¿POR QUÉ DEBERÍAN TRANSFORMARSE LAS HUMANIDADES?[1]

 

 

Hans Ulrich Gumbrecht

Departamento de Literatura Comparada

Universidad de Stanford

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El mundo académico alemán, entendido como un sistema universitario en el sentido serio de la palabra es, sin duda alguna, de los mejores del mundo. De entre los cientos de instituciones de educación superior existentes en Alemania, cada una financiada, diseñada y transformada casi exclusivamente por los 16 estados federales (la Constitución alemana de 1949 prohíbe casi toda forma de intervención procedente del gobierno federal en esta esfera), casi no hay ninguna –si es que la hay– que no tenga una oferta educativa sólida. Con “sólida” me refiero tanto a la calidad intelectual ofrecida, como lo que representa en términos de formación pre-profesional. El asunto es que si bien es posible que alguna de estas instituciones sean muy buenas conforme a los estándares internacionales, existe el temor (y probablemente muy justificado) de que ninguna de ellas tenga el grado de excelencia necesario para soportar una comparación con universidades tales como Oxford, Cambridge o la ETH (por sus siglas en alemán, Eidgenössische Technologische Hochschule[2]) en Zürich, dentro del contexto europeo, o con alguna de las mejores de Estados Unidos. De la década de los noventa a la fecha, esta institución ha originado en Alemania un verdadero trauma nacional que, además, parece ser mucho más dramático que en ocasiones anteriores. Desde luego, las reacciones y las respuestas exageradas no se han dejado esperar. La exageración más grotesca subyace a un nuevo discurso que casi parece dominar ahora la esfera pública alemana. Según éste, toda decepción, todo fracaso en el ámbito nacional sería responsabilidad de las universidades; huelga decir que dicho discurso no hace, de ninguna manera justicia al trabajo de docencia e investigación realizado por las universidades. Pero queda la interrogante de por qué suscitó una reacción tan inesperadamente fuerte.

Una explicación –sin duda la más inofensiva– tiene que ver con la memoria histórica. Hubo un momento en la historia, más notable alrededor de 1900, cuando las universidades alemanas tenían liderazgo mundial absoluto, no solo en la mayoría de los campos académicos, sino también en lo relativo a su estructura institucional y su identidad. La lista de los primeros ganadores de los premios Nobel resulta contundente en ese sentido, al igual que la de las numerosas instituciones académicas fundadas en aquel entonces que pretendían imitar el modelo alemán (la Universidad de Stanford, de donde soy catedrático, fue una de ellas). La segunda y políticamente más relevante explicación se deriva del hecho de que la economía alemana depende en buena medida de la exportación de productos de alta tecnología, por lo que necesita un flujo constante de nuevas ideas y resultados de investigación capaces de estimular la creación de nuevas mercancías.

En el ámbito institucional, la reacción más poderosa contra dicha percepción de crisis –sea ésta potencial o real– ha sido una competencia entre cientos de universidades estatales con el propósito de incrementar de forma sustanciosa los presupuestos estatales, competencia que fue organizada, a modo de excepción, por el gobierno en Berlín. Oficialmente dicha competencia se llamó Exzellenz-Initiative (Iniciativa para la Excelencia). Si bien desde el comienzo una impresionante nube de tautología oscurecía dicha iniciativa, el verdadero y tal vez irreversible daño provocado por ella se manifestó al publicarse los resultados. Como la diferencia financiera que se obtendría al ganar en la competencia resultó insignificante para cualquier universidad grande de hoy (unas docenas de millones de euros anuales), la iniciativa no logró mejorar –y es muy claro y notorio– la calidad de aquellas universidades a las que sí se había otorgado el estatus de excelencia. Por otra parte, la Iniciativa para la Excelencia impuso al sistema universitario alemán una jerarquía que colocó en peligro su fortaleza más característica y más importante, a saber, la igualdad en cuanto nivel académico de casi todas las instituciones académicas del país.

Lo anterior representa la percepción que hoy en día prevalece, al menos entre las universidades alemanas no premiadas por la iniciativa impulsada por el Estado Federal. La Universidad de Osnabrück, donde estoy pronunciando la conferencia cuya transcripción se reproduce, es una de aquellas instituciones cuyo prestigio ha sufrido un efecto negativo debido a la competencia organizada por Berlín. Situada al norte de Alemania en una ciudad de entre 100.000 y 200.000 habitantes y con una población de poco más de 10.000 estudiantes, durante mucho tiempo esa universidad gozó de amplio reconocimiento por sus estupendos programas en algunos campos académicos, entre ellos la biología y la literatura. Hoy día, esta bien merecida reputación corre el peligro de arruinarse como consecuencia de la nueva jerarquía entre las universidades alemanas. Si la Universidad de Osnabrück no forma parte del grupo de las nueve mejores instituciones académicas seleccionadas por vía oficial, ¿será capaz de seguir atrayendo a los mejores estudiantes, aun en los campos en los que sigue siendo excelente, tales como la biología y la literatura?

Mi argumento a favor de una concepción específica o, incluso, un programa en particular para las humanidades y las artes hoy, presupone y pretende impugnar la situación tal como la muestran las circunstancias específicas que prevalecen en Osnabrück en 2010.

En primer lugar, creo que en el contexto alemán, pero también fuera de él, la importancia de grandes financiamientos para las humanidades ha sido exagerada enormemente, debido a la existencia de una falsa analogía entre éstas y las ciencias naturales. Es perfectamente posible, por ejemplo, organizar un seminario estupendo sobre casi cualquier tema sin contar con ese financiamiento. En segundo lugar, intentaré elucidar y señalar las características de mi idea respecto a lo que las humanidades deberían volver a hacer cuanto antes, a saber, volver al concepto y a la práctica del “pensamiento riesgoso”, es decir, el modo de pensar que solo puede practicarse dentro de la seguridad de las paredes protectores de la torre de marfil, pues implica correr determinados riesgos. Este “pensamiento riesgoso” me ha hecho pensar en considerar una nueva actitud con miras a nuestra profesión, pero hablaré de ella al final del ensayo: está basada en la determinación filosófica de permitir que las cosas sucedan y que los fenómenos se manifiesten, más que intentar revelarlos; se trata, asimismo, de dejar que la contemplación ocurra, en lugar de conducir una investigación.

