in Cuadernos de Historia
Historia atlántica e identidad insular: los fundamentos de la atlanticidad en la sociedad macaronésica durante la Edad Moderna
Resumen:
Esta investigación analiza cómo se conformó la identidad de los europeos de las islas de la Macaronesia (Azores, Madeira, Canarias y Cabo Verde) durante el período de la Unión Ibérica con el objetivo de caracterizar los trazos originarios de la sociedad insular. Los fluidos contactos entre estos territorios intra-atlánticos y su entorno oceánico potenció entre los isleños un apego a una misma región insular conformada por una población de origen extrapeninsular y cuyo nexo era el Atlántico. Este trabajo, que parte del enfoque metodológico de la nesología para definir el ambiente insular macaronésico, sustenta el análisis en un contexto geográfico y metodológico más amplio: la Historia Atlántica. Este estudio examina los principios de esta disciplina a través de las islas con la finalidad de aplicar su marco teórico y conceptual a territorios intrínsecos en este océano.
Introducción
El espacio atlántico, aparentemente bien delimitado geográficamente,no deja de ser una construcción cultural surgida del imaginario social común europeo. Como han señalado varios autores especialistas en elAtlántico 1 , fueron los europeos los primeros en dar forma y trazar los límites de este espacio entre los siglos XV y XVI 2 . Hasta entonces, esta inmensa área había sido restringida a una simple franja de mar que apenas sobresalía de la tierra conocida y tangible.
Como sucediera en otros episodios de esta época, también esta expansión oceánica respondió a estímulos globales y empleó recursos financieros y técnicos con un componente marcadamente transnacional. El Atlántico se abría y se convertía en un teatro peligroso pero prometedor para los pueblos ibéricos: se conocían sus corrientes y vientos; había comenzado a gestarse la economía que más tarde lo caracterizaría; y circulaban personas, animales y plantas entre sus mares e islas 3 .
Esta invención obrada por los europeos no nació exclusivamente por la condición de ribereños, fronterizos al mar. Africanos y americanos también lo eran. Sin embargo, fueron los habitantes del viejo continente quienes conectaron por primera vez las orillas de estos tres continentes –y sus islas interiores–construyendo una entidad “en cuanto sistema y en cuanto representación de una realidad natural diferenciada” 4 .
Sobre este espacio, ahora irremediablemente ligado, brotaron tanto nuevas leyendas y mitos como planteamientos racionalistas que permitieron apreciar esta entidad geográfica desde diferentes perspectivas y disciplinas; siempre desde la percepción personal de quien se acerca a imaginar este espacio. Desde mediados del siglo XX, la historiografía se interesó por la reconstrucción del pasado del mundo atlántico. Este acercamiento se sustentó desde sus orígenes en la perspectiva europea de la conformación del océano como categoría de paradigma en el análisis. En esta aproximación, el tratamiento giraba en relación con el conocimiento cartográfico, naval, comercial, militar, política de expansión, explotación económica, intercambio biológico e interacción cultural 5 . Sobre esta idea primigenia, el Atlántico llegó a concebirse como “el océano interior de la civilización occidental” 6 . Frente a la historia nacional o nacionalista de los años veinte, amanece una historia transnacional. No obstante, ni África ni los africanos tenían cabida bajo esta definición de “civilización”, excepto si se mencionaba el comercio de esclavos en tanto que fuese de interés para sustentar la historia de Occidente. Ciertamente, hasta tiempos bien recientes, la historiografía sobre el Atlántico se centró en estrechar los lazos entre América del Norte y Europa bajo el cuño de “civilización”, dejando de lado, no solo al continente africano, sino también a toda América Latina.
La Historia Atlántica, así como la apropiación del Atlántico como símbolo y su categorización como elemento de análisis histórico, surge de los intereses políticos y geoestratégicos de una parte de los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Esta historia la comienzan a escribir los aliados occidentales en 1945 –por el contrario, los aliados del este encabezados por la Unión Soviética optaron por la escuela marxista– con la intención de explicar la historia mundial 7 .
Frente a los nacionalismos de principios de la pasada centuria, que habían impedido la construcción de una historia transnacional y cosmopolita 8 , la imagen de un Atlántico común y civilizador surgió como un nuevo paradigma historiográfico entre las tendencias anti-aislacionistas que estaban en pleno apogeo en Occidente. Periodistas e historiadores, muchos de ellos católicos conversos,hicieron lucha común, primero contra el fascismo en Europa y luego contra el comunismo en los inicios de la Guerra Fría. La prensa americana, en referencia a estos conflictos, comenzó a usar términos como: “Atlantic Community”, “Atlantic Powers” o “The Atlantic Character” 9 . Los norteamericanos, con el propósito de unificar a sus aliados europeos en torno a un ideario común, divulgaron la noción de una “civilización” común que, por lo menos desde la Ilustración, vertebraba y enlazaba a las sociedades del Atlántico Norte. Es decir, norteamericanos y europeos compartían una serie de valores pluralistas, democráticos y liberales cuyos orígenes se encontraban en la tradición judeocristiana y en la herencia de la civilización grecorromana 10 . Con este ideal, Forrest Davis publicó en 1941 el libro The Atlantic System en el que justificaba la intervención en la Segunda Guerra Mundial por los vínculos ancestrales entre americanos y europeos, cuyos lazos se habían ido forjando a lo largo del tiempo hasta constituir una cultura común, que no era otra que la occidental.
Tras terminar la guerra, el Atlántico acabó de reafirmarse como un signo propio y representativo de Occidente con la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Con la OTAN, el uso del concepto “Atlántico” se generalizó , incluso, pasó a poseer una cierta sofisticación y un aire de intelectualidad 11 . La disciplina histórica occidental, acorde a estos planteamientos y a los intereses surgidos del nuevo orden internacional, se contagió de esta idea y los historiadores empatizaron con la terminología rápidamente. Así comenzaron a adentrarse en el Atlántico como objeto de estudio histórico. A este respecto la historiografía, que hasta entonces habían preferido utilizar términos como “descubrimiento” o “conquista” para justificar los lazos transoceánicos, a mediados de siglo propondrá el empleo de otras expresiones como “expansión europea”, en consonancia con la nueva construcción que se estaba llevando a cabo sobre el espacio atlántico 12 .
