Civilización de los Indios. Relativo a las relaciones con pueblos indígenas. Relación de algunos Parlamentos

 

 

 

Nada hay más digno de los deseos de las almas buenas y sensibles, que la conversión, civilización y cultura de nuestros indios; pero hasta ahora no ha habido otra más lenta, más costosa, ni más difícil. Desde el principio concibieron contra nosotros odios eternos, y un sentimiento de desconfianza los ha tenido siempre en un estado de inquietud, división y recelo; pudiendo haber vivido en paz, felicidad y abundancia en las dilatadas regiones que ocupan, que las más de ellas son las más fértiles y bellas del país, sin temor, ni incomodidad de nuestra parte por la autoridad y sanción inviolable de nuestro gobierno. El examen de los documentos antiguos nos pone en estado de afirmar que desde el año de 1555 no han sido agresoras nuestros armas, a lo menos con aprobación de las autoridades constituidas. Desde aquella época se ha observado la Real Provisión de la Audiencia del Perú, llena de humanidad y justicia, en que se ordena: "Que en Chile no se proceda a más descubrimiento, ni población, ni castigo, ni allanamiento de los naturales, procurando traerlos de paz por las mejores vías, y medios, que pudieren, sin les hacer guerra. Pero si los dichos naturales la hicieren, queriendo despoblar los pueblos poblados, y echar de ellos a los Españoles; procuren conservarse con el menor daño de los naturales, que se pueda. Y que los vecinos de la Concepción pueblen aquella ciudad, entendiendo para ello que se pueda hacer sin riesgo de ellos, ni muerte de los naturales". Así se hablaba en un tiempo en que estaba tan reciente la destrucción de las ciudades de la Concepción, Imperial, Valdivia, Osorno y Angól, causada por los indios, y en que aún humeaba la sangre de tantos españoles. Desde entonces se procuró con más eficacia atraerlos por la persuasión y medios pacíficos, pero con poco o ningún fruto. Es en efecto muy natural que la paz y unión sea impracticable con los pueblos que han concebido desconfianza; ni que deje de haber desconfianza, mientras se perciba aún la sombra de superioridad, dominación, e imperio. Esta consideración debía haberse tenido muy presente cuando se trataba con los naturales de Chile, nación tenaz en sus propósitos y celosísima de la conservación de su libertad. Siempre les ha sido más amable que la vida y que todos los bienes. Este sentimiento heroico les hacía mirar con placer los horrores de la guerra; y costó a nuestros mayores muchas fatigas y mucha sangre. Sin embargo de la superioridad de nuestras armas, y de nuestra táctica, habían perecido más de veinte y cinco mil españoles en los innumerables encuentros que tuvieron con ellos hasta la paz de Negrete. Las siguientes cláusulas de una carta del Cabildo de Santiago al Soberano, dada en 30 de Agosto de 1567, expresan las angustias a que los había reducido el esfuerzo y tenacidad de los indios: "Después (dicen) que a nuestra costa con vuestro Gobernador Pedro de Valdivia conquistamos y poblamos esta ciudad de Santiago, vivimos cuatro años en continua guerra con los indios; y para su sustentación teníamos en una mano la lanza, y en la otra el arado; la costa y el gasto, que en varias ocasiones hemos hecho todos los vecinos de esta ciudad, sube de cuatrocientos mil pesos, y por ello estamos adeudados y pobres que no ha quedado casa ni hacienda que no hayamos empeñado y vendido. De los conquistadores, que en esta ciudad somos vecinos, no hay tres que puedan tomar las armas, porque están todos viejos, mancos y constituidos en todo extremo de pobreza".


