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Por variadas razones es particularmente grato esbozar algunas ideas en torno a la vida en mi país del gran sabio venezolano Andrés Bello. Hoy día se conmemoran 119 años del nacimiento del insigne hombre de letras latinoamericano, por otra parte ayer 28 de noviembre se cumplieron 27 años de la publicación del Decreto de creación de esta prestigiosa institución, la Fundación “La Casa de Bello” y me complace estar hoy en este lugar, ubicado en la manzana en que discurrieron 29 años de la formación inicial de Bello, el “Callejón de las Mercedes”, en la esquina de Juan Pedro López, llamada así en honor de quien fue pintor y abuelo materno de Bello. Como Rector de la Universidad que Andrés Bello creara en Chile –para el Estado de Chile– y que por muchos años ha sido un faro luminoso para la ciencia, el arte y las humanidades en Latinoamérica, es un honor impensado el que haya sido invitado a esta ceremonia de gran trascendencia y recuerdo.

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* Artículo proveniente de una conferencia leída en la Fundación “La Casa de Bello”, Caracas, el 29 de noviembre del año 2000.

 

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El recorrido de vida previo a Chile

Andrés Bello López nació en Caracas, Venezuela, el 29 de noviembre de 1781. Hijo de Bartolomé y Ana Antonia López, su vida se desarrolló en tres grandes escenarios; Caracas de fines del siglo XVIII y principios del XIX, la que fue considerada una de las ciudades más cultas del imperio español en América; Londres, que estaba convirtiéndose en la capital de la Revolución Industrial, y finalmente Chile, la República en consolidación, donde realizó una gran parte de su fecunda obra intelectual, y ejerció una profunda influencia republicana.

En 1796 ingresó al Seminario y Universidad de Santa Rosa de Caracas. El 14 de junio de 1800 recibió el grado de Bachiller en Artes. Estos estudios le dieron un excelente dominio del latín y del castellano y despertaron su inquietud por la Filosofía, la Ciencia y las Letras. Aprendió, además, por cuenta propia, inglés y francés. Se trataba de un joven no sólo lleno de inquietudes, sino también de una persona naturalmente dotada de notables facultades intelectuales, entre cuyos intereses no dejó de figurar la poesía, mostrando así que intelecto y sentimiento serían dos ingredientes de importancia en la prolífica obra legada.

En efecto, en sus años juveniles Bello fue apreciado como poeta dentro de los cánones del neoclasicismo en boga. Figuran en su producción una Oda a la Vacuna (1804), que escribió como homenaje a la extensión de la vacunación por toda América y por su cargo en la Junta Central de la Vacuna, y el soneto A la Victoria de Bailén. Por ese tiempo inició también sus trabajos de investigación lingüística y filológica. Concluyó la primera versión de su Análisis Ideológico de los Tiempos de la Conjugación Castellana, que se publicaría mucho después, en Valparaíso, en 1841. Fue notable la forma en cómo Bello se trasladaba entre temas de tan diversa índole; todo parecía interesarle, todo parecía estar por descubrirse, todo era un campo abierto para su exploración. Lector incansable, también incluía entre sus materiales la ciencia aplicada, el derecho, el orden internacional y la creación histórica.

En 1802 Bello –joven veinteañero– fue nombrado oficial segundo de la gobernación de Venezuela, ascendiendo poco después, en 1810, a oficial mayor. Lo confirmó en ese puesto la Junta de Gobierno que asume el 19 de abril de ese mismo año. En el mes de junio de 1810 fue incorporado a la misión enviada ante el gobierno británico, formada por Simón Bolívar y Luis López Méndez. Al partir a Londres, Bello gozaba ya de una bien ganada fama como hombre de letras. Es más, de esos años 1809-1810, según apunta el destacado intelectual venezolano Pedro Grases, es la obra Resumen de la Historia de Venezuela, que Bello escribiría con profundo sentido patriótico y gran fuerza intelectual, y que fuera publicada en la Gazeta de Caracas e impresa en las máquinas de la primera imprenta llegada a Venezuela (Grases, 1981: 109-277).