 

¿POR QUÉ DEBERÍAN TRANSFORMARSE LAS HUMANIDADES?

 

Quisiera expresar de todo corazón mi agradecimiento por la invitación que recibí para venir a Osnabrück. Existe la costumbre de que al comienzo de una conferencia el ponente pronuncie casi por completo algunas palabras amables sobre la sede donde se realiza, por ese motivo resultará difícil conseguir que transmita autenticidad, aunque espero que algunos de ustedes crean en la sinceridad de mis palabras. Si llevo bien la cuenta, hoy es la cuarta vez que vengo a Osnabrück por razones académicas, y las tres veces anteriores me sentí realmente muy entusiasmado por la intensidad intelectual que sentí. Y no me refiero a que hayan creído o aceptado todo lo que dije, sino que sus reacciones a lo que planteaba me parecieron siempre muy acertadas. Recuerdo un ciclo de conferencias sobre las concepciones de la temprana edad moderna organizada por el señor Garber, quien tuvo la idea de que hablara sobre esa época a partir de la ideas de Foucault. Ello ha sido determinante para la forma en que hasta la fecha enfoco el pensamiento de Foucault. Algo parecido ocurrió cuando participé en un coloquio sobre filología europea, coordinado por el señor König durante algunos años; en dicho coloquio se originaron debates muy agudos, de los cuales aprendí muchísimo. Solo puedo esperar, entonces, que mi estancia en Osnabrück me resulte nuevamente muy productiva.

En las “conversaciones” que mantuve vía correo electrónico con Wolfgang Asholt –si es que puede emplearse este oxímoron– me dio la impresión de que la interrogante acerca de cómo todas esas reformas han afectado a la universidad alemana, y en especial a las humanidades (Geisteswissenschaften)[3], podría ser una premisa interesante para nuestros debates. Pero permítanme añadir dos cosas: por una parte creo que es importante –el título de mi conferencia no lo anuncia de manera explícita– tratar el tema a conciencia y con precisión histórica. Por otra, cabe señalar que hablo desde una perspectiva estadounidense. No lo hago con la intención de sugerir que “Estados Unidos, tú sabes todo mejor que nosotros”, sino porque desde hace 22 años estoy trabajando en una universidad estadounidense en condiciones estadounidenses y, desde luego, esto ha marcado en gran medida mi punto de vista. Por último, durante la preparación de esta conferencia me sorprendió lo mucho que el tema me conmueve, mucho más de lo que esperaba. Tal vez sea esta la razón por la cual su invitación se me presentó como una oportunidad para reunir y sintetizar muchas reflexiones aisladas que me había hecho sobre problemas particulares en la situación de la universidad en general y de las humanidades en particular, de modo que lo que presentaré a continuación podría llevar, para mi fuero interno, el título de “Mi manifiesto sobre la situación de las humanidades, sobre todo, pero no exclusivamente, en Alemania”. Y he optado por el término “manifiesto”, porque este género suele ser más proclive a los juicios enérgicos que a las diferenciaciones cuidadosas, Ahora bien, después de esta larga introducción con mis reflexiones personales, comencemos, finalmente, con la descripción de la situación en cuestión.

Empecé mis estudios en la Universidad Ludwig-Maximilian en Munich, en el semestre de invierno de 1967-1968; desde entonces, las universidades alemanas, y en especial en el área de las humanidades, han sido objeto de un proceso permanente, más no continuo, de reformas, es decir, desde hace al menos 43 años. Nunca he trabajado en una universidad alemana y desde 1989 no he vuelto a Alemania una sola vez sin que hubiera en algún lado un proceso de reformas, y específicamente de reformas de las humanidades. Esta situación ha dado pie al chiste un tanto soso de que el sueño trotskista de la revolución permanente ha encontrado su única realización en el proceso de la reforma universitaria alemana. ¿Cuáles fueron entonces las razones oficiales, las que se anunciaron públicamente?, ¿qué se puso sobre la mesa que justificó tales reformas y qué las mantuvo en marcha? Por un lado, se trató de un papel político nuevo que les ha tocado a las universidades alemanas desde los años cincuenta o aun antes, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Desconozco si todos saben que durante el Tercer Reich, el número de estudiantes universitarios se redujo de manera sensible; al finalizar la guerra, una tendencia opuesta se puso en marcha en términos financieros en cuanto esto fuera pensable y factible. Un sueño socialdemócrata subyace a esto, y me estoy refiriendo al sentido ideológico y positivo, y no al sentido partidista de la palabra “socialdemócrata”. En parte el sueño socialdemócrata consistía en brindarles a todos los jóvenes que tenían tales aspiraciones la oportunidad de sumarse a la educación superior. Esta idea utópica tuvo un efecto normativo. En segundo lugar, hasta la fecha (y ya lleva mucho tiempo) existe el recuerdo nostálgico –que se ha vuelto normativo– del momento de auge de la tradición universitaria alemana, alrededor de 1900, cuando sin duda alguna la ciencia alemana se consideraba líder de todos los campos académicos. Cuando en 1891 el empresario ferrocarrilero Lelan Stanford fundó la Stanford University –mi universidad–, nombró primer rector al ictiólogo David Star Jordan, oriundo del estado de Indiana. No fue casualidad que el lema que Jordan le puso a la nueva universidad estuviese en alemán. En Alemania, tal vez de manera inconsciente, se abrigó siempre la ilusión de volver a aquella situación de auge y de liderazgo académico. Esto ocurrió, sin duda, en algunas refundaciones en los años sesenta y setenta. Hice mi doctorado en una universidad a la que a mí me gustaba llamar el “Pequeño Harvard en el Lago Boden”. El intento de retornar a las épocas de gloria subyace también en la Iniciativa para la Excelencia mencionada al principio. Debían otorgarse más premios Nobel a Alemania, al igual que sucedió a principios del siglo XX. En tercer lugar, desde luego –y en esto ustedes tendrán mucho más experiencia que yo–, existe la palabra clave “Boloña”, que pretende la inserción programática en un sistema europeo del paisaje de la educación superior alemana; con la apertura de dicho paisaje –lo que sí sería, en realidad, una idea utópica– se construiría un nuevo mundo europeo de educación superior. Deliberadamente lo describo en un tenor optimista, porque detrás de la palabra “Boloña” hay una utopía del todo positiva, por más amargas y mediocres que parezcan ser, a menudo, las consecuencias. De cualquier forma, cabe decir que en ningún momento del medio siglo que hemos dejado atrás, ni una de estas razones ha motivado un movimiento de reforma. Ésta es la razón por la que hace un momento dije que se trata de una reforma permanente, más no continua.