En 1955 se celebró, en la ciudad de Roma, el X Congreso de la Asociación Internacional de Ciencias Históricas, en el que tuvo lugar la presentación delestudio “El problema del Atlántico, del siglo XVIII al XX”, por parte de los historiadores Jacques Godechot, francés de ascendencia judía, y Robert R. Palmer, norteamericano. Estos plantearon la existencia de una “civilización atlántica”. Godechot y Palmer debatieron en torno al concepto de Atlántico –desde la inspiración braudeliana– aseverando que la historia de un océano también envuelve a las historias de las tierras que bordea. Asimismo, hicieron referencia a la permeabilidad de las rutas oceánicas. Pero, sobre todo, retomaron la noción de una civilización atlántica fundamentada en las ideas matrices ya señaladas de tradición judeocristiana 13 . Sin embargo, este original ensayo apenas tuvo acogida entre sus compañeros.
No obstante, poco tiempo después, Leonard Outhwaite reincidirá en el abordaje del Atlántico como elemento característico y unitario de análisis para la disciplina histórica. The Atlantic, publicada en 1957, es su original obra sobre la historia de un océano. Plantea en su discurso algunos elementos que, a posteriori, serán fundamentales para la construcción del Atlántico, así como para la definición de los parámetros de estudio de la Historia Atlántica. En primer lugar, advierte ya que este océano es indivisible. Más allá de otros elementos geográficos intrínsecos y condicionantes –como estrechos, ríos o mares interiores– debe percibirse este espacio como un único cuerpo, como una única unidad de análisis 14 .
En segundo lugar, esboza un Atlántico caracterizado por su dinamismo, por el que fluyen personas, productos e ideas. Incluso, plantea que esta rapidez con la que se mueve e interactúa entre regiones puede ser más veloz que la circulación de los mismos componentes entre países fronterizos dentro de Europa 15 .
Pero no olvidemos que esta obra se circunscribe a un período de tensión entre el Oeste y el Este. La finalidad del texto es remarcar la importancia estratégica del Atlántico y la necesidad de mantener este espacio bajo el control de las potencias occidentales. De este modo, Outhwaite sentencia: “La nación o las naciones que controlen el Atlántico controlarán el corazón del mundo” 16 . El dominio del Atlántico, por tanto, se vuelve fundamental para las potencias occidentales. Del mismo modo que América había sido indispensable para Europa, ahora los aliados europeos eran determinantes para Norteamérica. Esta interdependencia entre ambas regiones se sustenta en los tradicionales lazos atlánticos. Así, Outhwaite lo manifiesta en la introducción a su obra con un decálogo de diecisiete enunciados o afirmaciones acerca de la trascendencia del Atlántico para occidente. Entre estas, reivindica el papel –y hasta el nombre– de Mare Nostrum para dicho océano, ya que desde la época moderna este espacio se había convertido en el nuevo mar interior e integra la ecúmjene, como lo había hecho el Mediterráneo en época clásica. Refiere el autor a que:
En la época clásica del Viejo Mundo los escritores y los jefes militares dieron el nombre de ‘Mediterráneo’ a un mar. Reconocieron su importancia porque la rodeaban prácticamente todas las naciones importantes del mundo entonces conocido. Así que hoy podríamos dar el nombre de ‘Océano Mediterráneo’ al Atlántico porque está rodeado por las principales masas de tierra del mundo 17 .
Obviamente, estas primeras obras que procuraron comprender el Atlántico en su totalidad son deudoras de la tradición braudeliana. El propio artífice de aquel Mediterráneo dejaba también la puerta abierta en su obra a dar forma a este otro espacio sucesor, legado de la civilización primigenia: el Atlántico 18 . Como afirma Valladares 19 , la obra de Braudel “fue el ejemplo perfecto de una entrega a la búsqueda (fallida) de una historia que él llamó ‘total’”. A pesar de su empeño, El Mediterráneo no deja de estar sustentado sobre un determinismo geográfico construido sobre la base de una cercanía entre espacios que comparten una misma franja de agua.
Para el Atlántico, que es el caso que aquí nos ocupa, la experiencia de Braudel ha hecho replantear los parámetros del análisis y las limitaciones de su abordaje. En palabras de Elliott: “Si la ‘historia mediterránea’ es en sí misma problemática, pues, con mucha mayor justificación habrá que preguntarse cuánto más lo será la historia no de un mar interior sino de un vasto océano, bordeado por tres continentes distintos” 20 . Sin embargo, no pocos autores –y en especial la historiografía ibérica– continuaron los pasos de la escuela de Annales y utilizaron el método braudeliano de estudio de un espacio marítimo circunscrito para aplicarlo al Atlántico. Destacan la obra de Frédéric Mauro, Le Portugal et L’Atlantique, en el que transpone el modelo de su maestro Braudel al caso portugués, y el trabajo de Huguette y Pierre Chaunu para el Atlántico español.
En esta tarea de construir el Atlántico cabe también resaltar la figura de Charles Verlinden. Este historiador, a mediados de los 50, publicó su particular visión de la historia de la civilización atlántica. En ella da forma a una historia del Atlántico desde una perspectiva económica, social y cultural, ahondando en un discurso multifocal, que trasciende al propio análisis de los intercambios comerciales marítimos. Este método le permitió definir a este espacio oceánico como un gran anfiteatro donde los acontecimientos históricos configuraban un patrimonio histórico común y, más relevante aún, la noción de “civilización” 21 . Este Atlántico, concluye el autor, se diferencia de otros por estar cohesionado y plagado de similitudes:
Finalmente, y esto me parece crucial desde el punto de vista de la historia mundial, sin duda las influencias y similitudes institucionales y económicas son tan numerosas y tan antiguas en la zona de civilización atlántica que si bien, se distinguen otras áreas igualmente vastas de civilización, los factores de unidad están menos ligados a la estructura territorial de la sociedad 22 .
A estos pioneros trabajos sobre la historia del Atlántico –obras de Mauro, Chaunu, Verlinden, etc.–, John H. Elliott los definió como obras surgidas del estímulo natural por reconstruir el pasado de los grandes imperios oceánicos. Este interés por las “civilizaciones” o “imperios” desembocó, según el historiador británico, en la concentración de los estudios atlánticos en tres grandes campos: el proceso inicial de exploración, conquista y colonización, la administración imperial y los sistemas comerciales entre la metrópoli y la periferia 23 . Precisamente, será esta preocupación por la estructuración del Atlántico en diferentes “sistemas” lo que promovió la celebración en 1999 de la Conferencia Internacional en Hamburgo, en la que se pretendía que los principales especialistas sobre la Historia del Atlántico sentasen las bases de esta subdisciplina histórica y debatiesen sobre la definición de “sistema atlántico”. Las conclusiones a las que llegaron, en palabras de Pietschmann –su organizador–, fueron, en primer lugar, la imposibilidad de hablar de un único “sistema” y plantear, por tanto, la existencia de varios “sistemas” o “subsistemas”. En segundo lugar, este “sistema” o “subsubsistemas”, se caracterizarían por el conjunto de los flujos humanos, mercantiles y culturales entre espacios atlánticos 24 .