El 5 de julio de 1811 se declaró la Independencia de Venezuela, nuevo escenario en el cual Bello y López Méndez siguieron en Londres al servicio del nuevo gobierno. Al año siguiente se produjo la reconquista española y, como resultado de la nueva realidad política creada en su patria, ambos agentes quedaron en la capital inglesa sin representación, sin patria y también sin medios de subsistencia. Para ganarse la vida Bello trabajó en distintos oficios ligados a su vocación intelectual, y que le proporcionaban un ingreso suficiente para sustentar una familia. Así, en mayo de 1814 contrajo matrimonio con Mary Ann Boyland, inglesa, de 20 años, con quien tuvo tres hijos. El 9 de mayo de 1821 ella murió muy inesperadamente en un periodo muy difícil para la familia en el aspecto económico, dejando a un Bello profundamente dolido y con tres niños pequeños, de los cuales uno de ellos muere poco después. Andrés Bello contrajo matrimonio en segundas nupcias, en febrero de 1824, con Elizabeth Antonia Dunn, de nacionalidad inglesa, también de 20 años de edad, quien le acompañaría hasta el fin de sus días. De este matrimonio tuvo 12 hijos; 4 de ellos nacidos en Londres y los restantes en Chile.

De importancia en la vida del sabio venezolano fueron sus relaciones de amistad con españoles, hispanoamericanos e ingleses. Londres fue el principal lugar de asilo de los emigrados liberales españoles de los períodos absolutistas de 1814-1829 y 1823-1833. También lo fue de algunos americanos y lugar de residencia de otros que llegaron con comisiones políticas de los nuevos Estados independientes. El primero de estos contactos fue con su compatriota Francisco de Miranda. Bello vivió en su casa de Grafton Street N° 28, en la actualidad, 58 Grafton Way, hasta 1812, y trabajó en la rica, biblioteca que ocupaba todo el tercer piso de la residencia. Recibió de Francisco de Miranda una profunda influencia, especialmente animada en la ideología literaria y reformista del insigne patriota, recogiendo también de él una profunda admiración por los pueblos originarios de América y el desarrollo de las jóvenes repúblicas que en esa década empezaban a abundar. De esta relación surge también la incorporación de Bello a la orden masónica, de la cual Miranda, como un buen número de patriotas americanos, era también un destacado miembro.

Bello trabajó, además, en las magníficas bibliotecas públicas de la capital británica: la del British Museum y la London Library, donde estudió con detenimiento La Araucana de Alonso de Ercilla, entre otros. Allí leyó los clásicos griegos y latinos, y dispuso de impresos y manuscritos de extraordinario valor para sus estudios filológicos, acentuando la profundización de su conocimiento y preparación intelectual. De tales estudios también se derivó la particular sensibilidad de Bello por los temas latinoamericanos; junto a Juan García del Río, participó en la edición de dos grandes revistas destinadas a los pueblos del Nuevo Mundo: la Biblioteca Americana (1823) y el Repertorio Americano (1826-27). Estas incluían trabajos de investigación, creación, crítica, divulgación científica y literaria sobre toda clase de materias que podían interesar a los americanos. Existe, en la época, la certeza de la publicación de una nota biográfica no firmada sobre el prócer chileno Bernardo O’Híggins. Antes, en 1820, Bello había colaborado con Antonio de Irisarri en la revista El Censor Americano, destinada principalmente a defender la causa de la Independencia americana. Con ello, se revela la influencia literaria de Miranda y de otros patriotas de esta parte del continente que conoció y con quienes había además compartido en las logias masónicas, desde el año 1811, y en lo que se conoció en esa época como la Sociedad de Caballeros Racionales.

El primer texto de Bello publicado en Chile es de antes de su llegada, en el mes de julio de 1818 y bajo el seudónimo de Bernal Dosel en el periódico El Sol.