La interrogante que me planteé mientras preparaba esta conferencia, y que quiero compartir con ustedes, señoras y señores, para que la podamos discutir, es si las humanidades acaso han sobrevivido a la dinámica de dicha reforma permanente al menos hasta hoy. Si se llega a la conclusión de que sí han sobrevivido, ¿cómo lo seguirán haciendo de ahora en adelante? Me refiero a las humanidades (Geisteswissenschaften), tal como surgieron en la tradición alemana en cuanto conjunto de disciplinas de las que no se conoce un equivalente en otros sistemas académicos. Quizás pueda decirse que las humanidades (Geisteswissenschaften), teniendo en cuenta su inherente distancia de los problemas cotidianos, políticos y prácticos, se encuentran en una situación más precaria que las Humanities and Arts (humanidades y artes) o las Sciences Humaines (ciencias humanas). De ahí viene la interrogante: ¿serán capaces de sobrevivir a la reforma permanente? No es mi intención plantear la pregunta en términos apologéticos, sino con una mirada abierta a la posibilidad de que dichas ciencias, fundadas a finales del siglo XIX, hayan llegado –o lleguen dentro de poco– a su final, tal como sucede con todos los fenómenos históricos. Admitámoslo, la humanidad no perecerá por ello: es más, la mayoría de nuestros contemporáneos ni siquiera registrará la muerte de las humanidades. Si leen el periódico Süddeutsche Zeitung, encontrarán, precisamente en su edición de hoy, un ensayo muy bello de Thomas Steinfeld, quien reacciona ante la publicación de un libro de Martha C. Nussbaum, la estudiosa de las humanidades (Geisteswissenschaften) y jurista estadounidense de la Universidad de Chicago; sostiene que no debemos actuar siempre como si un cambio o, de plano, la ruina de las humanidades significara también el ocaso del mundo. Estoy de acuerdo con él, porque estoy convencido de que los argumentos globales en defensa de tales ciencias no las fortalecerán. Quisiera intentar ahora desarrollar, sin apologías, una respuesta en nueve puntos, a la interrogante de si las humanidades podrán sobrevivir a las reformas de las que han sido sujeto.

Los tres primeros puntos de mi presentación tendrán un carácter histórico; a continuación profundizaré en los antecedentes de las humanidades en las universidades alemanas. Éstos nos llevarán hasta 1900, aproximadamente, y los dos nombres sobresalientes serán, desde luego, los de Jakob y Wilhelm Grimm. Ellos no se concibieron como estudiosos de las humanidades, pero sus contribuciones fueron imprescindibles para la creación de las condiciones históricas que permitieron su nacimiento, ante todo por sus prácticas de investigación, como se diría hoy día. El otro nombre ineludible es, por supuesto, el de Wilhelm von Humboldt. En mi segunda reflexión pasaré revista específica y detallada a la fundación de la Facultad de Humanidades en la actual Universidad Humboldt de Berlín en la última década del siglo XIX. Aquí destaca el nombre de Wilhelm Dilthey, el filósofo que dotó la palabra “interpretación” de un significado nuevo. En tercer lugar, me gustaría abordar –no el periodo de 1933-1945 y explicaré por qué no– la historia de las humanidades en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en Alemania, que en mi opinión sufren de una especie de trauma de nacimiento. Luego hablaré, desde el punto cuatro y hasta el nueve, sobre el presente y el futuro. En el punto cuatro me referiré a un momento que tuvo serias consecuencias sobre el efecto externo que han tenido las humanidades; a este momento pertenecen el así llamado linguistic turn (giro lingüístico), el descontructivismo y el neo historicismo; ¿cuál ha sido su influencia en el efecto externo de las humanidades? En el quinto apartado me gustaría dedicar unas líneas a una descripción más reciente sobre la reforma, que en Alemania se caracteriza por una coincidencia particular: por un lado, surgió la Iniciativa para la Excelencia, por el otro, arrancó el proceso de Boloña. En el apartado seis hablaré sobre las formas en que podemos hacer frente a estos desafíos. A continuación me pregunto, en la séptima parte y con el fin de fundamentar mi respuesta, en qué consistiría hoy, en términos programáticos una descripción propia de la razón de ser de las humanidades. Dicho de otro modo: busco una respuesta a la interrogante acerca de qué debería ser su autocomprensión normativa. Mi respuesta se construye a partir de dos conceptos, a saber, el “pensamiento riesgoso” y la “presencia”; son conceptos en que he estado trabajando desde hace diez años. En el octavo punto me planteo la cuestión de en qué podría consistir la “oferta de productos en lo que respecta a las políticas universitarias” hecha por las humanidades. No es que me haya imaginado que alguien de ustedes, inspirado por mi presentación, fuera a viajar mañana al ministerio en Hannover para leer allí mi manifiesto, y por eso puedo tranquilamente relativizar un poco mi posición en el punto nueve. No me tomen a mal el que no haya estado a título profesional en el contexto de las universidades alemanas desde hace 22 años; los invito a que interpreten como provocación premeditada el carácter de manifiesto de algunas tesis; no me ofenderé si están en contra.

