En representación de la familia Domeyko, tengo el honor de intervenir en este acto para agradecer el hermoso homenaje rendido a nuestro antepasado por tan distinguidas personalidades y recordar en pocos minutos a Ignacio Domeyko no ya como científico y rector sino como fundador de una familia en su patria adoptiva.

Sólo la coincidencia de acontecimientos ocurridos en Chile y en tierra polaca, unidos al inefable azar, hicieron posible que Ignacio Domeyko dejara una familia en Chile. Os invito a recordarlos rápidamente.

A fines de 1846, concluido el compromiso docente con el gobierno de Chile, Ignacio Domeyko se dispone a regresar a Europa. Se une a esa circunstancia el hecho que en tierra polaca ha estallado la rebelión contra los opresores y él desea participar en la aventura.

Viaja desde el norte a Santiago, donde espera el barco procedente del Perú que deberá conducirlo a Europa. Pero de inmediato es solicitado para desempeñar trabajos esporádicos que van tejiendo los primeros lazos con la Universidad recientemente creada.

El resultado es que, absorbido por el trabajo, el barco recala en Valparaíso y debe continuar viaje sin él, porque la estadía en Santiago se prolonga más allá de lo previsto.

Pasa el tiempo, la rebelión de los polacos es sofocada, y con ello merma su interés por regresar a Europa, y, en la misma medida, crece su compromiso con Chile, que en los años 1848 y 1849 ya tiene raíces muy profundas.

Llega así el momento en que Ignacio Domeyko está absorbido por la actividad cultural de ese Chile naciente que él observa con sorpresa y especial cariño. Y en su interior siente que, eliminada la posibilidad de participar en la aventura de recuperar su patria polaca, su decisión final ya no puede ser otra que participar decididamente en otra aventura maravillosa, la de crear una nueva nación, a la que tanto puede aportar.

Y es en tal coyuntura de decisión que busca un punto de apoyo material en la tierra en que ha decidido establecerse y un retiro de tranquilidad para su espiritu, y decide comprar una casa en las afueras de la ciudad, actual calle Cueto, donde se establece por largos años.

Y es ese el momento en que interviene la misteriosa mano del azar. Porque curiosamente es allí cuando conoce en 1850 a una joven y hermosa vecina, Enriqueta Sotomayor, con quien no tarda tres meses en contraer un matrimonio que le dio veinte años de inmensa felicidad.

De esa unión sobrevivieron tres hijos: una mujer y dos varones. La mujer, de nombre Ana, casó con un primo polaco que tuvo la audacia de viajar a Chile a visitar a su tío y la llevó de vuelta a Polonia y el mayor de los varones, de nombre Hernán, profesó en el sacerdocio. De manera que fue el hijo menor, de nombre Casimiro, el segundo tronco de nuestra familia Domeyko.

Tenemos a Ignacio Domeyko instalado en calle Cueto. Es allí donde nacen y crecen sus hijos. Es allí donde disfrutó el calor de su familia. Es allí donde sufrió la pérdida prematura de su esposa Enriqueta. Allí vivió. Allí creó. Allí murió.

Y después de su muerte, ha sido esa casa la morada de sus hijos, nietos y bisnietos.

Es por eso que la tradición familiar no puede separarse de la querida casa de calle Cueto. Quienes la habitaron aprendieron que la felicidad se encuentra en la paz de sus corredores abiertos al jardín plantado por Ignacio. Y todos hemos tenido en especial consideración su petición testamentaria de que fuera siempre conservada por sus hijos.

Fallecida su esposa en 1870, Ignacio hubo de tomar su lugar en el triste hogar sin madre, restando de su trabajo el tiempo para dirigir personalmente la formación moral y los estudios académicos de sus hijos a quienes transmitió sus preciados valores.

¿Cuáles son esos valores?

Ignacio Domeyko tuvo una profunda fe en Dios, que guió todos sus actos. En oposición a la corriente filosófica de su época, jamás percibió la fe cristiana opuesta al conocimiento científico. Fe y ciencia fueron para él un solo camino hacia la verdad.

Tuvo también un gran amor por su tierra polaca maltratada y despedazada en tres, a cuyo recuerdo dedicaba un día entero de cada semana, e igualmente ya había comenzado a amar a su patria adoptiva que había acogido al polaco del destierro como uno de sus hijos predilectos.

El amor a Dios y a la Patria se aunaron en Ignacio Domeyko como en todo polaco, pues se dice que cuando un polaco va a la iglesia va a estar con Dios y con Polonia.

No tuvo interés por el dinero que para él fue un medio pero jamás un fin, y así lo demostró, porque habiendo podido legítimamente aprovechar sus conocimientos geológico y mineros para hacer fortuna, prefirió dirigir su actividad al interés público.

Deseo no dejar de mencionar su preocupación por la gente humilde y por las condiciones de trabajo en las faenas mineras, que muchas veces lo horrorizaron, pues, no obstante no ser en Chile diferentes que en otras partes del mundo, lo poseía un profundo espíritu social que no correspondía a su época.

La verdad es que fue en todo un adelantado.

Tal es el legado familiar recibido de nuestro antepasado a través de cinco generaciones: una fuente de agua mansa en que todos hemos podido beber. Fue recogido por sus hijos y sus nietos. ¿Cómo no recordar a mi padre y a sus hermanos? ¿Y cómo no recordar en este momento a la nieta de Ignacio Domeyko, doña Anita Domeyko de Salazar, quien no pudo acompañarnos hoy por su avanzada edad?. En ella florecieron con esplendor las cualidades de su abuelo, y en especial su amor a Polonia, que expresó y sigue expresando en su tierna dedicación a cada polaco que pisa tierra chilena, valor escogido del legado de Ignacio Domeyko como fundador de una familia chilena.