Bello en Chile

Chile llamó su atención no sabemos bien por qué; lo que sí sabemos es que se comprometió de por vida con la joven república de la cual no volvió a emigrar, y donde realizó una insigne contribución que perdura hasta el presente en una multiplicidad de campos, particularmente en lo jurídico, educacional, político y literario. Andrés Bello llegó a Valparaíso junto a su familia el 25 de junio de 1829, en el barco inglés “Grecian” que lo condujo a través de la ruta del Cabo de Hornos. Estaba por cumplir 48 años de edad. En esos momentos se vivían los últimos meses del período que los historiadores han llamado –para muchos equivocadamente– como “la anarquía”. Así lo testimonia el sabio venezolano en una carta enviada al político, diplomático y poeta José Fernández Madrid, fechada el día 8 de octubre de 1829 en Santiago de Chile, donde le expresa: “La situación política no es tan lisonjera: facciones llenas de animosidad, una constitución vacilante, un gobierno débil, desorden en todos los ramos de la administración” (Salvat, 1973: 42-43).

En 1830 se inicia en Chile el llamado régimen portaliano, que comprende, durante la vida de Bello, los gobiernos de Prieto, Bulnes, Montt y Pérez, también llamados de los decenios. Entonces se consolidó una organización institucional, se experimenta un renacimiento cultural, se vive, hacia el final, un despegue económico, pero por sobre todo prima una estabilización institucional, al ser el período donde se da efectivamente forma al devenir Republicano. Se trata de un período de construcción nacional, en que el país se integra y se consolida como una unidad política, donde de las necesidades materiales más básicas se salta a las intelectuales y científicas, y en donde se anima el desarrollo de un Estado con clara noción de futuro y visión de real independencia.

El 13 de julio de 1829, el Presidente de la República Francisco Antonio Pinto lo nombra oficial mayor del Ministerio de Hacienda, con un sueldo de 2 mil pesos anuales. No ejerció, sin embargo, en ese ministerio, sino en el de Relaciones Exteriores, ocupando el cargo que correspondería hoy al de Subsecretario. El Bello diplomático o funcionario consular, antecedía así al Bello académico, intelectual, jurista, educador, literato y político. Como oficial mayor de Relaciones Exteriores, Andrés Bello, según sostiene Raúl Silva Castro: “durante más de veinte años aplicó en la práctica las lecciones de derecho de gentes del que formó un libro especial y dio, en fin, a la obra internacional de Chile, una coherencia y una orientación cierta que, en mucho, contribuyeron a otorgarle al país la respetabilidad que ha disfrutado” (Silva, 1964: 17).

En 1830 se fundó el periódico oficial El Araucano. Se encargó a Andrés Bello la redacción de las secciones extranjera y cultural, una responsabilidad que revestía notoria importancia, dado que la tarea de construir una República precisaba de todos modos de un “periódico oficial”, cuyo contenido debía reflejar en plenitud la madurez intelectual y política que era menester al nuevo estado de cosas. Entre otros tópicos, Andrés Bello se enfrenta con el fuerte legado de la Colonia, respecto de la sistemática censura de libros; para poder internar textos al país se debía contar con la autorización de las dignidades eclesiásticas que se regían por el llamado Índice elaborado por la Inquisición. Andrés Bello reclamó airadamente de esta situación en El Araucano, en especial por el decomiso de unos libros en la aduana, sosteniendo con fuerza los elementos de principio sobre este asunto. A poco andar, Bello, Egaña y Ventura Martín pasan a formar parte de la Comisión Revisora, modificando los criterios.

Como resultado de su brillante, importante y trascendental contribución en variados campos, en 1832 se otorgó por ley la nacionalidad chilena a Andrés Bello. Ese mismo año pasó a integrar la Junta de Educación que debía proponer los planes y programas de todos los colegios del país; con ello ingresó al campo en el que, probablemente, haría su contribución más determinante a Chile y al Continente Latinoamericano. En cuanto a su tarea magisterial, hay que señalar que el gran caraqueño ejerció la tarea formativa en su propio hogar, desde 1831 hasta la apertura de la Universidad de Chile en 1843. Pertinente es también citar el hecho que mantuvo un curso de Humanidades, en cátedras como Gramática Castellana, Literatura, Legislación, Latín, Derecho Romano y Filosofía.