 

 

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Lo que a continuación describiré de manera introductoria, a principios del siglo XIX todavía no era conocido como humanidades. En los tiempos de la ocupación napoleónica de Alemania, al igual que durante las reformas culturales prusianas posteriores a 1815, tal como las retrató Reinhardt Kosselleck en su disertación para obtener el título de catedrático universitario, se empezó a delinear un tratamiento típicamente alemán de los textos y monumentos del pasado. Cabe señalar que es muy importante subrayar la expresión “típicamente alemán”, ya que hasta ese momento no se había presentado un fenómeno de esa índole, y en aquel entonces no existía como tal en Francia, en España o en Inglaterra. Es ese tratamiento de los textos y de los monumentos pertenecientes al pasado nacional lo que, sobre todo, pero no exclusivamente, quisiera asociar con los hermanos Grimm. Los monumentos del pasado se abrían y se leían conscientemente en un momento de debilidad nacional, pues estos fueron “leídos” como un pasado grande y alentador; con frecuencia se “leían” como un gran pasado que debería servir de espejo para mostrarlo al presente. Fue una particular situación histórica política en la que se cristalizó ese nuevo arte: el de leer los textos. Lo anterior tuvo tres consecuencias específicas que repercutieron sobre todo en Alemania en la historia de las humanidades. En primer lugar –y creo que realmente solo ocurrió en Alemania– se produjo una reflexión muy intensa en torno a la relación que existe entre el pasado propio y reciente de aquel entonces, es decir, los inicios del siglo XIX, y el gran pasado nacional, sobre todo la Edad Media. Fue una reflexión romántica que aprovechó las distintas posturas vigentes del idealismo alemán y formó parte de la base de las disciplinas nacientes, aun antes de que fueran bautizadas con el nombre de “filología”. En segundo lugar, dado que se trata del desciframiento y de la investigación de textos que se caracterizan por su antigüedad, fue indispensable el uso de las técnicas de filología. Un manuscrito medieval no es fácilmente desentrañable, pues se requieren habilidades para descifrarlo, así como conocer todos los matices de su lenguaje, lo que implica que la filología en cuanto “trabajo difícil y artesanal” desempeñará un papel determinante en esta tradición alemana desde muy temprano. Hizo que fuera factible que en tradiciones similares de otros países se la asociara con el concepto de cientificidad. Otra consecuencia fue que las ciencias de este tipo dejaran de ser un asunto de aficionados, pues más bien se habían convertido en una profesión que necesitaba de una vocación; y esto se aplica también a los hermanos Grimm. Jacobo y Guillermo Grimm iniciaron sus carreras como bibliotecarios al servicio de Jerónimo, el rey de Westfalia, en la ciudad de Kassel, y solo con el tiempo se convirtieron en profesores. El interés en los monumentos que recordaban el pasado nacional fue nuevo también, pues se debía mostrar a la propia nación un espejo contrastante, sobre todo en aquellos países europeos donde la sociedad burguesa del siglo XIX había surgido de la situación de crisis de una Ilustración política fracasada, al menos en Alemania.

En Francia y en Gran Bretaña, pero también en los colegios de la costa del este de Estados Unidos, el punto de partida para lo que más adelante se convertiría en las humanidades fue muy distinto: allí no surgió la reflexión histórico teórica y se creía en la posibilidad del acceso directo a los textos del pasado; por ende, no se hizo casi ningún trabajo de índole filológica, al menos no en el caso de los textos nacionales. En Francia, Inglaterra y Estados Unidos la enseñanza de la literatura no fue asunto de especialistas. La única conferencia con tema literario que se dictó en la Universidad de Harvard en el siglo XIX estuvo a cargo del presidente de la universidad, quien le dio más bien un giro moralista. No había especialistas para la enseñanza de la literatura, y, ante todo, no existió un enfoque nacional para su tratamiento. Matthew Arnold, quien desempeñó en la tradición inglesa un papel de fundador análogo al de los hermanos Grimm, era pedagogo y solo a avanzada edad se hizo profesor en Oxford. De acuerdo con lo anterior, formuló el siguiente programa para la reflexión literaria: fomentar “el interés en lo mejor que la humanidad pueda ofrecer, y eso son los textos maravillosos de todas las naciones y de todos los tiempos”. Sin embargo, esos textos se leían sin mayor diferenciación histórica, es decir, Sófocles al lado de Goethe, y no hacía falta averiguar las claves de acceso de tales testimonios del pasado. No había una reflexión histórico teórica, no había profesionalismo ni enfoque nacional.

En el largo plazo, la tradición alemana como tal recibió una influencia decisiva y estuvo marcada por la reforma universitaria que promovió Humboldt, cuyo programa puede reconstruirse a partir del texto redactado exclusivamente para su uso personal, en el contexto de la fundación de una universidad en Berlín en 1810, que derivó en la actual Universidad Humboldt. Quisiera destacar cuatro elementos de la visión plasmada en dicho escrito. Humboldt habló, en primer lugar, una y otra vez, del “laboratorio” y del “seminario”, sin que hiciera una distinción entre las ciencias naturales y las humanidades, si bien ya existían como dos grupos disciplinarios diferentes. En segundo lugar, y creo que esto es más importante y central, Humboldt establece de una manera muy aguda la diferencia que existe entre el Gymnasium y la universidad, al sostener que el Gymnasium debiera ser solo una institución para la transmisión de conocimientos, mientras que esto, la meta transmisión de conocimientos, sería algo claramente ilegítimo en una universidad. Ésta debería estar estructurada de tal forma que solo se dedicara a la producción de nuevos conocimientos. Llegamos al tercer punto, que es el que realmente me preocupa: ¿cuáles deberían ser las estructuras que permitieran a la universidad ser el lugar de producción de nuevos conocimientos? Humboldt responde esta interrogante diciendo que, en situaciones de pequeños grupos, en forma de laboratorios y de seminarios, los distintos matices de los diferentes intereses de las generaciones se inspirarían mutuamente. El profesor no podría llevar a cabo su trabajo de investigación si no contara con la presencia de la generación nueva y viceversa. Y no hay que echar estas palabras en saco roto, pues, en mi opinión, deberíamos entenderlas y asumirlas hoy en día con la misma reivindicación normativa. Uno como joven no debe asumir el papel del especialista, y los mayores no deberían hacerse pasar por jóvenes. Al contrario, la diferencia, los distintos matices de los diferentes intereses que existen en cada una de las generaciones constituye, el fundamento de la posibilidad de generar nuevos conocimientos. Por último, y esto debería alegrar a los estudiosos de las humanidades en las universidades alemanas, Guillermo von Humboldt comprueba que el Estado tiene el compromiso de alimentar a las universidades, es decir, de financiarlas, aunque nunca deba, por buenas razones, caer en la tentación de gobernarlas desde dentro. ¿Por qué no? Porque entonces dejarían de producir nuevos conocimientos y harían siempre lo que ya se esperaba de ellas. A partir del momento en que el Estado tiene expectativas o impone sus ideas, se vuelve imposible que haya innovación en el sentido verdadero de la palabra, pues sucede como con las propuestas de investigación para la DFG[4] , en las que debe señalarse desde el momento de entregar la solicitud cuáles serán los resultados al final, porque si no el solicitante pierde toda posibilidad de financiamiento. Veamos ahora el surgimiento de las posteriores humanidades en la tradición académica alemana alrededor de 1900.

