Sin título ["El comercio, esta alma moral del mundo..."]. Texto suscrito por Salustio y Horacio (Manuel de Salas y Camilo Henríquez), referido a la existencia de moneda fraccionaria

 

 

 

El comercio, esta alma moral del mundo, este gran vínculo con que el Autor de la Naturaleza ha ligado los pueblos dándoles producciones, genios, climas diferentes, es un bien cuyo incremento es proporcionado, o su extensión, o a su rapidez, a la manera del ejercicio corporal que puede hacerse, o andando un largo espacio de terreno, o recorriendo muchas veces un habitación reducida. Esto último sucede en el tráfico interior y que se hace con pequeño principal, y sin el cual no pueden pasar los ciudadanos. En él suple la celeridad por la magnitud, y veinte compras y ventas chicas producen lo que una venta o compra de una gran factura. El dinero, que por su lubricidad se introduce en todo, convierte en todo, y todo lo franquea es, decía Hume, el aceite que conserva el movimiento fácil de esta máquina. Por eso los buenos economistas desean que lo haya de todos tamaños, para que más fácilmente se convierta en todas las cosas, acomodándose a ellas, y no ellas a él. Así, en todo el mundo la cantidad de dinero se proporciona al número, peso y medida de las cosas comprables, y no estas a la moneda, como sucede en nuestro Chile. Por eso se dice en todas partes: la libra de pan vale tantos cuartos, la de carne vale tantos, la vara de chorizos vale tantos maravedíes, etc., y no: véndame V.D. medio de papas, un real de carne, medio de pan, etc., equivocando la medida con la cosa medible, y poniendo el signo en lugar del significado, o la representación por lo representado. Por eso se ha procurado que se selle cierta poción de moneda menuda, y en cada estado hay su moneda peculiar, y aún en las provincias suele haber una que sólo circula en ellas, con lo que se consigue, que no extrayéndose, no falta jamás. Este mismo objeto tiene la plata macuquina, y con el mismo fin se acuñan los cuartillos, de tanta utilidad, que bastaría a manifestarla el empeño que hacen por llevarlos fuera del reino, pagándolos a un precio que nos priva de la comodidad de su uso, a pesar de las grandes sumas que se han amonedado. Antes de su introducción se palpaba la necesidad de hacerlo, en el arbitrio de que usaban los bodegoneros forjando unas monedas de plomo, de suela y de madera que llaman señas, para dar a los compradores, que llevaban de sus tiendas alguna especie que importaba menos de medio real, que era la moneda menor que había entonces. Esta misma necesidad se palpa ahora porque si aquella disposición fue buena, también lo será adelantarla, y acabar de extinguir el mal que producía su defecto. Este mal aún existe hoy, y es muy grande principalmente para la gente pobre, y es muy incómodo en el uso doméstico, y a cada paso se hace más sensible en un país tan abundante como el nuestro. Un ejemplo aclarará la materia. Una pobre mujer necesita una vara, y no más de cinta angosta de algodón; pasa un niño pregonando huinchas a 3 varitas por medio, y para ocurrir a su urgencia, le compra precisamente vara y media, porque de otro modo el muchacho no puede venderle, no habiendo menor moneda que el cuartillo; y así viene esta infeliz a gastar un tercio más de lo que necesita. Esto mismo sucede, y con más frecuencia en todas las especies que se emplean en los alimentos. La necesidad ha hecho aún subsistir en los bodegones o tiendas de abastos, el uso de las señas, que entre otros muchos inconvenientes tienen dos muy palpables; el primero es el que estas monedas arbitrarias, y peculiares y diversas en cada bodegón, no pueden darse de limosna; pero si tuviésemos otras monedas pequeñas, y de uso general en todo el reino, como ochavos, etc., los pobres hallarían un socorro más pronto y frecuente; el segundo inconveniente es el que dichas señas no sirven, como es notorio, para comprar por las calles, y en los puestos y plaza ya un vaso de leche, ya una pequeña cantidad de frutas, etc. Este inconveniente es grande y repugnante en un país tan barato como el nuestro, con la circunstancia que recae el perjuicio sobre la clase más numerosa e indigente, que es la que todo compra por menor.


Se dirá ¿qué remedio? Lo hay, fácil, barato y aún con ganancia. ¿Lo diré? Séllese cobre. Ya diviso el rostro airado y amenazador de los prevenidos contra este pensamiento. El asunto interesaba a todos, y todos deben discurrir sobre él y exponer sus objeciones. Las aguardan con moderación para satisfacerlas,


Salustio y Horacio.