Continúa el extracto del número antecedente [4]. Concluye extracto de la obra de Esteban Junio Bruto, "Vindiciae contra tiranos" (Véase Tomo II, Nº 8, Jueves 4 de Marzo de 1813)

 

 

 

Veamos ya cuál fue la causa del establecimiento de la primera magistratura, sea cual fuere su nombre, y cuáles sus deberes.


Conviene todo el mundo en que los hombres, que naturalmente aman la libertad, aborrecen la servidumbre, y nacieron más para mandar que para obedecer, no se sujetaron a la voluntad de otro sino por la esperanza de un gran bien. El caballo, que vivía en libertad en los campos, jamás habría experimentado el freno, dice Esopo, a no haber esperado vencer al toro. No creamos, pues, que se eligieron los príncipes para que aplicasen a sus particulares usos los bienes adquiridos por el pueblo con tanta fatiga: ellos no recibieron de su mano la autoridad para que sirviese a sus placeres; porque en general los pequeños no aman a los grandes. Ellos fueron elevados para hacer reinar la justicia, y proteger a1 pueblo por la fuerza de las armas. El objeto único de la dominación es el bien público. La alta magistratura es menos un título honorífico que un peso inmenso; y decía bien un antiguo, que si conociésemos las espinas que ocultan las insignias de la primera dignidad, no las recogeríamos, aunque las viésemos en el suelo.


Se estableció pues la primera magistratura para administrar la justicia, y conducir los pueblos a la guerra. Esto prueban las historias sagradas y profanas. Así dijeron los judíos a Samuel: "danos un rey como tienen los otros pueblos; él nos juzgará, saldrá a la guerra delante de nosotros, y dirigirá nuestras armas”.


Si la primera magistratura ha de juzgar y gobernar al pueblo, no es según su capricho, sino según las leyes, sin las cuales no pueden ser los hombres libres, ni felices. Todos se burlarían de un carpintero que se creyese deshonrado si usaba de la regla y del compás de que usan los mejores artistas; y no menos se reirían del piloto que condujese los vageles más por su idea que por la brújula, la observación y los principios. La ley es la [el] alma de toda autoridad; ella le da el sentimiento y la acción; la autoridad es como el instrumento por medio del cual la ley despliega sus fuerzas, ejerce sus funciones, y expresa su voluntad. La ley es la expresión abreviada de la razón ilustrada de los sabios, y de la razón pública. La ley es una inteligencia sublime y tranquila, superior al odio, a la ambición, a las preferencias, a los ruegos y a las amenazas. Al contrario, el hombre, por ilustrado y hábil que sea, está expuesto a todas las pasiones. Valentiniano tenía una bella alma, y permitió la poligamia siguiendo el dictamen de su corazón.


Se ha oído muchas veces decir a los impostores que los príncipes tienen sobre sus súbditos derecho de vida y de muerte, como lo tuvieron antiguamente los amos sobre los esclavos. Pero la razón y la historia nos dicen que ellos no son más que ministros de la ley: siempre que se aparten de ella son tiranos. De aquí es que antiguamente en Francia no podía el rey indultar a un reo, sin que los jueces examinasen sí podía haber lugar a la gracia, y durante el examen, estaba el reo a la barra con la cabeza descubierta y arrodillado. Así se vieron ejecutados criminales que habían obtenido perdón del rey, y al contrario, se han [ha] absuelto [a] algunos condenados por el rey; a veces quedaron impunes crímenes cometidos en presencia del rey por no haber otros testigos, como sucedió en la persona de un extranjero acusado por Enrique II. De este modo, la primera autoridad armada de la fuerza del Estado no puede quedar expuesta a la sospecha de proceder por sentimientos propios, ni dejar impunes los atentados contra los particulares.