En 1837 es elegido Senador de la República y reelegido en dos períodos sucesivos, hasta el año anterior al de su muerte. Introdujo en el desempeño parlamentario su visión equilibrada, y profundamente informada, acerca de la realidad y de las necesidades materiales y espirituales de una nación. Largo fue su desempeño como oficial de gobierno y parlamentario.

Hacia 1850, a los 70 años de edad, Bello desempeñaba simultáneamente las funciones de Rector de la Universidad de Chile, Subsecretario de Relaciones Exteriores, consultor de gobierno, Senador, redactor de El Araucano.

Además, trabajaba intensamente en la elaboración del Código Civil y en sus obras de Derecho, de Filología y sus producciones literarias. Naturalmente, lejos de los días del internet y de la computación, no deja de maravillar su extraordinaria productividad intelectual, el apego con que desempeñaba sus cargos oficiales y la dedicación a su familia. Tal productividad ha sido luminosa, y ha quedado para siempre entre nosotros como un ejemplo inspirador. Por ello, Francisco Bilbao de modo lúcido y claramente reproductor de un sentimiento nacional, describió a Bello como el “árbol majestuoso de la zona tórrida trasplantado a Chile” (Véase Amunátegui, 1893: 217).

Andrés Bello López murió en Santiago de Chile el 15 de octubre de 1865. Su fallecimiento fue motivo de duelo para todo el país, una pérdida que afectó principalmente a la clase intelectual chilena y a la Universidad de Chile, donde hasta el día de hoy nos sentimos “sus hijos”, y donde el sentimiento de adhesión a su personalidad y a su obra nos ha llevado a concebir su gran creación como la “Casa de Bello”.

Suerte y privilegio constituyó para Chile la decisión del egregio maestro al elegir nuestro país para proseguir su elevada tarea de sabio y educador. Por ello, cuando arriba a Valparaíso, la intelectualidad chilena sintió honda satisfacción y brindó al Maestro todos los honores que su alto espíritu merecía. Por ello también, su muerte introdujo un profundo sentimiento de pérdida, no sólo de la gran figura, sino también del magnífico ser humano que adornó con generosidad a la República.

Su tarea rectoral

Paralelamente a la promulgación de la Ley Orgánica de la Universidad de Chile, se fundan la Escuela Normal de Preceptores, para la formación de profesores de primaria; la Escuela de Artes y Oficios; la Escuela de Agricultura y se intenta dar vida al Conservatorio Nacional de Música. A partir de 1842 se vive un despertar intelectual y cultural que ha sido considerado por algunos como una forma de Renacimiento local. Se trató de un gran proyecto que se inspiraba sobre todo en la visión de Manuel Montt, y que permitió a Chile dar un salto sorprendente en el desarrollo de su medio humano.

Con la inauguración de la Universidad de Chile en 1843 se inicia la más fecunda, dilatada y señera tarea de Andrés Bello. No hubo campo científico o cultural en el cual no se dejara sentir su influencia, especialmente por la vía de entregar una visión, un estímulo central para el desarrollo futuro de las disciplinas. Paralelamente fue dándole a la primera institución universitaria de Chile, un detallado ordenamiento administrativo, procurando depositar en ella la tutela nacional de la enseñanza. Los resultados de este esfuerzo fueron notables, y se reflejaron en la madurez y calidad de la educación chilena existente a fines del siglo XIX y principios del XX. Hay que recordar que, en esos años, la Universidad no asumía aún su papel docente correspondiéndose a una visión humboldtiana, que depositaba en la Universidad sólo el desarrollo de la creación e investigación. Sin embargo, por disposición de la ley orgánica concebida por Bello, debía ejercer la tuición de todos los establecimientos de Educación Superior del país, así como aprobar textos de estudio y designar comisiones examinadoras para los colegios. Andrés Bello estableció el estudio regular de los tratados históricos e instituyó, además, que todos los años, en el aniversario de la Universidad, se leyera una suerte de monografía histórica sobre un aspecto fundamental de la vida nacional, tarea que se encargaba a una figura intelectual prominente, y que se dirigía, precisamente, a estimular el conocimiento de la Patria y de su historia aún profundamente inexplorada. Paralelamente, el Rector debía dar cuenta de la marcha institucional de los doce meses anteriores de su gestión. Polemista de fuste, el Primer Rector participó en incontables discusiones públicas para determinar taxativamente el auténtico concepto de la historia entre los chilenos.

