Durante la década 1980-1990 el paradigma biológico dominante lo constituyó la importancia máxima atribuida a los genes en la especificidad de numerosas actuaciones fisiológicas, patológicas, conductuales, antropológicas, etc. Desde entonces el público ha estado continuamente inundado con noticias sobre los nuevos avances en la clonación y función de los genes. Esta atmósfera alcanza su clímax con el anuncio hecho por Craig Venter, en febrero de 2001, de la secuenciación de prácticamente todo el genoma humano (el cual no contenía 100.000 genes como primitivamente se creyó, sino sólo 30.000). Se cumplía así el objetivo de lo que se consideraba 'el proyecto más importante y significativo que la especie humana haya jamás intentado', el Proyecto del Genoma Humano, aclamado como esperanzadora fuente de la que fluirían grandes beneficios para la Humanidad. Así surge una corriente reduccionista que asegura que la clave misma de nuestra condición humana es el genoma humano, el cual definiría nuestras debilidades y límites en cuanto miembros de la especie Homo sapiens. Sin embargo, pocos logran aceptar aún que la vida y el hombre mismo se han convertido en objetos de investigación y no sólo de revelación[1].

Por otra parte, han surgido voces de destacados científicos haciendo notar que constituiría un gran error quedarse con el enfoque reduccionista y pensar que saberlo todo acerca de un gen nos dará la capacidad de predecir su papel en el conjunto de factores que inciden en el funcionamiento normal y patológico del cuerpo humano, pues los genes actúan en el contexto del organismo 'in toto', entero, y también del entorno (ambiente), al que Ortega y Gasset[2] se refirió al decir 'vivir es ocuparnos con las cosas en torno. Es a la vez estar dentro de sí (intimidad reclusa del organismo) y fuera de sí (el mundo exterior)'. ( Ortega y Gasset, 1961: 271-272) Ésta es una clara situación de disparidad de criterio sobre la génesis de nuestra condición humana la que, durante más de un siglo, ha mantenido divididos a los biólogos frente a esta alternativa o dilema de si la clave de nuestros actos como seres humanos reside en el entorno (ambiente) o en los genes (herencia, naturaleza).

Ahora Matt Ridley, el exitoso escritor científico, autor del superventas Genoma, se propone, a través de los diez interesantes capítulos de la obra que reseñamos, ¿Qué nos hace humanos?, acabar, paso a paso, con esta falsa dicotomía y llegar al punto medio, convencido de que tanto la naturaleza (herencia) como el ambiente, explican en su interacción la conducta humana y una voluntad libre influida por el instinto (genes, la cultura y la experiencia (entorno). No se trata ya de la herencia o naturaleza frente al ambiente sino de la herencia a través del ambiente, como lo señala el título original del libro Nature via Nurture. (Se ha traducido nurture como 'ambiente o entorno' que comprende la educación, la cultura, la familia, así como todos aquellos elementos externos que pueden influir en nuestro modo de ser o conducta. Paralelamente, se ha traducido nature como 'naturaleza o herencia').

Este nuevo libro de M. Ridley es notable por el integrador tratamiento científico del tema, su lúcida exposición, su apasionante desarrollo. En él se intenta mostrar cómo se conforma el cerebro humano para dar soporte al entorno, se expone, de manera brillante, cómo la naturaleza humana es una mezcla de los principios generales de Darwin, la herencia adquirida, los instintos o impulsos, los genes, las leyes de la herencia, los reflejos condicionados, el entrenamiento, las asociaciones, la historia personal, la experiencia formativa, la realidad de los hechos sociales, la cultura, el desarrollo con la imitación del aprendizaje y la creación de lazos afectivos descritos por K. Lorenz. Todos estos fenómenos confluyen en la mente humana y constituyen la naturaleza del comportamiento del hombre, pero no es correcto situar todos estos fenómenos a modo de espectro que abarque desde lo genético a lo ambiental. Hay que entender los genes si se quiere comprender cada uno de los fenómenos mencionados. Los genes son los que permiten que la mente aprenda, recuerde, imite, cree lazos afectivos, absorba cultura y exprese instintos. No son ni maestros de títeres ni planes de acción, señala Ridley. Tampoco los genes son sólo portadores de la herencia. Permanecen activos durante toda la vida; se activan y desactivan mutuamente, responden al ambiente y a la experiencia. Constituyen causa y consecuencia de nuestras acciones. Pero, a pesar de su inevitabilidad y poder, no cabe duda de que los genes no están en contra de los partidarios del entorno, sino más bien de su parte.

Los genes hox, cuya función es trazar el plano del cuerpo durante su desarrollo precoz[3], codifican para los «factores de transcripción» que son proteínas que se unen a una región específica del DNA llamada «promotor» la cual está en una posición anterior al propio gen. Los promotores actúan como termostatos permitiendo que se exprese o no el gen correspondiente. Es por los promotores, según Ridley, donde los científicos esperan encontrar la mayor parte del cambio evolutivo en animales y plantas.