 

 

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Los seminarios sobre literatura terminaron siendo una de las instituciones más exitosas de la sociedad burguesa del siglo XIX en Alemania. Wolfgang Iser, uno de los grandes especialistas de la literatura del siglo XX en Alemania y en el ámbito internacional, alguna vez dijo que “en Alemania, la enseñanza de la literatura y la lectura de ésta se han vuelto una religión civil”. Y los sacerdotes de esta religión civil fueron aquellas personas formadas en las universidades en sus seminarios de literatura, es decir –y se trata de dos palabras que sobre todo en Francia han suscitado envidia y admiración–, hablo del profesor universitario asociado alemán, o sea, el profesor joven, y del catedrático experimentado. De esta manera, las humanidades cumplieron una función constructiva en la sociedad desde antes de convertirse en una institución. Con todo, pronto las humanidades se retrasaron (supuestamente) como resultado de la presión suscitada por la competencia con las triunfantes ciencias naturales, y creo que probablemente tal competencia con las exitosas ciencias naturales, convertibles en tecnología, constituyó una de las causas principales para la diferenciación programática de las humanidades. Fue la Universidad de Berlín la que buscó separar las humanidades de las ciencias naturales, y el filósofo Wilhelm Dilthey fue quien les legó el programa para llevarlo a cabo. Hay tres elementos importantes en dicho programa: en primer lugar, el criterio de la pertenencia radica en que su “órganon”, es decir, su acto central, debe ser el acto de la interpretación, el acto de desciframiento del sentido y el de la atribución del sentido. El trabajo empírico, que solo se ha presentado en algunos casos que lo incluían por vocación (por ejemplo en la psicología), no debía hacerse expresamente en las humanidades. Pero ¿qué quiere decir con exactitud la palabra “interpretación”? Para Dilthey, significaba tratar de leer las grandes obras, tales como, por ejemplo, las Elegías romanas de Goethe, en clave de la experiencia original subyacente, de modo que algo excéntrico, algo que se encontraba muy fuera del contexto de vida, se convertiría a menudo en el objetivo de la interpretación. Para ilustrar lo anterior, un ejemplo: las Elegías romanas en lugar de transportarnos a una experiencia original en Italia, nos conducen a la casa del jardín de Goethe en Weimar y a las experiencias eróticas que él asociaba con ésta.

No obstante, las humanidades aparecieron en escena con un trauma de nacimiento. En su proceso de estructuración era preciso hacer frente a la presión de la competencia ejercida por las ciencias naturales; esta circunstancia ocasionó desde el primer momento una sensación de pérdida del contacto con la realidad o con el mundo; el primero en notarlo fue Georg Lukács, todavía muy joven y mucho antes de hacerse marxista. Por un lado, entonces, desde el principio las humanidades se orientaron en términos programáticos a la interpretación, mientras que, por el otro, sintieron la presión (y se dejaron afectar por ello) de tener que comprobar que no habían perdido el contacto con el mundo.

 

 

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No quiero hablar ahora sobre los pecados y escándalos que ocurrieron en el periodo que va de 1933 a 1945 en Alemania en el ambiente de las humanidades, no solo porque ustedes sabrán la mayor parte casi de memoria y con detalle, sino porque creo también que, en la última instancia, esos años han tenido un efecto positivo en el sentido de que fueron una premisa para la autocorrección. Preferiría suponer que fue el trauma de nacimiento consistente en la pérdida de contacto con la realidad –y esto se menciona muy rara vez– lo que afectó de manera decisiva a las humanidades en la segunda mitad del siglo XX, pues la enorme producción de nuevas posiciones, nuevas ideas y nuevos programas que surgieron durante la segunda mitad de ese siglo puede interpretarse como una oscilación entre un alejamiento de la realidad y un acercamiento a ésta. Supongamos que el paradigma dominante, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, fue –no solo en los estudios literarios– lo que en Alemania se llamaba la “interpretación inmanente”, es decir, una concentración exclusiva en el texto filosófico o literario. El New Criticism (nueva crítica) angloamericano y la francesa explication de texte (explicación del texto) le sirvieron de modelo. Ambos estaban realmente alejados del mundo práctico, y el primer impulso del péndulo en dirección opuesta no se hizo esperar, a finales de los años cincuenta, con base en nuevos métodos y teorías, entre los que destacan el estructuralismo (la Antropología estructural de Levi-Strauss fue publicada en 1959 por primera vez en alemán, por la editorial Suhrkamp), la lingüistización y el embelesamiento por el formalismo ruso; pero asimismo figura un entusiasmo por las aspiraciones científicas del marxismo, que estaba vinculado con una pretensión de realismo, así como, mucho interés, al menos en sus inicios, por determinadas iniciativas empíricas de la investigación de la recepción, si bien después ya no tuvieron seguimiento. Lo anterior representa el primer movimiento pendular que se dio en las humanidades después de 1950. A mi parecer, el siguiente, que otra vez se distanció de la realidad, se perfiló a finales de los años sesenta, aunque sobre todo en las décadas de los setenta y ochenta, cuando el giro lingüístico se convirtió en la idea filosófica central. En otras palabras, se partió del supuesto de que no sería posible hacer contacto con la realidad más allá del lenguaje. En eso consistieron el giro lingüístico, el constructivismo, de cierta forma también la deconstrucción y el neohistoricismo de Hayden White, mi colega en Stanford (muchas historias podrán escribirse sobre el 14 de julio de 1789, pero nunca se escribirá la historia verdadera ni se conocerá con certeza la realidad). Más tarde, en los años ochenta, el péndulo volvió a moverse en dirección opuesta para manifestar por medio de los estudios culturales, importados mayormente de Inglaterra, una proclividad muy marcada hacia el empirismo (más que en Alemania), gracias al trabajo de Raymond Williams y Terry Eagleton, que contrastaba un poco con las identity politics (políticas de identidad) que representaban siempre un programa político. Desde ese momento, las humanidades han entrado en una fase de estancamiento; la interrogante constante de cuál es la teoría más nueva en realidad no ha conseguido encender un nuevo fuego o inspirar un nuevo paradigma.