De otra parte, y reflejando su espíritu intelectual, se inicia la publicación de los Anales de la Universidad de Chile, revista universitaria considerada la más antigua del continente latinoamericano. Esta publicación, que edita la Universidad de Chile hasta los días presentes, abrió un amplio campo a la publicación de estudios científicos y humanísticos, junto a la exposición de los grandes temas nacionales. Desde sus primeros números Anales de la Universidad de Chile cubrió una amplia gama de temas de seleccionada trascendencia, que contempló el universo de la Filosofía y las Ciencias puras y se constituyó en un medio de profundo influjo en toda América Latina.

Una Universidad para Chile

Respecto al carácter institucional y modelo universitario, el gran caraqueño tomó como paradigmas a las universidades de Alemania y las inglesas. No obstante, le dio un profundo sentido nacional, esto es, un nuevo objetivo “ajustado a las condiciones especiales de Chile y, en general, a las necesidades comunes de los países latinoamericanos en trance de desarrollo”, como señala en su obra el filósofo de la Educación Roberto Munizaga (Munizaga, 1982: 122). Un sentido nacional que hoy constituye un valioso capital y una fundamental orientación estratégica por medio de la cual se compromete a priorizar la investigación, docencia y extensión que aborde temas de país, necesidades de conocimiento que de otra forma no se pondrían a disposición.

Las primeras noticias acerca del carácter de la nueva corporación las entrega Bello a El Araucano, en 1842, cuando el proyecto de la ley orgánica de la Universidad fue aprobado por el Consejo de Estado y remitido al poder legislativo. “No se trata –escribía el sabio– de aquellos establecimientos escolásticos o de ciencias especulativas, destinados principalmente a fomentar la vanidad de los que desean un título aparente de suficiencia, sin ventajas reales o inmediatas para la sociedad actual... Se desea satisfacer, en primer lugar, una de las necesidades que más se han hecho sentir desde que con nuestra emancipación política pudimos abrir la puerta a los conocimientos útiles, echando las bases de un plan general que abrace estos conocimientos, en cuanto alcancen nuestras circunstancias, para prolongarlos con fruto en todo el país y conservar y adelantar su enseñanza de un modo fijo y sistemado, que permita, sin embargo, la adopción progresiva de los nuevos métodos y de los sucesivos adelantos que hagan las ciencias” (Bello, 1842: 7).

De esta forma, Andrés Bello hacía notar la importancia del cultivo, enseñanza y propagación de los que llaman “conocimientos útiles”. Una concepción de Universidad vinculada a la calidad productiva, social, cultural, política, etc., que caracterice al país, que tiene vigencia hasta nuestros días, cuando resulta necesario subrayar que una institución universitaria debe ser cuna de conocimiento nuevo, del cultivo derivado de la investigación y creación, y que es la fuente última de la excelencia académica.

Según su Ley Orgánica, la Universidad se encargaría de la enseñanza y el cultivo de las Letras y Ciencias, y además tendría la dirección de la enseñanza en todos sus niveles, cumpliendo de esta forma con lo establecido en el artículo 154 de la Constitución Política de Chile del año 1833. No obstante, era la Universidad de Chile de esa época una entidad estrictamente académica, no docente, que otorgaba los grados de Bachiller y Licenciado, a los que seguían los cursos superiores dictados, principalmente, en el Instituto Nacional y en otros colegios o clases privadas. Sólo mucho más tarde, bajo el Rectorado de Ignacio Domeyko, se incorporaría la actividad docente directa a la Universidad de Chile en forma sistemática.