Se concluye que la evolución de las especies es una diferencia de grado, no de clase, y sorprende el que los animales evolucionen adaptando los termostatos situados en el exterior de los genes (promotores, etc.). Se puede, así, estimular la expresión de un gen cuyo producto estimula la expresión de otro gen el cual suprime, a su vez, la expresión de un tercero, y así sucesivamente. En esta pequeña cadena, se intercalarían los efectos de la experiencia. Algo externo - como la educación, la alimentación, una riña, un fármaco, una carencia bioquímica o un amor correspondido, por ejemplo ­ puede influir en uno de estos termostatos o promotores. De repente, el entorno puede empezar a expresarse a través de la naturaleza (los genes).

La evolución hasta los homínidos se produjo a través de la adaptación de los promotores de genes más que de los propios genes, lo que de paso permitiría explicar también cómo se consiguió que se agrandara el tamaño del cerebro humano. Pero esto requeriría el agrandamiento de los huesos del cráneo, a fin de albergar esta masa cerebral mayor. Recientemente, un grupo de investigadores estadounidenses postuló que, hace unos 2,4 millones de años, se produjo una diminuta mutación del gen «MIH16» que codifica para una proteína de la musculatura mandibular (un tipo de miosina), debilitándola. Como los cambios de la musculatura tienen influencia sobre los huesos que sostienen, el debilitamiento mencionado permitió que los huesos del cráneo se volvieran más grandes, posibilitando un cerebro más voluminoso y de mayor potencialidad[3].

¿Cómo organiza el genoma al cerebro para expresar los instintos? William James pensaba que el amor es el más fuerte de los instintos. Algunos han deducido que, si esto es cierto, debe haber algún factor hereditario que dé lugar a un cambio físico o químico en nuestros cerebros cuando nos enamoramos; ese cambio produce la emoción de enamorarse, no al revés. Tom Insel ha demostrado que un determinado estímulo externo provoca un aumento en el número de receptores para oxitocina y para vasopresina en los sitios límbicos, los cuales se activan al liberarse la hormona correspondiente para conferir un valor de refuerzo selectivo en una pareja[4] o, dicho en lenguaje poético, se produce el enamoramiento. Así se da en los ratones de campo que viven en pareja, son monógamos y ambos cuidan de la cría, no así en los ratones de monte en que el macho es polígamo y la hembra no cuida a sus crías. Los trabajos de Insel revelaron una gran diferencia en la distribución de los receptores moleculares en el cerebro de ambos tipos de ratones pero no en la expresión de las dos hormonas. Son, pues, los receptores moleculares los responsables de la estimulación de las neuronas en respuesta a las hormonas. El grupo de Insel logró transformar la conducta del ratón de monte alargando su promotor (ratón transgénico).

Este ejemplo de la participación de los genes en el comportamiento humano constituye una verdadera aproximación al conocimiento de la neurobiología del amor.

Otro ejemplo relacionado con el comportamiento humano, en que participan genes y entorno, es el de la expresión de rasgos conductuales con violencia ligados al genotipo en adultos jóvenes con un pasado de maltrato y abuso, físico, sexual o emocional en su niñez. El trabajo señala la importancia de los factores sociales y la participación de un gen particular representado por cierta forma de la enzima monoaminooxidasa (MAO), denominada MAO-A, la cual es de menor actividad y provoca, por tanto, una anomalía conductual de violencia al no poder degradar adecuadamente el exceso de neurotransmisores, impidiendo una satisfactoria comunicación interneuronal. La conducta de hiperagresividad antisocial era mucho más frecuente (el doble) en varones con genotipo asociado a bajo nivel de MAO-A y que habían sido maltratados en su niñez[5].

Por último, M. Ridley señala que cambios mutacinales puntuales en la secuencia genética que codifica para la proteína llamada factor neurotrófico derivado del cerebro o BDNF llevan a que los individuos sean más o menos neuróticos o bien pueden producir también depresión.

Lo extenso del libro y su enorme contenido informativo, así como el reducido espacio que debe tener una reseña, nos impiden evaluar otros aspectos interesantes de la obra como los genes en la cuarta dimensión (la temporal), el imprinting de Lorenz, el aprendizaje, las relaciones de la cultura con la herencia y el medio ambiente, etc.

En suma, un libro inteligentemente compuesto, estimulante, instructivo, que desarrolla los conocimientos sobre la acción de los genes y el medio ambiente de manera muy clara y actualizada, un libro que merece ser entusiastamente recomendado.

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Notas

[1]

Golub, E.S. Los límites de la medicina, 1996, Ed. A. Bello, Santiago, 1966.  volver

[2]

Ortega y Gasset, J., El Espectador, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, (3a ed). volver

[3]

Pennisi E.; 'Primary Bite Brawn versus Brain', Science (Washington D.C.) 303, 2004:1557. volver

[4]

Insel, T.R. & Young, L.F., A neurobiology of attachment, Nature Reviews in Neuroscience, 2, 2001:129-136. volver

[5]

Sapag-Hagar, Mario, La unidad bioquímica del hombre: de lo molecular a lo cultural, Santiago, Ed. Universitaria, 2003. volver