e intelección (a la manera del V-Effekt brechtiano).

6  Por cierto, esta "contingencia" no puede ser mero correlato lógico de la necesidad (en la cual, por tanto, sería dialécticamente convertible). Se ha de tratar, más bien, de una contingencia radical, indialéctica; es decir, de la misma alteridad espectral mencionada más arriba.

7   Dado que la razón opera con universales, tal afinidad solo sería posible si los elementos fundamentales que componen lo real fuesen también universales, es decir, Ideas: todo realismo, por tanto, es una variante del platonismo.

8   Que la normatividad y el orden político remiten en última instancia a un disciplinamiento (una necrosis) de la razón y el lenguaje, es una de las tesis principales de un célebre texto nietzscheano, "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral".

9   Cabe, en este sentido, hacer un paralelo entre Ulises y Finnegan's Wake, de Joyce, y un libro como la Fenomenología del Espíritu, de Hegel: en ambos, el intento de aprehender lo real sin resto se traduce en una regresión semejante a la de Funes el Memorioso, incapaz de pensar (pues "pensar es olvidar diferencias"): "espléndida agonía", entonces, no solamente de la novela, sino también de la filosofía.

10   Se reconocerá aquí pensamiento "sociológico" de Walter Benjamín, particularmente en su ensayo Sobre algunos temas en Baudelaire (Benjamín 1972).

11    Eduardo Sabrovsky en cap. X "Psicoanálisis: el porvenir de una ilusión". De lo Extraordinario. Nominalismo y Modernidad. Además de hacer un seguimiento de la cuestión del nominalismo y de los intentos (extraordinarios) por trascenderlo, se desarrolla allí tal dialéctica de la ilustración, precisamente en relación con el pensamiento de Freud y Benjamín.

12   Este poder habría de ser sustituido por el Estado Moderno y sus intelectuales orgánicos, los intelectuales ilustrados. Pero esa es otra historia.

13   Para una excelente síntesis del pensamiento de Hans Blumenberg, ver: Wetz, Franz Joseph. Hans Blumenberg: la Modernidad y sus metáforas. Valencia: Edicions Alfons el Magnánim, Col. Novatores, 1996. Las ideas que he expuesto en este párrafo, en la medida en que su fuente es Blumenberg, se encuentran fundamentalmente en: Die Legitimitat der Neuzeit. Frankfurt: Suhrkamp, 1987.

14   Por este camino, es posible pensar que todo este pensamiento (el de la Seinsgeschichte) no sería sino una extensa nota al pie ala Dialéctica de la Ilustración (Horkheimer y Adorno): es decir, que, desde la cúspide intelectiva de la Modernidad, y después de haber agotado su proceso (su dialéctica), la razón, que había ejercitado sus poderes contra el mito (contra "la eternidad de lo que es de hecho"), no ha hecho sino luchar contra sí misma: contra su imagen en el espejo, su sombra; "el iluminismo es la angustia mítica vuelta radical". Para una interpretación de la Dialéctica de la Ilustración en esta línea, ver: Sabrovsky, Eduardo, 2005.259-271.

 

BIBLIOGRAFÍA

Benjamín, Walter. "Sobre el concepto de Historia". La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Trad. Pablo Oyarzún. Santiago de Chile: Arcis-Lom, Tesis XIV.

_________Iluminaciones II. Poesía y capitalismo. Madrid: Taurus, 1972. Borges, Jorge Luis. Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1996.

Pérez Villalobos, Carlos. Borges, agonismo y epigonía. Santiago de Chile: Palinodia, 2007. 

Sabrovsky, Eduardo. De lo Extraordinario. Nominalismo y Modernidad Santiago de Chile: UDP-Cuarto Propio, 2001.

_________"Modernidad: el mito grado cero". La Teoría Crítica y las tareas actuales de la crítica. Gustavo Leyva. Barcelona: Anthropos, 2005.

Wetz, Franz Joseph. Hans Blumenberg: la Modernidad y sus metáforas. Valencia: Edicions Alfons el Magnánim, Col. Novatores, 1996.

Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones Filosóficas. Trad. Alfonso García Suárez e Isidro Moulines. Barcelona: Ed. Crítica/Instituto de Investigaciones Filosóficas UNAM, § 654, 1988.