  

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Sospecho que en la opinión pública se sintió un efecto sumamente persistente y negativo, en el caso de las humanidades, a propósito de la tercera de las cuatro fases que he mencionado. Esto ha sido subestimado con mucha frecuencia y no solo en Alemania. El efecto de dicha fase, que es la del neohistoricismo, la deconstrucción y el giro lingüístico (no quisiera atribuir toda la responsabilidad a uno solo), consiste en que se pensaba que su función esencial era demostrar la imposibilidad de conocer la realidad y que la mera pretensión de hablar sobre la realidad, por ejemplo, la realidad política, no sería sino un rasgo de ingenuidad intelectual indigna de un estudioso de las humanidades. Si bien lo anterior no fue ningún tabú dentro de la filosofía, fuera del mundo de los filósofos tuvo un efecto fatal, que se sintió aun con mayor fuerza en Estados Unidos que en Alemania. El renombrado filósofo Allen Bloom, de la Universidad de Chicago, habló de “nihilismo”. Si uno como estudioso de las humanidades sostiene que la ultima ratio es saber que la realidad es inalcanzable, él considera esto como una afirmación nihilista; no en el sentido del nihilismo de Nietzsche, sino en el de un ataque a los valores del propio trabajo. Algunos de ustedes recordarán el caso del “engaño de Sokal”, en el que un muy experimentado estudioso de las ciencias naturales publicó en una revista para las humanidades un artículo que consistió en una parodia sobre como los estudiosos de las humanidades habían pretendido demostrar que las ciencias naturales tampoco lograban alcanzar y conocer la realidad. En el siguiente número de la revista, Sokal se quitó la máscara. En Estados Unidos y en el ambiente internacional este incidente causó una fuerte impresión, cuyo efecto dañino para las humanidades ha repercutido hasta la fecha, tanto más porque no podía achacársele nada parecido a las ciencias naturales.

 

 

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La ola de reformas más recientes, aún vigentes hasta el día de hoy, es la que abarca a la vez el proceso de “Boloña” y las “Iniciativas para la Excelencia”. En Alemania rara vez se menciona que su antigüedad encierra una paradoja, puesto que, por un lado, “Boloña” iba a ser el camino hacia la apertura absoluta de la universidad, aquello que la convertiría en una institución pura para la transmisión del conocimiento, y porque, por el otro, al mismo tiempo –y claro que se trata de dos perspectivas distintas–, se apuesta a la educación elitista, que implica la aspiración nostálgica de que se vuelva a vivir aquel momento de grandeza de la ciencia alemana. La Iniciativa para la Excelencia ha invocado en su país a todo un conjunto de reformas institucionales. A continuación mencionaré algunas, ya que los jóvenes entre ustedes tal vez no estén conscientes de que tales formas son nuevas en las humanidades. Hay Centros de Excelencia en Munich, Friburgo y Gotinga, y toda universidad de excelencia ha adquirido bienes inmuebles caros sin saber muy bien para qué fines usarlos. Cada Universidad de excelencia posee su Centro de Excelencia; en todas partes existen los colegios de graduados, y la institución que agrupa la collaborative research (investigación cooperativa), lo hace sobre todo mediante los Sonderforschungsbereiche (SFB)[5]. Por último, existe el estímulo permanente (sin olvidar los aumentos de sueldo que conlleva) para la recaudación de fondos externos. Si no me equivoco, esta situación produce dos consecuencias estructurales para las humanidades. La primera es que, en mi opinión, la configuración de la estructura para fomentar las humanidades nunca ha estado más cerca de las ciencias naturales que ahora. Por mucho tiempo, los SFB eran exclusivamente un instrumento para fomentar el estudio de las ciencias naturales. Casualmente pertenecí al primer SFB para las humanidades (SFB 119 sobre “Conocimiento y sociedad en el siglo XIX”), porque dictaba clases en Bochum, y allí se importó de las ciencias naturales una ideología y una autoimposición para lograr una interconexión (un intercambio) y la interdisciplinariedad. Pasamos una cantidad de horas infinitas discutiendo dicha interconexión; en toda ocasión teníamos que justificar la seriedad de nuestra interconexión, y ahora me pregunto si eso fue una forma de trabajo adecuada para las humanidades.

En segundo lugar, quisiera señalar que, con la intención de provocar (esto podría verificarse empíricamente si alguien se tomara la molestia de hacerlo), nunca en ningún país se ha invertido tanto dinero en las humanidades como en las universidades alemanas, al menos en las de excelencia, pero tal vez no haya sido siempre una ventaja para las humanidades. La queja de que se descuidaran las humanidades en las universidades, en general, y en las de excelencia, en particular en su estado federal, es en todo caso ridícula. Si propusiera al rector de mi universidad, que es una universidad muy rica, la creación de un SFB en humanidades, me remitiría de inmediato al departamento de emergencias psicológicas. Él no podría aceptar, de ninguna manera, la posibilidad de hacer investigación interdisciplinaria en las humanidades por tanto dinero y sin tener la obligación de dar clases.