Sin duda, desde finales del siglo XX, la idea de “sistema atlántico” ha sido acogida por numerosos historiadores, permitiendo renovar los debates y regenerar la concepción del espacio y, en definitiva, los contenidos a definir 25 .
¿Historia atlántica o historia global?
Los discursos históricos construidos sobre el mundo Atlántico poseen un largo recorrido temporal. Ya en el siglo XVIII, historiadores como Viera y Clavijo enfatizaban la importancia de este océano en el proceso de conformación de la sociedad insular de la Macaronesia. Durante el siglo XIX y hasta mediados del XX, se consideró al Atlántico como un elemento sujeto a ser analizado por los estudios sociales. Sin embargo, no fue hasta la última década del siglo pasado cuando las ciencias sociales, y en particular la Historia, acogieron al Atlántico como un objeto exclusivo de estudio, dando lugar a una subdisciplinade investigación histórica.
La historia del mundo atlántico ha sido tradicionalmente explicada desde la óptica de los imperios europeos ya que, en definitiva, fueron estos quienes abordaron la región oceánica a través de continuos contactos entre distintos continentes. Desde esta perspectiva, las historias nacionales o imperiales europeas solo se convierten en historias atlánticas cuando los imperios saltan la barrera geográfica oceánica para continuar con su expansión territorial hacia otros espacios. Por consiguiente, no se trata de una auténtica Historia Atlántica, sino de una historia transoceánica que no llega a constituir una verdadera historia internacional 26 .
Este modelo de historia tradicional se ha construido sobre una historia transcontinental en cuanto que cruza las fronteras espaciales dentro de un mismo imperio, pero sin llegar a sobrepasar los límites espaciales del propio Estado. Pietschmann señala a este respecto dos grandes males de la historiografía: por un lado, cada Estado se ha centrado en el análisis histórico de sus antiguas colonias en el Atlántico y, por otro, estos países no han mostrado interés por avanzar en el estudio de las repercusiones de la expansión en otros espacios dentro de la misma Europa 27 .
La Historia Atlántica abordada desde la política imperial comienza cuando la nación se desplaza sobre otros espacios extraeuropeos, a pesar de que diversas regiones ya tuviesen una percepción previa de esta área por el rutinario trato de las gentes con el medio marino. Pensemos en la visión del océano que pudieron tener los pueblos nórdicos que arribaron a tierras norteamericanas, quienes para describir esta imagen no necesitaron usar términos como el de “expansión”, “conquista” y, menos aún, el de “imperio”. Más cercano a nuestro estudio podíamos reflexionar sobre la idea de Atlántico de los primeros pobladores de las Islas Canarias, quienes por el siglo I fueron deportados a la periferia del mundo conocido desde el Occidente clásico.
No todas las regiones fronterizas con el Atlántico actuaron de la misma manera, ya que dependía de las experiencias de cada población con el espacio. Algunas gentes se adentraron, otras ocuparon nuevos territorios y algunas simplemente vivieron de espaldas al mar. Por el contrario, zonas interiores confeccionaron lazos estrechos –hasta de dependencia– con el océano. Basta con citar el caso de Sevilla, a más de 100 km de El Puerto de Santa María en Cádiz, sin embargo, unida al Atlántico hasta el siglo XVIII por el Guadalquivir.
Esta historia imperial, como símil de Historia Atlántica, supuso en realidad el estudio de la organización del imperio como esencia de la consolidación de la expansión de las naciones en ultramar. Desde esta perspectiva de análisis se perdió de vista cualquier voluntad de comprender la estructura social y los movimientos migratorios, incluso dentro del propio imperio. Se abordaba el mundo atlántico sobre el argumento de la exploración y el descubrimiento a partir de las biografías de aventureros heroicos en lugar de buscar una interpretación de carácter general. En verdad, esta construcción del Atlántico supuso la extensión de las rivalidades nacionales y confesionales europeas y, por consiguiente, dieron lugar a la elaboración de grandes obras sobre los imperios. Señala Bailyn a este respecto:
Tampoco es simplemente una ampliación de la venerable tradición de la historia ‘imperial’, ya sea británica, española, portuguesa u holandesa, [...] Estaban describiendo la estructura formal de los gobiernos imperiales. Estudiaron las instituciones, no las personas que vivían dentro de estos gobiernos o sus actividades, y se concentraron en los asuntos de una sola nación 28 .
El estudio del Imperio español se sustentó en determinar un mundo colonial indiano decisivo para la Monarquía Hispánica, pero cuya puesta en valor estaba vinculada al centralismo sevillano como puerta de entrada de sus riquezas a Europa. En obras como la de Chaunu se hacía hincapié en el apartado económico, convirtiendo a Sevilla en el eje de la “economía mundo” de este Atlántico eurocéntrico 29 .
Este método de análisis supone un escollo aún mayor si pretendemos abordar el período de la Unión Ibérica. Por un lado, tenemos la tradición historiográfica ibérica que ha venido quebrando la realidad americana en dos entidades diferenciadas a partir de los acuerdos de reparto de los espacios y al estatuto del reino de Portugal dentro de la monarquía. Por otro, aunque existen trabajos que han obviado el escollo anterior, hay una carencia de obras que aborden la realidad americana vinculada a los espacios europeo y africano 30 .
En esta historia de los imperios europeos articulada a partir de la extensión de lazos de la metrópoli a las colonias, África y los africanos han permanecido en el olvido historiográfico. A pesar de los intentos de construir una historia transnacional de los imperios, este continente solo aparece representado en el análisis histórico en relación con el tráfico de esclavos, como elemento justificador del imperialismo occidental.
La historiografía anglosajona sobre el Atlántico ha puesto el acento en su metodología de análisis en los flujos y movimientos ligados al comercio de esclavos. Asimismo, la historiografía ibérica se ha centrado en la trata esclavista desde las antiguas colonias africanas como un proceso destacado en la articulación de espacios. A este respecto, la visión sobre África se ha vinculado más con América que con un análisis del propio continente.
