Lo que no quiere dar y lo que gana el capitalismo

Uno de los lugares comunes de cierta literatura social anterior a los acontecimientos que se iniciaron en Septiembre de 1924 fue el de “la ausencia de una legislación protectora del trabajo y del proletariado”. A juzgar por aquella literatura, emitida generalmente desde la prensa oficial y particularmente en los períodos electorales, una legislación social amplia era anhelada por los políticos de todos los partidos, por los hombres de gobierno y por la gran prensa con todos los intereses que ella representa. Pero, si en vez de juzgar por aquella literatura, se juzgará por los hechos, la deducción hubiera sido distinta. Los políticos de todos los partidos, los hombres de gobierno y la gran prensa tuvieron siempre en su mano el dictar o promover una amplia legislación protectora del trabajo. ¿Por qué no lo habían hecho? No examinemos el por qué y bástenos reconocer que a pesar de los discursos, de los programas de partidos y de gobiernos y de los editoriales de la prensa, la legislación social no salió promulgada por los poderes tradicionales. Es decir que el citado lugar común de cierta literatura no representaba un anhelo verdadero, sino una táctica política o una música destinadas a repetirse vanamente Los militares, que, según podría constatarse anotando sus vertiginosos ascensos y sus fantásticos aumentos de sueldos, tomaron el poder persiguiendo para sí las más altas rentas del Estado, adornaron su movimiento económico con la promulgación de cuantas leyes sociales encontraron a mano. Iniciado el ciclo de esta legislación, se ha impuesto en seguida la dictación de reglamentos y de reformas, la edición de nuevos textos legales, y su republicación indefinida en el “Diario Oficial”, sistema este último que encubre, sin ocultar en lo más mínimo, un recurso clandestino de legislar. Hay ya, pues, una gran masa de legislación social. Y aquel lugar común de cierta literatura, que citamos al principio, ha sido reemplazado por otro: el de “nuestra ya copiosa legislación social”. No es asunto de ahora examinar de cuanto sirve a los trabajadores esta legislación. Advirtamos solamente, que bajo el nuevo lugar común, repetido sin fatiga por todo lo representativo del interés capitalista, hay una invencible repugnancia, una oposición que aprovecha toda oportunidad para expresarse más categóricamente contra las leyes sociales. En cuanto estas oportunidades se presentan, se habla ya sin rodeos y se invoca el interés público, la buena marcha de las industrias, los derechos y la necesidades del capital. No se piensa en que la vida obrera, el capital humano que cuesta tan poco a las industrias, es cosa de alguna importancia. Es preciso que el dinero gane mucho dinero, que las industrias den grandes utilidades; es decir que se reconozca, como se ha reconocido siempre, que la riqueza de los más fuertes ha de estar por encima de todo y que todo ha de serle sacrificado. Aunque la legislación social es un recurso de perduración capitalista, no hay intereses que se resignen a aceptarla; un egoísmo violento les cierra los ojos o es que en el fondo prefieren ir cediendo lo más lentamente que se pueda, ante la fuerza obrera, y aprovechando las ventajas del combate para abolir la conquista que les arranque el trabajo. En el fondo nada de lo que se invoca en defensa del capital contra las leyes sociales es efectivo. El cumplimiento de ellas no mermaría las utilidades, ni disminuiría, por falta de interés, la iniciativa de la industria. Talvez la aumentaría y la conduciría a perfeccionar y aumentar su capacidad productora. Lo que se quiere es no ceder nada, no renunciar a nada ni hacer nada que no origine inmediatamente mayor riqueza. Tal es la verdadera disposición de ánimo del capitalismo. De ello ha dado ejemplo estos días la protesta patronal contra el reglamento de higiene y seguridad industriales, protesta que, en último término, habría que traducir de este modo. “¿Qué los obreros acaban pudriéndose en nuestras fábricas? Pues, trabajamos para interés de nuestras industrias, de nosotros. Ningún obrero se halla a nuestro servicio a la fuerza: el que no quiera reventar, que no venga”. La protesta de los patrones ha sido formulada por la Asociación del Trabajo. Se trata de un documento maravillosamente expresivo, dirigido al Ministro de Previsión Social y publicado en los diarios. El reglamento de que se protesta ordena a los industriales mantener sus fábricas a una temperatura compatible con la salud de los obreros. “Esta obligación, dice la protesta patronal, demandaría del industrial gastos tan excesivos, que, en ningún caso compensarían las utilidades que pudiera obtener en su trabajo”. Nótese cuán ridícula es esta queja de que la calefacción y ventilación adecuada de un local vaya a consumir las utilidades de una fábrica. Es ridícula, pero, en el curso de la protesta se la sigue invocando contra las obligaciones reglamentarias de tener agua, excusados, baños, ventanas de aireación y de luz en las fábricas es decir, requisitos absolutamente indispensables para la salud y aun para el trabajo de los obreros. Pero hay un párrafo del documento que comentamos, que parece resumir su espíritu y su feroz egoísmo: “Por otra parte– dice–, el interés de toda industria estriba en la introducción de las mayores economías en su explotación; entre éstas se señala el menor consumo de energía, sobre todo si no es muy indispensable”. Más realidad, señor Ministro, no extralimitamos el concepto al afirmar que, si se deja subsistentes los efectos de este Reglamento, no habrá capital alguno que se atreva a afrontar las vicisitudes de negocios que de antemano están condenados a la ruina”. Esta es, por lo demás, la argumentación universal contra las leyes sociales. Argumentación hipócrita y falsa, de la que solo se puede sacar la consecuencia de que el bienestar humano no se deberá jamás a una concesión o a una inteligencia con el capitalismo. Se diría, se aceptáramos aquella argumentación, que los capitales obtienen escasas ganancias. Pero ello es tan falso hoy como lo ha sido antes. Los registros de las utilidades del capital, mantenidos por el Estado, lo demuestran. Uno de estos registros, el de las sociedades anónimas, que, como es sabido representan la mayor masa de capitales invertidos en el país, acusan la enorme proporción de las ganancias respecto de los capitales. Según los datos de este registro, datos proporcionados por las mismas sociedades anónimas, interesadas comúnmente en ocultar la magnitud de sus beneficios, la ganancia líquida más corriente de los capitales, en 1925, osciló entre el 35 y el 45 por ciento, lo cual quiere decir que el capital mantenido en la escala más baja de esta fluctuación, sustrayendo su utilidad de cualquiera inversión productiva que acrecentara e hiciera más rápidas las ganancias posteriores, se duplicaría en menos de tres años. Pero hay, según consta en los mismos registros, un número apreciable de capitales que obtuvieron más del 50 por ciento de ganancia líquida y no son pocos los que alcanzaron a ganar el 100 por ciento en el año. ¡He aquí a los pobrecitos, los amenazados, los temerosos e improductivos capitales!

EDUARDO ZARATE.