Estando demostrada la majestad y los derechos del pueblo, es claro que todos sus individuos deben sostenerlos por todos los medios imaginables. El derecho natural nos arma contra la violencia, y primeramente nos enseña a defender nuestra vida y nuestra libertad, sin la cual es bien despreciable la vida. La naturaleza ha dado este instinto a todos los animales, a los perros contra los lobos, a los toros contra los leones, y sobre todo al hombre contra el hombre mismo, si la injusticia y el furor lo reducen a la condición de las fieras. Lo que hace ver que el que pone en duda si deba o no defenderse, está fuera de la naturaleza. Éste, o es un monstruo, o es una sabandija que debe ser expelida de la sociedad humana. Las convenciones recíprocas, que separan las posesiones y los reinos, plantan los límites e indican las fronteras que cada pueblo ha de defender de las invasiones exteriores, añaden nuevos motivos de resistencia a los que nos presenta el derecho natural. Poco hace al caso que sea un Alejandro Magno, o un corsario Diomedes el que ataca nuestros derechos. Alejandro, saqueando una provincia, derribando los muros de una ciudad, no es más respetable que un ladrón que, o nos acomete en el campo, o quebranta las puertas de nuestra casa.


Además del derecho natural y de gentes, hay aún el derecho político, según el cual se gobiernan diversamente las sociedades. Las unas tienen un gobierno monárquico, las otras un gobierno aristocrático, democrático o combinado de varios modos; unas tienen un gobierno hereditario, otras electivo. Si hubiese pues alguno que, o por fraude, o por violencia, intentase abolir el derecho que tiene el pueblo de gobernarse como mejor le parece, la resistencia es entonces un deber común, pues están amenazados los derechos de la sociedad, a quien debemos cuanto somos; y nuestra negligencia destruiría la patria, a cuya conservación nos obligan las leyes y los sentimientos de la naturaleza. El que piensa de otro modo es un aleve, un estúpido, un traidor que no debe vivir en el seno de la patria. Nos precisan pues el derecho natural, el de gentes y las leyes políticas, a tomar las armas contra cualquiera que invada la libertad nacional y las prerrogativas sociales; y no hay razón alguna que nos lo prohiba; ni juramento, convención, ni obligación pública o particular, que pueda detenemos. El menor de los individuos está obligado a repeler la fuerza con la fuerza, a oponerse con las armas al torrente de calamidades que amenazan a su país; y no puede llamarse rebelde el que defiende a su patria. En tales casos deben prestar todos aquel juramento que hacían los jóvenes de Atenas en el templo: "Yo combatiré por la religión, por las leyes y por los hogares, sólo o con los que quieran seguir mi ejemplo; y haré cuanto me sea posible para dejar a la posteridad la patria en el mismo estado de grandeza y de gloria en que yo la recibí”. No se aleguen pues contra el ardor y los nobles sentimientos del patriotismo las leyes establecidas contra los sediciosos. Sólo es sedicioso el que subleva los pueblos contra el buen orden y la disciplina pública; pero los que repelen a los destructores de la patria, del orden establecido y del gobierno adoptado, que debe ser para todos venerable y sacratísimo, éstos se oponen a la sedición en lugar de excitarla, y a éstos se decretaban en la antigüedad estatuas e inscripciones gloriosas. Es cierto que no siempre, y principalmente en los principios, las grandes causas tienen gran número de defensores, porque los intereses personales prevalecen sobre los públicos en los pueblos corrompidos, y la ignorancia es más poderosa que la razón; la tiranía suele tener más partidarios que la república. Pero la justicia de la causa, el amor patrio, el deseo de una gloria inmortal, aunque circulada de peligros, deben sostener a las almas fuertes nacidas para este género de empresas. Mientras ellas existan, vive la república. Aunque sucediese una calamidad inesperada, Roma, decía Pompeyo, existe donde existe el gobierno republicano, y el gobierno republicano existe donde está el respeto de las leyes, el amor de la libertad, y el deseo de la salud de la patria.


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[4]

(Nota en el título). Véase Tomo II, número 8, Jueves 4 de Marzo de 1813 (N del E).

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