Actualmente, como señala Santana Pérez, no existe un análisis integral de la costa atlántica africana 31 . Sin embargo, sí contamos con estudios sobre el Atlántico y su relación con algunas regiones africanas. Si bien África es el gran tema pendiente por integrar en la Historia Atlántica, recientemente se ha apostado por unos estudios atlánticos que vayan más allá del centralismo europeo para adentrarse en el análisis de las interacciones sociales y culturales, avanzando en las contribuciones africanas:
No obstante, creemos que este trabajo aborda solo una parte de un problema mucho más amplio. Pocos estudiosos han comenzado aún a explorar las interacciones entre los habitantes de colonias de diferentes imperios europeos, por ejemplo, el Brasil portugués y el Santo Domingo francés. También existe una necesidad obvia de que las contribuciones africanas al desarrollo social y cultural colonial se integren más efectivamente en la conciencia histórica. Ver el Atlántico como una unidad nos permite hacer todo esto de manera más efectiva; nos acerca a recrear una parte importante del mundo tal como operó en las décadas y siglos posteriores a 1492 32 .
Precisamente es esta perspectiva eurocéntrica una de las principales críticas que le achacó Canny a la Historia Atlántica. Lo que este denominó encuentro con el “otro”, la historiografía lo ha descrito como “fenómeno atlántico” sin llegar a comprender en su totalidad los procesos de alteridad y las reciprocidades culturales 33 . Esta apreciación sigue el argumento ya argüido por los historiadores que se dedican a reconstruir dinámicas internacionales y transfronterizas. John Elliott en 1991, en un discurso a favor de la historia comparada, apostaba por una comprensión más aguda de cómo una comunidad se imagina a sí misma en relación con otros grupos y cómo aquella se transforma, redefiniéndose sus hábitos y comportamientos en respuesta a la percepción que tienen los otros de dicha comunidad 34 .
Pieter Emmer, en aquella conferencia sobre Historia Atlántica celebrada en 1999, también insistía en que el “sistema atlántico” habría sido un proceso caracterizado por la transposición cultural por encima de los intercambios económicos y los movimientos migratorios 35 . Solamente algunas regiones del Atlántico estarían conectadas entre sí por las actividades económicas, esencialmente las promovidas por los europeos en África y América. La trata esclavista, las plantaciones americanas y plazas mercantiles europeas estarían estrechamente ligadas; sin embargo, la mayor parte de las actividades comerciales africanas y americanas no entrarían dentro de este circuito y, por tanto, podrían subsistir sin participar en las grandes rutas mercantiles. Señala Emmer que:
De hecho, no hay evidencia de que el volumen de las importaciones del Atlántico pudiera haber sido de gran importancia para la población del África Occidental en general [...] En lo que respecta a Europa Occidental, se aplica la misma conclusión. El volumen y valor del comercio en la parte no europea del Atlántico fue relativamente pequeño 36 .
Tampoco las migraciones serían decisivas para conceptuar las relaciones atlánticas, y apunta: “¿Europa o África sufrieron la despoblación? La respuesta debe ser negativa. […] ¿África sufrió más que Europa en vista del hecho de que África aportó más inmigrantes a la economía atlántica tanto durante el siglo XVII como en el XVIII?” 37 .
En los últimos años, se ha extendido en el ámbito historiográfico una perspectiva de análisis basada en el principio de la globalidad de los procesos históricos. Este método ha querido engullir a la Historia Atlántica, en particular los estudios sobre la Edad Moderna y la construcción de la idea de globalización que se asocia a este período 38 . La historia global, según sus defensores, permite comprender a la Monarquía Hispánica –desde una perspectiva centrada en las comparaciones, la síntesis y la globalización– en relación con su carácter mundial 39 . En consecuencia, la globalización no sería un proceso reciente, sino que subyace en los inicios de la expansión atlántica del siglo XV. A este respecto, indica Crespo Solana:
Lejos de ser “eurocentrismo”, el resultado de esta reorientación de la historia hacia una historia global es una nueva teoría social sobre el Mundo Atlántico. Esta teoría destaca la evidencia empírica que demuestra que la globalización no es un fenómeno reciente –aunque esta creencia fue previamente aceptada como un hecho, y todavía lo es por algunos académicos– sino un proceso de globalización subyacente que se remonta al siglo XV, si no antes 40 .
Para que se produjese esta transformación hacia la globalidad y, por tanto, la posibilidad de abordar una Historia global sería necesario que se diesen tres condicionantes: conexión, dependencia y mestizaje entre espacios. Entonces, solo a partir de la Edad Moderna podríamos hablar de un verdadero cosmopolitismo. La plasmación de esta idea de universalidad estaría asociada con la exploración del mundo y la toma de consciencia de la conexión de todas sus partes 41 . Esta perspectiva de análisis global abarcaría, por consiguiente, las parcelas que la historia imperial, incluso la historia atlántica, se había dedicado a estudiar.
La clave de la historia global, señala Valladares, estaría en asiatizar y africanizar el discurso mundialista en el ámbito de la Historia Moderna, por ello los modernistas han incorporado progresivamente la dimensión Asia-Pacífico para explicar el proceso de globalización de la Monarquía Hispánica 42 . El ejercicio de una historia global permitiría resolver viejos problemas –y descubrir otros nuevos– planteados para el análisis de la articulación de un imperio de categoría mundial que se conforma durante el período de la Unión Ibérica.
Ahora bien, la aplicación de este método de análisis globalista en relación con nuestro ámbito de estudio debe ser tomado con cautela. Tenemos que ser conscientes que las islas de la Macaronesia, y las demás islas del Atlántico, son un objeto inmóvil, intra-atlántico, que no puede ser sustraído para su categorización fuera del contexto geográfico en que se sitúan. Estos archipiélagos son objetos de análisis situados dentro del Atlántico y su historia.
No obstante, tampoco desechamos la propuesta de análisis de Historia global. a realidad de estos espacios –más aún durante la Monarquía Hispánica– debe ser entendida en el contexto de la mundialización de la monarquía y de las dinámicas internas que subyacen en cada subsistema que articula el imperio en base a la tríada de factores –conexión, dependencia y mestizaje– que caracterizan a la globalización. Por otro lado, si el punto de partida es la representación de la isla y su vinculación con el entorno más cercano –que es el espacio circunatlántico–, este trabajo se inserta en la dinámica de una Monarquía Hispánica “supratlántica”. El rey y sus reinos se organizan en base a una conformación mundial de sus dominios en un contexto globalizante en el que los espacios insulares del Atlántico forman parte de este tablero histórico como una pieza más, pero de gran dinamismo. Sin embargo, para las islas y para la cosmovisión de un isleño, la globalización de la monarquía es tan global como su propia percepción de la universalidad de esta institución sumadora de reinos.