 

 

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Una posible respuesta estructural a la doble ola de reformas “Excelencia/Boloña”, podría tener las características siguientes: si se trata de restablecer la cultura de presencia que Humboldt tenía en mente –cultura de presencia no era la palabra que usaba Humboldt, claro está–, si se cree que el encuentro de los distintos entusiasmos de las distintas generaciones alrededor de una mesa o en un laboratorio sea un requisito indispensable para la innovación, es ineludible que aquello que pretende llevar a cabo “Boloña” –a saber: la transmisión intensiva del conocimiento– debe separarse de la pretensión elitista en lo que al aspecto institucional se refiere. Tal vez no sea necesario hacer dicha separación en términos personales, pero sí en los institucionales. No lo digo con cinismo, pero creo que si Boloña pretende instrumentarse como la estructura para la transmisión del conocimiento, deberá confiar más en la universidad a distancia y en el aprendizaje por medios electrónicos, y tendrán que destinarse para otras cosas los recursos que ahora emplea en el aprendizaje presencial. Sin duda la capacidad de aprender mucho en poco tiempo y la optimización del efecto de la transmisión del conocimiento tienen mucho que ver con los medios electrónicos y con el aprendizaje a distancia. Con todo, aún no ha quedado claro cuál es la función de los otros componentes de las humanidades, y me refiero aquí a los Sonderforschungsbereiche y a la investigación en sí en las humanidades, tal como se realiza en los colegios de graduados y en otras instancias de formación elitista. Espero responder a esta cuestión en el punto siete.

 

 

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¿En qué podría radicar la función social específica de las humanidades? Al respecto suscribo la crítica expresada por Thomas Steinfeld: no basta con decir sencillamente que sería el fin del mundo si desaparecieran. ¿Cuál, entonces, visto desde una perspectiva positiva y no solo apocalíptica y apologética, puede ser su aporte?, ¿cuáles premisas podrían responder a esta interrogante? Sugiero los cuatro puntos siguientes: una vez más –y ahora por última vez– la insistencia de Humboldt en la producción del conocimiento innovador. Debe tratarse de nuevas ideas, de nuevos razonamientos, de algo que no se haya pensado de esa manera antes. En segundo lugar: la insistencia de Humboldt en la situación del seminario, en las distintas generaciones y en las distintas tonalidades de las distintas formas de entusiasmo. En tercer lugar (y éste es un punto que hoy en día se le critica mucho a Dilthey), valoro la idea de las interpretaciones, a fin de cuentas, no solo debe conducir a lo plausible, sino que también habría de sacarlas de la dimensión del presente y probarlas en situaciones excéntricas.

Probablemente, Dilthey no lo habría formulado de esta manera, pero encuentro fascinante su intención de fondo. Por último, en un pasado reciente, Niklas Luhmann aportó la idea de que la ciencia en calidad de sistema, a diferencia de todos los demás sistemas sociales, no debería reducir la complejidad –y esto significa que tampoco deba resolver a toda costa los problemas– sino que debería producir e incrementar la complejidad y hacer el mundo un sitio más complejo. En 1987, Niklas Luhmann dictó una conferencia en ocasión de la inauguración del primer colegio de graduados, que recuerdo muy bien, y en presencia del Secretario de Educación en el ámbito federal, el señor Möllemann, dijo lo siguiente: “Señoras y señores, si tienen algún problema, no lo resuelvan de inmediato, mimen el problemas, háganlo crecer”, solo entonces las humanidades valdrán la pena.

¿Por qué puede ser importante hacer que el mundo sea más complejo? Porque solo así –y esto fue el argumento de Humboldt al igual que el de Luhmann y me parece contundente– se crea un potencial para posibles cambios. No solo la programática del cambio en sí, sino que la enajenación positiva como su posibilidad es lo que se sitúa en primer plano, de lo que se trata es de mantener flexible a la sociedad. Como dicen en inglés, se trata de tener a cushion por change (un colchón para el cambio); eso podría ser el aporte positivo de las humanidades. Y lo digo en el sentido del pensamiento contraintuitivo. A esta práctica del pensamiento de las humanidades que busca incrementar la complejidad y que ha existido siempre, la he bautizado como el “pensamiento riesgoso”, porque creo que esta forma de pensar, el pensar contraintuitivamente, no es permisible en el contexto de la práctica cotidiana. Permítanme ilustrar lo anterior con dos ejemplos: el primero proviene de la medicina. Todos ustedes quieren, todos queremos, que la medicina y la investigación médica avancen y que sigan progresando y, en realidad, se han hecho avances increíbles en décadas pasadas, baste pensar en el aumento de la expectativa de vida. Sin embargo, si uno de ustedes ingresara mañana en un hospital en Osnabrück con una apendicitis y el cirujano lo felicitara y le comentara que sería el primer paciente con quién intentaría buscar una nueva manera de acceder al apéndice, creo que le daría mucho gusto saberlo –pero aun así pensarían que debería haber un lugar donde sí pueda llevarse a cabo tales experimentos. Daré otro ejemplo, éste relacionado con el ambiente de las humanidades, y que ya he citado en muchas ocasiones porque me parece interesante. La primera vez que Derrida fue profesor visitante en Alemania, en el año 1988, ocurrió, una vez más y como en la mayoría de los años, una crisis en torno a Heidegger: se descubrió nuevamente que el famoso filósofo había sido nacionalsocialista. Derrida habló sobre Heidegger, como lo hacía siempre, y subrayó que había sido el filósofo más grande del siglo XX. A mitad de la conferencia, un estudiante de la ciudad de Siegen, muy tímido y educado, lo interrumpió y preguntó: “señor Derrida, ¿no está usted enterado de que Heidegger estuvo involucrado con el nazismo?”. Y Derrida respondió: “Mon chèr jeune ami, lo sé muy bien, pero la interrogante interesante y relevante aquí es si Heidegger hubiera podido ser el filósofo más grande del mundo si no hubiese estado cercano del nazismo”. Por mi parte, espero de todo corazón, que la respuesta fuese que “sí”, que Heidegger hubiera podido ser un filósofo aun mejor sin su cercanía con el nazismo. Sobre ello, mi muy distinguido pero fallecido colega Richard Rorty, en Stanford, inventó una ficción maravillosa: Heidegger se casó con Hannah Arendt y después tuvieron que emigrar, y se convirtió (por supuesto en Estados Unidos) en un filósofo aún mucho mejor. De cualquier modo, ésta es una cuestión que no debe discutirse en las universidades populares ni en el Gymnasium, solo quiero decir que es indispensable que haya un lugar en la sociedad donde pueda discutirse esta cuestión, esta cuestión delicada. Y ese lugar, en mi opinión, debería ser la universidad, y en particular, en el área de las humanidades.