Estaba constituida la Universidad por cinco Facultades: Filosofía y Humanidades, Ciencias Matemáticas y Físicas, Medicina, Leyes y Ciencias Políticas y Teología, cada una con su Decano y Secretario respectivo y bajo la dirección general del Rector. Se componían éstas de un número no superior a 30 miembros, nombrados la primera vez por el gobierno, y las vacantes sucesivas cubiertas por elección interna. La continuidad con la Universidad de San Felipe quedaba marcada por el hecho que todos los doctores del antiguo claustro, que eran veintidós, podían incorporarse en sus respectivas facultades. Si alguna duda quedaba respecto de la continuidad entre ambas corporaciones, ésta fue resuelta por el propio gobierno al responder a Andrés Bello que “consideraba a la Universidad de Chile como una continuación de la antigua Universidad de San Felipe”.

Era a través de sus Facultades que la Universidad cumplía con una de sus funciones básicas, pues ellas tenían la responsabilidad de profundizar y diseminar las Letras y Ciencias en el país. Además de la tarea general, la ley les asignaba otras específicas. La Facultad de Humanidades debía dirigir las escuelas primarias y dedicarse de preferencia a la Lengua, la Literatura, la Historia y la Estadística Nacional; la Facultad de Matemáticas debía prestar particular atención a la Geografía, a la Historia Natural de Chile y a la construcción de todos los edificios y obras públicas; la Facultad de Medicina tenía que ocuparse del estudio de las enfermedades endémicas y epidémicas que afectaban con mayor frecuencia a la población del país; y la Facultad de Leyes y la Facultad de Teología debían ocuparse de la redacción y revisión de los trabajos que en su campo les encomendara el gobierno.

Otras tareas del sabio

 

La conservación del idioma castellano como un “medio providencial de comunicación” entre los pueblos americanos, fue una de las preocupaciones fundamentales de Andrés Bello. El sabio temía que se reprodujera en Chile “la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la Edad Media”. Para preservar el lenguaje preparó su monumental obra Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos.

Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña coinciden en que esta obra no sólo es la mejor gramática de la lengua castellana, sino una de las mejores de los tiempos modernos en cualquier idioma (Velleman, 1981).

Otro de sus aportes inconmensurables fue la preparación del Código Civil de Chile. En los modernos Estados europeos se había demostrado las ventajas de la codificación, que generaba cuerpos de leyes coherentes, preparados en forma racional y sistemática, por sobre el Derecho común, lleno de vacíos y de normas contradictorias.

Partidario de esta modernización, Andrés Bello sostenía la idea de respetar las peculiaridades del derecho vigente, ordenándolo con técnicas de codificación. Inició este arduo trabajo en 1840. El Código fue publicado el 31 de mayo de 1856 y entró en vigencia en 1857. Por su claridad, exactitud y coherencia fue fácil de aplicar. Asimismo, se adoptó en diferentes países hispanoamericanos. Ecuador y Colombia lo promulgaron con muy pocas modificaciones y sirvió de fuente para los códigos de otras naciones del continente.

Se considera que Andrés Bello es el primer tratadista de Derecho Internacional Público en lengua española. En efecto, sus Principios de Derecho de Jentes (1832) es la primera obra de esta calidad escrita en idioma castellano. En este libro se encuentran ya los conceptos relativos a la protección de una zona marítima exclusiva. Sobre la base de estos conceptos, Chile fue el primer país del mundo en proclamar, en 1947, su soberanía y jurisdicción sobre una zona marítima de 200 millas. Posteriormente, estos mismos conceptos dieron origen a la Comisión Permanente del Pacífico Sur.

La trascendencia de una obra

En el discurso inaugural de la Universidad de Chile, su primer Rector proclamó el espíritu de libertad que siempre debería animarla; por ello declaró: “bajo los auspicios del gobierno, bajo la influencia de la libertad, espíritu vital de las instituciones chilenas, me es lícito esperar que el caudal precioso de ciencia y talento de que ya está en posesión la Universidad, se aumentará, se difundirá velozmente en beneficio de la religión, de la moral, de la libertad misma y de los intereses materiales” (Bello, 1843: 140). Estas expresiones, que son parte de su pieza oratoria magistral, apuntan a lo que debe ser la misión de nuestra Casa de Estudios. Por ello, y de acuerdo al legado del gran autor del Código Civil chileno, nosotros derivamos la idea que la Universidad de Chile nace integrada a la vida misma de nuestra patria, siendo indisoluble tal relación e imprimiendo el carácter Nacional que sustenta a la institución.