Territorios insulares como los de la Macaronesia, del Caribe o de las Filipinas forman parte de una misma monarquía, hasta de un mismo reino, donde la insularidad, la fragmentación del espacio y la lejanía de la metrópoli son elementos comunes y definitorios; tan característicos como las tres particularidades que defiende la Historia global. Los espacios insulares forman parte de ese relato mundial y están insertos en las dinámicas de la globalización, pero sobre ellos pesan ante todo otras tres condiciones: la insularidad, la situación geográfica y el posicionamiento periférico.
La consolidación de un imaginario atlántico común
La Unión Ibérica supuso una segunda reestructuración del Atlántico tras los acuerdos entre Castilla y Portugal de finales del siglo XV. Felipe I de Portugal pactó con las Cortes de Tomar la inviolabilidad del reino de Portugal dentro de la Monarquía Hispánica y aseguraba, en última instancia, la continuidad de la administración lusa en sus territorios en ultramar. Sin embargo, la imagen del espacio atlántico había cambiado desde aquellos primeros tratados del siglo XV hasta 1581. Aunque de jure la división entre los reinos estaba claramente definida, la unión supuso también una agregación de fuerzas e intereses que multiplicó de facto las actividades desplegadas en el Atlántico.
Esta reformulación del Atlántico afectó a las áreas que se relacionaban activamente en este espacio, como eran las islas. Según Vieira, esta nueva etapa supuso una pesadilla para los espacios insulares ya que, por un lado, se vieron afectadas por las incursiones piráticas y corsarias de otras naciones que pretendían sacar provecho del gran mercado atlántico. Por otro, estos ataques motivaron –y, sobre todo, para que la monarquía no perdiese su rédito en el Atlántico– “el replanteamiento de la estructura institucional apostando por la
centralización con fuerte incidencia militar” 43 .
No obstante, a pesar de que estas injerencias fueron una constante en el Atlántico ibérico, y en particular en las islas, no sobre todos estos espacios se tomaron las mismas medidas desde la administración central, menos aún fueron aplicadas. El archipiélago de Azores se convirtió en el principal baluarte defensivo en el tornaviaje de las naves que regresaban de América para Europa, por lo que se incrementó la presencia militar en estas islas como respuesta a las constantes amenazas exógenas. Esta proyección de Azores sobre el Atlántico es utilizada por los insulares, como así lo hiciera Gaspar Frutuoso, para promover estas tierras dentro de la nueva coyuntura atlántica de la Monarquía Hispánica. Indica Rodrigues sobre la obra de este cronista que:
Saudades da Terra fue de esta manera un instrumento destinado a promover el archipiélago ante la Monarquía Católica, en el contexto de la nueva organización política y social, subrayando la unión entre portugueses y españoles 44 .
Por su parte, el archipiélago de Canarias, escala indispensable hacia las Indias y puerto redistribuidor de productos de mercados circunatlánticos, clamaba al rey a través de continuas misivas de las autoridades locales la necesidad de guarnecer tan importante emplazamiento ante la vulnerabilidad de los isleños ante la intrusión por la fuerza de enemigos de la monarquía.
Para la metrópoli, la intervención sobre estos territorios de ultramar se realizó según la perspectiva del negocio atlántico que se tenía desde la corte más que atender a las necesidades advertidas por los insulares. Se trata de dos visiones particulares contrapuestas sobre un mismo escenario, pero una construida desde la metrópoli y la otra desde la periferia. Esto es, la monarquía actuó en cada
archipiélago según los intereses que creía más relevantes desde la noción de centro de un imperio. Así se entiende que Azores se constituyese como una fortaleza para la defensa de las mercancías que iban de camino a financiar a la monarquía, mientras que en Canarias la administración central concentró sus esfuerzos en vigilar el contrabando con la implantación de figuras como el juez de Indias y, de este modo, procurar evitar la fuga de capitales fuera del monopolio regio.
Esta relación de las islas con el Atlántico, como espacios intrínsecos que actúan como nexo entre los márgenes que cercan el océano, trasciende a los flujos mercantiles para incidir en los movimientos poblacionales y en la construcción cultural de las sociedades partícipes de las relaciones atlánticas. No se nos escapa, entonces, que los moradores de las islas del Atlántico también conformarán su propio imaginario respecto a los vínculos con el océano. Si bien el espacio atlántico se fue dando forma según fueron penetrando los europeos en su interior y la impresión de estos sobre el mar y sus secretos se fue revelando a Occidente a través de mapas y portulanos, las gentes que comenzaron a poblar las islas desarrollaron su propia interpretación del océano. A este respecto, y con
relación a Canarias, García Ramos ha propuesto que las estas forman parte de una comarca cultural atlántica basada en la naturaleza de encrucijada de pueblos de distintas regiones del Atlántico. Frente a la idea de origen monocontinental de la cultura insular, valoriza la “oceanidad” como elemento fundamental de la génesis social de las Islas Canarias. Este es el principio por el que se construye
una identidad insular basada en los flujos atlánticos por encima de los lazos de dependencia a un determinado espacio nacional, la “oceanidad” es el germen de la complementariedad entre islas y, por ende, de la constitución de la Macaronesia como una entidad propia intrínsecamente dependiente y externamente ligada a las dinámicas del Atlántico.
A este respecto, García Ramos esgrime una serie de argumentos de carácter geográfico y cultural por los que defiende que Canarias no forma parte de África:
Si los canarios somos rigurosos con lo que “medio natural” significa, no nos cuadra que un archipiélago como el nuestro pueda asimilarse al medio natural africano. Ni 1) por origen geológico: nuestro vulcanismo tan determinante; ni 2) por el escenario natural: nuestra oceanidad, más decisiva todavía; ni 3) por la índole poblacional: unas poblaciones estables en el continente, una población mestiza en Canarias […] , ni 4) por la curiosidad cultural: tribalismo continental frente a porosidad a otras culturas por parte de nuestras islas; ni 5) por credos religiosos: cristianismo o poscristianismo nuestro frente a la civilización islámica de nuestros vecinos 45 .