Desde luego, visto desde la perspectiva institucional, este pensamiento riesgoso no puede tener lugar en eventos multitudinarios. Solo es posible en el diálogo característico de un seminario, solo puede hacerse cuando haya presencia real, donde los interlocutores puedan reaccionar directamente el uno ante el otro, aunque también pueda ocurrir en situaciones de soledad. Tengo cierto interés en la rehabilitación del concepto de la contemplación en las humanidades, que se ha convertido en (casi) un tabú. Por supuesto, no creo que las humanidades deban practicarse en la contemplación piadosa, sino que deben ser el lugar donde incluso exista tiempo para la contemplación.

 

Este ideal del pensamiento riesgoso encierra dos consecuencias institucionales. Pienso que le haría mucho bien a las humanidades pertenecer a la tradición alemana si, de acuerdo con la tradición angloamericana, donde se denomina Humanities and Arts, guardaran mayor distancia de las ciencias naturales. No tanto para criticar a las ciencias naturales, sino porque –pese a las muchas convergencias– nuestros estilos intelectuales deben ser diferentes, y, a decir verdad, deben serlo de una manera productiva. No está muy claro, por ejemplo, al menos no en el inglés norteamericano, si lo que nosotros los estudiosos de las humanidades practicamos realmente puede llamarse el modus de trabajar de los estudiosos de las humanidades, pues ha de tratarse de investigación en otro sentido, que en muchas ocasiones se asemejará más a la contemplación. En segundo lugar, cabe preguntar si realmente es necesario que haya tanta Big Science (gran ciencia) y collaborative research (investigación por medio de la colaboración mutua), tanta recaudación de fondos externos e interconexión para lograr resultados positivos en las humanidades. Jean-François Lyotard dijo alguna vez que la única posibilidad que nos queda para ser revolucionarios, y sin duda esto se aplica también a los filósofos y a los estudiosos de las humanidades, radica en tomarnos el tiempo para discutir asuntos sin tener un objetivo preestablecido. Se ganaría tiempo al estar reunidos, dialogando y haciendo al mundo más complejo.

 

 

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Quizá podría realizarse en las humanidades la propuesta siguiente en cuanto a las políticas universitarias: las humanidades renuncian en gran parte a la collaborative research y a la interconexión, pues esta última solo se origina de una manera duradera en el diálogo con otros estudiosos, pero no hace falta un programa para fomentar la interconexión. En segundo lugar, se reduce el número de los colegios de graduados y de los graduados de manera proporcional a la cantidad de catedráticos universitarios que las instituciones podrán absorber en el futuro. Si veo a este respecto, por ejemplo, el Colegio Schlegel en la Universidad Libre de Berlín –en muchos sentidos una institución grandiosa–, donde ahora deben estarse concluyendo cientos de tesis doctorales en los estudios literarios, me pregunto si esto es responsable políticamente, es decir, sociopolíticamente. Mi preocupación no concierne tanto a la calidad de la tesis, sino que la cuestión es si en ella se proponen realmente los conceptos de vida que aportan felicidad; en todo caso, si fuera catedrático en Alemania, me obligaría a reducir en el futuro el número de solicitudes para financiamiento externo, suponiendo que la evolución de mi sueldo no estuviera vinculada con dicho financiamiento. Lo anterior sería de verdad un ofrecimiento generoso y magnánimo de las humanidades.

 

 

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Como contrapartida debería asegurarse que en cada universidad –asimismo en las que tendrán que soportar más la presión de Boloña– haya un catedrático para filosofía, historia y a propósito no menciono los estudios literarios, pues de ninguna manera debe abarcarse todo. No se trata de tener toda la gama de posibles materias de las humanidades en todas partes, sino de que en cada universidad haya docentes suficientes para que los estudiantes puedan involucrarse en el largo plazo con las humanidades, es decir, que puedan alcanzar títulos de maestría y de doctorado. Debe ser un número en verdad reducido de ellos, y no hace falta que los haya en cada universidad. En mi opinión, para citar al rector de mi universidad, que, por cierto, es un especialista en informática y respondió de una manera muy ingenua pero genial a esta cuestión diciendo: “las humanidades constituyen el zumbido intelectual de toda universidad”. Las ciencias del espíritu, o humanidades (en Estados Unidos no dirían “ciencias”), producen el sonido, la música y el basso continuo intelectuales de una universidad. Pese a todo el brillo que puedan tener las ciencias naturales, sin humanidades las universidades dejan de ser lugares intelectuales, para ser solo lugares de la comunicación especializada de conocimientos, generados por el mundo de la tecnología y de la industria y orientados a ellas, a personas que saben muy bien qué será importante para su vida profesional. Las universidades se convertirán en lugares intelectuales solo si se insiste en que debe haber un mínimo de dos filósofos, dos especialistas en lingüística, cuatro historiadores y tres estudiosos de la literatura como catedráticos, en condiciones de trabajar en el largo plazo con los estudiantes.

Coda y epílogo. Ciertamente no espero que estén de acuerdo conmigo en estas propuestas y en todos los pormenores históricos, pero me daría mucho gusto que ustedes, señoras y señores, mis queridos amigos en Osnabrück, tomaran en serio buena parte del carácter de manifiesto de esta conferencia en cuanto pensamiento riesgoso, y que podamos iniciar un debate interesante al respecto.

 



[1]          Corresponde a una conferencia dictada por el profesor Gumbrecht en la Universidad de Osnabrück, Alemania, 2010. Publicación autorizada por el autor.

Traducción del inglés y del alemán por Nathalie Crombée.

[2]          Instituto Tecnológico Federal.

 

[3]          Geisteswissenschaften: Ciencias del espíritu.

 

[4]          N. de la T.: La DFG es la Deutsche Forschungsgemeinschaft, fundación independiente financiada por el Estado dedicada al fomento de la investigación académica en Alemania.

 

[5]          N de la T.: Centros Interdisciplinarios de Investigación.