Otra afirmación de Andrés Bello, que se proyecta tanto a la existencia misma de nuestra institución, como respecto a la misión que está incorporada a su alma y propósito histórico, es la siguiente: “La Universidad, señores, no sería digna de ocupar un lugar en nuestras instituciones sociales, si (como murmuran algunos ecos oscuros de declamaciones antiguas) el cultivo de las ciencias y de las letras pudiera mirarse como peligroso bajo el punto de vista de nuestra moral o bajo el punto de vista político” (Bello, 1843: 140-141). Aquí hay una fundamental afirmación respecto de la libertad académica para investigar. Sujeta a los valores del desarrollo necesario del conocimiento, y no a esquemas morales o políticos que restringen tal libertad so pretexto de herir o confundir credos particulares, la búsqueda debe inspirarse solamente en sus propósitos últimos. Se trata de una discusión muy antigua y profunda respecto de aquello que debe o no materializar un cierto límite a la capacidad para crear y diseminar conocimiento, lo cual más allá que principios ligados a intereses o credo, requiere del establecimiento de una ética de investigación basada en el respeto a la vida y la naturaleza, pero inspirada en la idea de bien común.

Bello definió y marcó la institucionalidad de la Universidad de Chile en forma clarividente y definitivamente trascendente en el tiempo. Escuchemos al sabio hablar de la Universidad, fruto de su creatividad, con la validez como si sus palabras hubiesen sido dichas hoy: “Otros pretenden que el fomento dado a la instrucción científica se debe de preferencia a la enseñanza primaria. Yo ciertamente soy de los que miran la instrucción general, la educación del pueblo, como uno de los objetos más importantes y privilegiados a que pueda dirigir su atención el gobierno; como una necesidad primera y urgente; como la base de todo sólido progreso; como el cimiento indispensable de las instituciones republicanas. Pero, por eso mismo, creo necesario y urgente el fomento de la enseñanza literaria y científica. En ninguna parte ha podido generalizarse la instrucción elemental que reclaman las clases laboriosas, la gran mayoría del género humano, sino donde han florecido de antemano las ciencias y las letras. No digo yo que el cultivo de las letras y de las ciencias traiga en pos de sí, como una consecuencia precisa, la difusión de la enseñanza elemental; aunque es incontestable que las ciencias y las letras tienen una tendencia natural a difundirse, cuando causas artificiales no las contrarían. Lo que digo es que el primero es una condición indispensable de la segunda; que donde no exista aquél, es imposible que la otra, cualesquiera sean los esfuerzos de la autoridad, se verifiquen bajo la forma conveniente. La difusión de los conocimientos supone uno o más hogares de donde salga y se reparta la luz, que, extendiéndose progresivamente sobre los espacios intermedios, penetre al fin las capas extremas. La generalización de la enseñanza requiere gran número de maestros competentemente instruidos; y las aptitudes de estos sus últimos distribuidores son, ellas mismas, emanaciones más o menos distantes de los grandes depósitos científicos y literarios. Los buenos maestros, los buenos libros, los buenos métodos, la buena dirección de la enseñanza, son necesariamente la obra de una cultura intelectual muy adelantada. La instrucción literaria y científica es la fuente de donde la instrucción elemental se nutre y se vivifica; a la manera que en una sociedad bien organizada la riqueza de la clase más favorecida de la fortuna es el manantial de donde se deriva la subsistencia de las clases trabajadoras, el bienestar del pueblo. Pero la ley, al plantear de nuevo la Universidad, no ha querido fiarse solamente de esa tendencia natural de la ilustración a difundirse, y a que la imprenta da en nuestros días una fuerza y una movilidad no conocidas antes; ella ha unido íntimamente las dos especies de enseñanza; ella ha dado a una de las secciones del cuerpo universitario el encargo especial de velar sobre la instrucción primaria, de observar su marcha, de facilitar su propagación, de contribuir a sus progresos” (Bello, 1843: 145-146). “La Universidad estudiará también las especialidades de la sociedad chilena bajo el punto de vista económico, que no presenta problemas menos vastos, ni de menos arriesgada resolución. La Universidad examinará los resultados de la estadística chilena, contribuirá a formarla, y leerá en sus guarismos la expresión de nuestros intereses materiales. Porque en éste, como en los otros ramos, el programa de la Universidad es enteramente chileno; si toma prestadas a la Europa las deducciones de la ciencia, es para aplicarlas a Chile. Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria” (Bello, 1843: 147).