Esta “atlanticidad” o “imaginario atlántico” de las islas representa la memoria colectiva que comparten distintos pueblos que se encuentran vinculados por sólidos lazos tejidos sobre interacciones constantes:
Una memoria colectiva habitada de mitos […], de gestas, de rutas comerciales, de períodos de convivencia, de maneras de mirar al mundo y de descifrarlo, que ha generado modos cercanos de erguir fábulas, recreaciones de una realidad construida entre todos 46 .
Identidad atlántica de las islas
Nos interesa analizar en este punto la estructura del Atlántico ibérico. La articulación intrínseca de este océano había comenzado a gestarse con los tratados entre los reinos ibéricos a finales del Quinientos sobre el reparto del mundo por conquistar y se consolidó con la construcción de un Mare Clausum durante el período de los Felipes en los territorios circunatlánticos.
Si bien estas relaciones intraoceánicas estuvieron regidas por una sola voz durante el período de la Monarquía Hispánica y se prohibió el acceso a forasteros a los territorios que circundan el océano, igualmente cierto fue la coexistencia de varios Atlánticos o subsistemas.
Braudel ya señalaba la existencia de varios modelos de interpretación del Atlántico según el vínculo de cada territorio o reino con este espacio. Así, contraponía el Atlántico español al portugués basándose en la relación de cada uno de estos reinos con la disposición de sus territorios coloniales en ultramar, dando especial consideración al condicionamiento geográfico:
El Atlántico de los españoles es una elipse de la que Sevilla, las Canarias, las Antillas y las Azores marcan el trazado, siendo a la vez puertos de arribada y sus fuerzas motrices. El Atlántico de los portugueses es ese inmenso triángulo del océano central y austral: el primer lado va de Lisboa a Brasil; el segundo, del Brasil al cabo de Buena Esperanza; el tercero es esa línea que siguen los veleros en su viaje de vuelta de las Indias, de Santa Elena a lo largo de la costa africana 47 .
Incluso Mauro también advirtió sobre los particularismos del modelo atlántico portugués. Este historiador, en una sutil comparación, entiende que “El Imperio colonial portugués todavía es en el siglo XVII una talasocracia, como el Imperio ateniense del siglo V” 48 . Por tanto, aunque existen similitudes y paralelismos entre modelos de ocupación del espacio circunatlántico, incluso a pesar de influencias y tipos yuxtapuestos y sincrónicos, ni el ejemplo colonial portugués ni el castellano –menos aún el británico– siguieron un modelo de desarrollo histórico homogéneo en el Atlántico.
Por su parte, John Elliot manifestó la coexistencia de múltiples atlánticos europeizados durante la consolidación de las relaciones transoceánicas en los siglos XVI y XVII:
Un Atlántico norte europeo, que vinculaba a las sociedades de Europa septentrional con los bancos de pesca de Terranova, con los asentamientos de la costa oriental de Norteamérica y con algunos puestos en las Indias occidentales; el Atlántico español de la “carrera de Indias” que unía Sevilla, las Antillas y América Central y del Sur, y, por último, un Atlántico luso que enlazaba Lisboa y Brasil 49 .
Como señala Correia e Silva, si en un primer momento de intervención en el Atlántico son los conflictos europeos los que se proyectan sobre este espacio, tiempo después, es la dinámica atlántica la que se va a europeizar 50 . Este pretencioso Mare Clausum –o Atlántico ibérico– repartido celosamente entre castellanos y portugueses, se convirtió en el reflejo de las tensiones europeas y, en ocasiones, causante de estas perturbaciones. De facto, el Atlántico es un inmenso océano inabarcable desde la distante autoridad regia. La imposibilidad de hacer llegar el poder efectivo de las monarquías ibéricas a tan lejano, distante y variado territorio; la insuficiencia de la administración imperial para extender y hacer cumplir la pragmática; y la incapacidad de entendimiento y transmisión de percepciones comunes y concretas entre el centro europeo y la periferia circunatlántica son los principales motivos por los que el Atlántico dejó de ser rápidamente un dominio exclusivamente ibérico, más allá de la concepción teórica y legislativa, para transformarse en un espacio primordial para los intereses de otros reinos europeos 51 .
Tomemos como ejemplo las injerencias de las Provincias Unidas sobre el ultramar ibérico. Estas van más allá de un mero acto de guerra. Las acciones bélicas respondían a las necesidades de un modelo económico que buscaba expandir una pujante economía mercantil que estaba condicionada por el monopolio luso-español. Para incrementar el comercio e incentivar la actividad económica, la armada holandesa ocupó la isla de Bezeguiche en Senegal. Tomó varias posesiones en la costa y en el golfo de Guinea y enseguida conquistaron Loango, Bahía Mina en Brasil, así como Guayana, Curazao, Aruba, Bonaire en el Caribe. Estas intromisiones obligaron a la reinterpretación del espacio sobre las cenizas del utópico monopolio ibérico 52 . Además, como señala Martínez Torres, igualmente esta difícil convivencia entre holandeses y luso-castellanos se agravó en el sudeste con la creación en 1602 de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales y la constitución, en 1621, de la Compañía de las Indias Occidentales 53 . En último término, los imperios marítimos fueron el resultado de arduos intentos por el dominio comercial a larga distancia a través de dos fórmulas: impidiendo las conexiones de los demás y ampliar las propias y el establecimiento de instituciones, formales e informales, en los espacios ultramarinos que garantizase el sometimiento de la colonia 54 .
No obstante, esta intromisión de forasteros sobre territorios ibéricos coloniales no es exclusiva sobre el Atlántico. En el caso de los rebeldes, a estos les interesaba intervenir sobre el espacio ultramarino castellano y portugués en función del beneficio económico susceptible de ser sustraído del monopolio de la Monarquía Hispánica. De ahí que los neerlandeses no se limitasen al abordaje del espacio atlántico, sino también pretendiesen la ocupación de emplazamientos estratégicos con el propósito de constituir y consolidar su propia red mercantil en el Pacífico ibérico.
A pesar de todos los intentos legales y de las medidas preventivas, el sueño de un Atlántico ibérico había muerto en el transcurso del siglo XVII. A mediados de la citada centuria, la Monarquía Hispánica se da cuenta de lo indómito de este océano y que, irremediablemente, este mar ya se encuentra dividido en múltiples áreas de influencia y profundamente marcado por la inestabilidad y los conflictos. Todas estas alteraciones sufridas en el dominio espacial tuvieron repercusiones sobre una sociedad y una economía, tan abierta y dependiente de los circuitos atlánticos, como la insular de los archipiélagos macaronésicos. Por tanto, como afirma Vieira, “el período comprendido entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo siguiente es un momento decisivo en la historia de las islas y del Atlántico” 55 .
