El problema de la enseñanza

Por oposición a la enseñanza religiosa, a la que cada vez muéstranse más refractarias gentes de muy diversas ideas políticas y sociales, se preconiza y actúa las enseñanzas laica, neutral y racionalista. Al principio, el laicismo satisfacía suficientemente las aspiraciones populares. Pero cuando se fue comprendiendo que en las escuelas laicas no se hacía más que poner el civismo en lugar de la religión, el Estado en lugar de Dios, surgió la idea de una enseñanza ajena a las doctrinas así religiosas como políticas. Entonces se proclamó por unos la escuela neutral, por otros la racionalista. Las objeciones a estos nuevos métodos no faltan, y a no tardar harán también crisis las denominaciones correspondientes. Porque, en rigor, mientras no se disciernan perfectamente enseñanza y educación, cualquier método será defectuoso. Si redujéramos la cuestión a la enseñanza, propiamente dicha, no habría problema. Lo hay porque lo que sé quiere en todo caso es educar, inculcar en los niños un modo especial de conducirse, de ser y de pensar.Y contra esta tendencia, todo imposición, se levantarán siempre cuantos pongan por encima de cualquier finalidad, la independencia intelectual y corporal de la juventud. La cuestión no consiste, pues, en que la escuela se llame laica, neutral o racionalista; o según nuevas y posibles denominaciones naturalista, realista, etc. Esto sería un simple juego de palabras trasladado de nuestras preocupaciones políticas a nuestras opiniones pedagógicas. El racionalismo variará y varía al presente según las ideas de los que lo propagan o practican. El neutralismo, por otra parte, aun en el sentido relativo que debe dársele, queda a merced del preceptor según el grado en que sea capaz de permanecer libre y por encima de sus propias ideas y sentimientos. Mientras enseñanza y educación vayan confundidas, la tendencia, ya que no el propósito, será modelar la juventud conforme a fines particulares y determinados. Pero en el fondo la cuestión es más sencilla si se atiende al propósito real más que a las formas externas. Alienta en cuantos se pronuncian contra la enseñanza religiosa, el deseo de emancipar a la infancia y a la juventud de toda imposición y de todo dogma. Vienen luego los prejuicios políticos y sociales a confundir y mezclar con la función instructiva, la misión educativa. Pero todo el mundo reconocerá llanamente que tan sólo donde no se haga o pretenda hacer política, sociología o moral y filosofía tendenciosas, se dará verdadera instrucción, cualquiera que sea el nombre en que se ampare. Y precisamente porque cada método se proclama capacitado no sólo para enseñar sino también para educar según principios preestablecidos y tremola en consecuencia una bandera doctrinaria, es necesario que hagamos ver claramente que si nos limitáramos a instruir a la juventud en las verdades adquiridas, haciéndeselas asequibles por la experiencia y por el entendimiento, el problema quedaría de plano resuelto. Por buenos que nos reconozcamos, por mucho que estimemos nuestra propia bondad y nuestra propia justicia, no tenemos más ni mejor derecho que los de la acera de enfrente para hacer a los jóvenes a nuestra imagen y semejanza. Si no hay el derecho de sugerir, de imponer a los niños un dogma religioso cualquiera, tampoco lo hay para aleccionarlos en una opinión política; en un ideal social, económico o filosófico. Por otra parte, es evidente que para enseñar primeras letras, geografía, gramática, matemáticas, etc., tanto en su aspecto útil como en el puramente artístico o científico, ninguna falta hace ampararse en doctrinas laicistas o racionalistas que suponen determinadas tendencias y, por serlo, contrarias a la función instructiva en si misma. En términos claros y precisos: la escuela no debe, no puede ser ni republicana, ni masónica, ni socialista, ni anarquista, del mismo modo que no debe ni puede ser religiosa. La escuela no puede ni debe ser más que el gimnasio adecuado al total desarrollo, al completo desenvolvimiento de los individuos. No hay, pues, que dar a la juventud ideas hechas, cualesquiera que sean, porque ello implica castración y atrofia de aquellas mismas facultades que se pretende excitar. Fuera de toda bandería hay que instituir la enseñanza, arrancando a la juventud del poder de los doctrinarios aunque se digan revolucionarios. Verdades conquistadas, universalmente reconocidas, bastarán a formar individuos libres intelectualmente. Se nos dirá que la juventud necesita más amplias enseñanzas, que es preciso que conozca todo el desenvolvimiento mental e histórico, que entre en posesión de sucesos e ideales, sin cuyo aprendizaje el conocimiento sería incompleto. Sin duda ninguna. Pero estos conocimientos no corresponden ya a la escuela y es aquí cuando la neutralidad reclama sus fueros. Poner a la vista de los jóvenes, previamente instruidos en las verdades comprobadas, el desenvolvimiento de todas las metafísicas, de todas las teologías, de todos los sistemas filosóficos, de todas las formas de organización pasadas, presentes y futuras, de todos los hechos cumplidos y de todas las idealidades, será precisamente el complemento obligado de la escuela, el medio indispensable para suscitar en los entendimientos, no para imponer, una concepción real de la vida. Que cada uno, ante este inmenso arsenal de hechos e ideas, se forme a sí mismo. El preceptor será fácilmente neutral, sí está obligado a enseñar, no a dogmatizar. Es cosa muy distinta explicar ideas religiosas a enseñar un dogma religioso, exponer ideas políticas a enseñar democracia, socialismo o anarquía. Es necesario explicarlo todo, pero no imponer cosa alguna por cierta y justa que se crea. Sólo a este precio la independencia intelectual será efectiva. Y nosotros, que colocamos por encima de todo la libertad, toda la libertad de pensamiento y de acción; que proclamamos la real independencia del individuo, no podemos preconizar, para los jóvenes, métodos de imposición, ni aún métodos de enseñanza doctrinaria. La escuela que queremos, sin denominación previa, es aquella en que mejor y más se suscite en los jóvenes el deseo de saber por si mismos, de formarse sus propias ideas. Donde quiera que esto se haga, allí estaremos con nuestro modesto concurso. Todo lo demás, en mayor o menor grado, es repasar los caminos trillados, encarrilarse voluntariamente, cambiar de andadores, pero no arrojarlos. Y lo que importa precisamente es arrojarlos de una vez.

R. MELLA.