Andrés Bello ha sido de los intelectuales de mayor relevancia en la región latinoamericana, e indudablemente el gran Rector de la Universidad de Chile, inspirador del ser institucional y de las tareas misionales plenamente vigentes hasta nuestros días.

Su versatilidad fue unida a la profundidad con que abordó cada tema de que se hizo cargo, y logró proyectar vívidas y fuertes ideas de contenido y amplia proyección en el tiempo. El discurso inaugural de la Universidad de Chile constituye un documento de excepción, donde se explicita una visión y una misión institucional plenamente vigente en su forma más amplia a pesar de los cambios sustanciales en la organización del Sistema Universitario chileno. Fue el mismo Bello quien hablara del “acomodo” como la permanente y necesaria actitud innovadora de la Universidad en respuesta al cambiante marco externo. La idea de Universidad Nacional –es decir, aquélla que prioriza los temas de país en el diseño de su investigación, docencia y extensión– sigue siendo la fuente inspiradora de mayor importancia en el actual diseño del trabajo institucional. Por tal razón, el examen de la vida e influencia de Andrés Bello no puede reducirse a un frío recuento histórico, ya que por su esencia y vigencia debe referirse un examen del trabajo institucional presente, y constituir una permanente y poderosa admonición sobre las tareas futuras. Tal es la impronta trascendente de su trabajo señero; ese es nuestro grado de adhesión a la causa que abriera para responder al reto majestuoso de las naciones y del conocimiento.

Venezuela y Chile fueron privilegiados al contar con una persona como Andrés Bello. Sostienen algunos historiadores que los himnos nacionales de ambos países contaron, en sus letras, con el aporte de Bello, a pesar de algunas evidentes licencias del lenguaje.

En su portentosa obra de aporte a Chile, Andrés Bello nunca dejó de tener un recuerdo de su patria lejana y natal, y así lo expresó en una carta enviada a su hermano Carlos desde Santiago de Chile el día 17 de febrero de 1846: “En mi vejez, repaso con un placer indecible todas las memorias de mi patria (recuerdo los ríos, las quebradas y hasta los árboles que solía ver en aquella época feliz de mi vida). Cuántas veces fijo la vista en el plano de Caracas, creo pasearme otra vez por sus calles, buscando en ellas los edificios conocidos y preguntándoles por los amigos, los compañeros que ya no existen… ¡Daría la mitad de lo que me resta de vida por abrazaros, por ver de nuevo el Catuche, el Guaire, por arrodillarme sobre las losas que cubren los restos de tantas personas queridas! Tengo todavía presente la última mirada que di a Caracas desde el camino a La Guaira. ¿Quién hubiera dicho que en efecto era la última?” (Bello, 1984:116-117).

En la despedida final a Andrés Bello su sucesor en la Rectoría de nuestra Universidad, el profesor Ignacio Domeyko expresó: “no es dado enumerar fríamente los inmensos méritos y servicios de Andrés Bello, que, si pudiéramos recordarlos todos, dudaría la razón que en una sola vida, un solo hombre, pudiera saber tanto, hacer tanto y amar tanto” (Domeyko, 1865: 412).

Termino como lo hiciera magistralmente el Profesor Andrés Bello López, en la ocasión de la instalación de su obra cumbre, la Universidad de Chile: “No debo abusar más tiempo de vuestra paciencia. El asunto es vasto; recorrerlo a la ligera es todo lo que me ha sido posible”.

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