Precisamente estas dinámicas atlánticas condicionan a los archipiélagos ibéricos de la Macaronesia, afectados por el medio en que se insertan y las relaciones que se gestan a su alrededor. En este sentido, las islas son espacios intra-atlánticos caracterizados tanto por su evidente situación geográfica como por su vinculación y dependencia de los flujos que se extienden a su alrededor. Por un lado, el Atlántico se convierte así en el nexo que conecta la vida insular con el mundo exterior transoceánico y, por otro lado, las islas son elementos interiores que articulan las relaciones circunatlánticas.
Sin embargo, las aportaciones insulares al ámbito de la Historia Atlántica son aún más amplias y complejas, así desde diferentes espacios como desde distintas perspectivas. Por una parte, Correia e Silva, a partir del estudio del archipiélago caboverdiano, ha acentuado el papel geoestratégico y el condicionamiento geográfico de las islas en el proceso de expansión europeo por el Atlántico. Por otra parte, tomando como referente a las islas Azores, otros historiadores han planteado la singularidad de relaciones de este espacio en el contexto atlántico 56 . Cabe destacar desde la historiografía insular azoriana a José Damião Rodrigues. Este historiador estructura una Historia Atlántica a partir de la especificidad azoriana y el cosmos que estos isleños construyen en relación con su entorno oceánico. En síntesis, aborda la historia insular desde lo local, pero con un horizonte global en su planteamiento mediante el uso del método comparativo.
Sirva como ejemplo la perspectiva global que introduce en el análisis de la obra de Gaspar Frutuoso:
Gaspar Frutuoso incluyó de manera muy clara a las Azores en los mundos ultramarino, atlántico e insular del siglo XVI y aplaudió la monarquía universal de Felipe II, afirmando que el monarca ‘es ahora el mayor señor de todos los alrededores’. Al igual que otros autores contemporáneos que escribieron en el marco de la Monarquía Católica, el objeto del discurso es local pero su horizonte es global 57 .
En las últimas décadas ha avivado el interés en el seno de la propia historiografía insular por elaborar una memoria común de la Macaronesia, desde la teoría de la complementariedad insular desarrollada por Alberto Vieira 58 hasta la más recientemente reinterpretación de las historias interconectadas de las islas atlánticas por parte de Juan Manuel Santana y Germán Santana 59 . Además, junto a estas reflexiones relativas a la construcción histórica del mundo insular, en los últimos años también ha florecido la necesidad de reconstruir los tradicionales puentes entre el imaginario del insular y la identidad de las islas. La interpretación planteada por John R. Gillis 60 sobre los vínculos entre cosmos isleño y la tangibilidad insular han impulsado, igualmente, novedosos diálogos entrelazados entre investigaciones interdisciplinares, como los coordinados por Duarte Nuno Chaves 61 .
Esta escuela de historiadores insulares con perspectivas atlánticas ha puesto de manifiesto que las dinámicas históricas oceánicas pasan por los espacios europeos intra-atlánticos. Asevera Santana Pérez que los territorios insulares “comparten características por el hecho de ser islas, de haber dependido de centros ubicados a distancias considerables y por su ubicación estratégica en medio de tres continentes; en torno a ellos se desplazó el centro económico mundial […]” 62 . Partiendo de esta interpretación, a partir del siglo XV, con la generalización de los intercambios entre las diferentes regiones que circundan el Atlántico, comenzó a configurarse este océano como un inmenso mar interior en el imaginario europeo. Los viajes, a través de la organización de complejas rutas, conectaron los continentes africano y americano con Europa a través de extensas redes de negociantes establecidos por un semillero de plazas mercantiles atlánticas. Las islas, en este entramado comercial, surgieron como un sujeto articulador y basculante entre los distintos mercados. Por tanto, la multiplicidad de conexiones fue el resultado del complemento económico entre los espacios insulares y continentales, a partir del aprovechamiento del medio y de las actividades económicas extendidas en cada uno de estos emplazamientos atlánticos. Al mismo tiempo, esta economía también estuvo determinada por las condiciones geográficas en relación con el océano, derivadas de las corrientes y vientos que trazaron estas rutas. Las islas fueron puestos avanzados en el Atlántico con un valor estratégico para el abastecimiento de las embarcaciones, así como para la redistribución de mercancías que a los archipiélagos llegaban.
No obstante, este condicionamiento derivado de las corrientes marinas y del trazado de las rutas atlánticas discriminó la inserción de ciertos espacios insulares según su idoneidad en el trayecto, convirtiendo a las islas en sujetos activos o pasivos de la dinámica atlántica. En este sentido, Canarias y Azores fueron elementos vivos que propiciaron la interacción entre las regiones ibéricas del Atlántico. Mientras, la isla de Madeira fue un agente pasivo para las rutas transatlánticas. Sin embargo, a escala interinsular, el archipiélago madeirense ejercía de intermediario entre los otros dos espacios insulares, reexportando y suministrando mercancías.
En torno al espacio atlántico se conforman redes mercantiles transnacionales cuyo mayor lucro –y atractivo– era el comercio a gran distancia, en términos geográficos y culturales, donde los espacios insulares actúan como plataforma de intermediación estratégica entre estos distintos mundos. De este intercambio en tierras insulares se aprovechan los propios isleños. Productos baratos, y hasta banales en un lado, pueden ser exóticos y caros en otro. Lo exclusivo es la madre de la prosperidad comercial 63 . La distancia entre mercados y la exclusividad aumentan el lucro. De este comercio forman parte, como ejes redistributivos, las islas del Atlántico que, a través de esta sinergia sustentan la reproducción de la estructura interna. Por ejemplo, en el caso de Cabo Verde, las relaciones con África son vitales en el funcionamiento de las unidades productivas para Santiago y Fogo, en la medida en que a través de ellas se adquiría el factor de producción fundamental: la mano de obra esclava 64 . Son estos productos lejanos los que conforman los medios de pago que, a su vez, financian la importación de productos básicos del exterior para los insulares. Géneros exógenos para unas islas en la periferia que procuran con el abastecimiento de estos reproducir el modelo de vida europeo. De este modo, y siguiendo con el ejemplo de Cabo Verde, además del importante comercio esclavista, la exportación de cueros constituyó uno de los principales medios de financiación para las importaciones alimenticias –trigo, cebada, aceite o vino– provenientes de Castilla, tan necesarias para la comunidad insular de origen europeo 65 .
La integración del archipiélago caboverdiano en el comercio atlántico, principalmente de esclavos con Canarias, Madeira, Sevilla y, más tarde, a las Antillas y Brasil, permitió a sus habitantes garantizarse el suministro de productos esenciales procedentes de otras regiones circundantes. Sin embargo, surgieron graves temores entre los moradores de Cabo Verde cuando la Corona portuguesa procuró instaurar un comercio directo de esclavos entre Guinea y Lisboa. Este cambio en el ordenamiento del comercio esclavista suponía la exclusión del archipiélago caboverdiano del principal derrotero atlántico y, en consecuencia, los habitantes de Santiago elevaron una súplica al monarca en la que afirmaban que, con la alteración en la ruta tradicional, no podrían sobrevivir ya que no alcanzarían a recibir las mercancías llevadas por comerciantes de “Lisboa, Setúbal, Algarve, ilha da Madeira, Açores, Canárias e Castela” 66 .
Las islas del Atlántico Medio durante la Edad Moderna se encontraban a expensas de los comportamientos mercantiles que se desarrollan a grandes distancias de las islas, sin apenas capacidad para intervenir en las necesidades de los otros mercados. Los cambios en los ciclos económicos insulares, incluso las graves crisis que azotaban a estos territorios, coincidieron con períodos de reestructuración general del dominio del Atlántico, tanto mercantil como político. Por tanto, las islas están sujetas al devenir de la continua restructuración del espacio circunatlántico. Pero esta característica de dependencia es consecuencia, no solo de su condición de isla –como sinónimo de aislado– sino también por su situación intrínseca en el Atlántico. En este ámbito de actuación, como señala Yun Casalilla, la frontera formal entre los reinos Portugal y Castilla en el ultramar durante la Unión dinástica era francamente permeable. Señala el referido historiador, a modo de ejemplo, que a comienzos de la unión se había financiado una expedición a las Azores con dinero castellano y napolitano, mientras que Portugal participó en la Armada Invencible 67 , y cuya flota surta en Lisboa sabemos que fue abastecida por vinos canarios 68 .
Asimismo, los archipiélagos de la Macaronesia tuvieron trato fluido con otros espacios insulares del Atlántico durante la Edad Moderna. De un lado, como indican Santana Pérez y Santana Pérez, Canarias mantuvo contactos frecuentes con otras islas no castellanas del Golfo de Guinea, especialmente con São Tomé, Fernando Poo y Annobon 69 . Del otro, las islas de Azores eran escalas fundamentales en la carrera de las Indias, cuyos navíos procedían tanto de Tierra Firme como de las Antillas 70 . En definitiva, como subraya Rodrigues, “diferentes realidades y experiencias político-administrativas, económicas y sociales se reflejaron así en la coexistencia de distintas representaciones e identidades espaciales” 71 .
Desde una perspectiva global, la inclusión y la función de las islas en el entramado atlántico estuvo condicionado por la situación geográfica en relación tanto a las rutas transatlánticas como a las rutas complementarias interinsulares, conformándose un atlántico ibérico apoyado por un subsistema insular. De este modo, como afirma Vieira, el conocimiento del pasado histórico de las islas debe trascender a las limitaciones del propio espacio y encuadrarse el particular mundo insular en la generalidad histórica del Atlántico 72 . En definitiva, la vertebración de un Atlántico dinámico pasaba por las islas.
Podemos definir, en consecuencia, a los archipiélagos como esos peones históricos cuyo valor fluctúa dependiendo del tipo de relación y del trato con el amplio espacio envolvente con el que interactúan, directa o indirectamente. Lo local –las islas–, al final, constituye un elemento más dentro del sistema. Eso quiere decir que cualquier alteración introducida en alguna de sus partes provocará, antes o después, modificaciones adaptativas en el resto.
En el caso que nos ocupa, el Atlántico no puede ser considerado como “una gran e inmensa masa de agua salpicada de islas”
73 , pues son dos elementos asociados e indivisibles en la tradición histórica. Las islas se comportan como los elementos de unión, como intermediarios, entre los litorales circundantes de África, América y Europa.
Conclusiones
La percepción de la atlanticidad de las islas y de la insularidad del océano ha conllevado un cambio de paradigma en el análisis histórico de las islas. La mayor parte de los trabajos que se han venido publicando referentes a las islas del Atlántico hasta fechas muy recientes –sobre todo en la historiografía española– tienen un marcado carácter insular o, si se quiere, archipielágico. No obstante, trabajos como los de Vieira –desde el análisis de la isla de Madeira– y Rodrigues –con el estudio de las Azores– han consolidado una propuesta para la Historia Atlántica en la que las islas se muestran como elemento destacado en cuanto articulador entre espacios circundantes que conforman un todo común atlántico.
Converge en las islas, fruto de la maritimidad, la complementariedad entre los espacios insulares con el apoyo al sostenimiento de las principales rutas mercantiles transatlánticas, actuando aquellas como enclaves estratégicos. De esta manera, los territorios insulares se convierten en lugares de entrada y de salida, tanto de gentes como de productos. Así, las conexiones transoceánicas pasan irremediablemente por estos espacios dinámicos, que ejercen de nexo entre unas áreas y otras. Las islas, en definitiva, son lugares intra-oceánicos de tránsito, cuya frontera se diluye en el permeable mar.
El condicionamiento geográfico de la Macaronesia, como espacios fragmentados, reducidos y distantes, restringe el modelo de vida europeo que se establece en estas tierras, pero no lo limita ni altera en demasía. Solo lo adapta a las nuevas condiciones. La población europea que ocupa y se asienta en las islas, reproducirá a escala menor los principios básicos del comportamiento europeo en sus vertientes económica, social y cultural. Por tanto, la estructuración de un mecanismo de vinculación entre islas basado en la complementariedad permitirá no solo el abastecimiento, sino la continuidad –y por tanto la eficacia– de la ocupación europea.
Los mares marcan y los océanos aún más. Por tanto, estas múltiples vivencias modelan la impresión del insular sobre el espacio que le rodea. La cercanía a África, las tradicionales relaciones con América y la dependencia de Europa se entremezclan en una única experiencia atlántica que configuran la identidad cultural de las islas. “No estaría de más recordar aquí que el Océano recibió probablemente su nombre de las islas y no a la inversa”, afirmaba Rumeu de Armas en 1955 refiriéndose a la obra de Heródoto
74 .
Resumen:
Introducción
¿Historia atlántica o historia global?
La consolidación de un imaginario atlántico común
Identidad atlántica de las islas
Conclusiones