El medio más directo de sujetar los indios a civilización y policía era reunirlos en poblaciones; pero sin duda el recelo de que este medio se encaminaría a sujetar estas poblaciones a magistrados españoles, a ocupar y dividirnos sus campos, y aniquilar sus usos y costumbres, lo hizo impracticable. Este gran designio ocupó todo el tiempo de la presidencia del Mariscal de Campo don Antonio Guill y Gonzaga; antes de empezar la fundación de las villas en la Frontera, intentó reducir a poblaciones los vutalmapus; para esto los convocó a parlamento; les concedió que fuese en sus mismas tierras para inspirarles más confianza; celebróse en el campo del Nacimiento el 8 de Diciembre de 1764. Se estableció solemnemente que todos los indios se reducirían a pueblos en sus mismas tierras en los lugares que eligieren. Pero como ellos piensan asegurar su libertad en su desgreño y dispersión, eludieron cumplir los tratados con vanos pretextos. Notando su frialdad y conociendo sus intenciones, el señor Gonzaga mandó por último recurso que se fundasen tres pueblos con nombre de ciudad por medio de la fuerza. Entonces los indios recurrieron a las armas, sitiaron los destacamentos de tropa que había penetrado a sus tierras, mataron a los sobrestantes de las obras comenzadas, y precisaron a que se abandonase un designio concebido para su felicidad. Conservando aún el año de 1769 el rencor y memoria de esta tentativa, decretaron en su gran Congreso renovar la guerra; confiaron el mando de sus armas al cacique don Agustín de Curiñancu, quien reclutó tropas y atacó de improviso las descuidadas plazas de la Frontera. El suceso no correspondía a sus esperanzas, pero la inquietud no cesó hasta el año 1771 con gasto de un millón y setecientos mil pesos del Real Erario. En el parlamento en que se restableció la paz, se les prometió en nombre del Rey y de toda la nación española, que jamás se alteraría su modo de vivir, ni se les obligaría a reducirse a pueblos. Merece notarse en este caso que el señor don Francisco Morales, Presidente del Reino, alega por causa principal para concederles la paz que "que está mandado por el Rey, que en su real nombre se les perdone la revolución, y que se les trate como a vasallos con quienes gusta ejercitar su clemencia", pero los naturales no dieron la menor señal de reconocerse por vasallos, sino por una nación libre e independiente, que entra[ba] de nuevo en paz y amistad con un Soberano por medio de sus representantes. Me parece augusta la ceremonia con que se afirmaron las paces y se terminó aquel respetable Congreso, que recuerda la majestad y sencillez de las conferencias y alianzas de las naciones antiguas. Pusiéronse [23] dos piedras, y en medio de ellas se encendió fuego, acercáronse a él ambos partidos. Los señores Curiñancu, Guener, don Juan de Caticura, Cheuquelemu, caciques y representantes de sus respectivos estados, o vutalmapus, rompieron cada uno una lanza, y la arrojaron al fuego. Don Pablo de la Cruz, Sargento Mayor de la Frontera, rompió dos fusiles por parte de los españoles, y los arrojó igualmente al fuego. Don Miguel Gómez tremoló sobre el fuego por nuestra parte cuatro banderas; los caciques dieron con las suyas de paz tres vueltas alrededor del fuego, el cual apagaron con vino en señal de que quedaba apagado el fuego de la guerra. En fin los caciques recogieron del fuego los hierros de las lanzas y de los fusiles, y los presentaron al presidente dándole muchos abrazos, y aquel señor proveyó auto en que manda que "estos honrosos fragmentos se guarden en la caja de depósito de la ciudad de Santiago". Lo expuesto hasta aquí nos manifiesta que la reducción de los indios a poblaciones, civilización, orden y policía debe intentarse por medios indirectos, que serán seguros si son naturales y análogos a su carácter y sentimientos. Como estos hombres anteponen todos los males posibles a la pérdida de sus tierras y de su libertad, rehusarán constantemente con sinceridad prestar oído a todo género de proposiciones, si no se les hace entender de antemano que han de permanecer siempre libres e independientes, gobernándose por sus propios magistrados, sin disminuir un punto la dignidad de sus caciques, y que sólo esperamos de ellos una confederación permanente y una cooperación activa en la necesidad.


El deseo de la libertad se acompaña siempre con el de la igualdad. Conviene pues que se persuadan que los reconocemos por iguales a nosotros; que nada hay en nosotros que nos haga superiores a ellos; que la opinión estará en favor suyo, [que] serán entre nosotros elevados a todas las dignidades, se estrecharán nuestras familias con las suyas por los vínculos de la sangre, siempre que no haya disonancia en la educación, religión, modales y costumbres. La consanguinidad es sin duda el lazo más pronto y más fuerte; ella reduce a una sola familia los extranjeros y los naturales del país; ella es la que en todos tiempos ha pulido y civilizado a las naciones bárbaras. En esta unión íntima comprendieron fácilmente que las artes y conocimientos de los pueblos cultos eran muy necesarios para mejorar su suerte.


Sobre todo si hay algún medio de que podemos con seguridad prometernos prontas ventajas, es la educación y el honor.


Los indios están en estado de considerarse como una nación nueva, y por consiguiente fácil y dispuesta para ser ilustrada. En los pueblos antiguos es muy difícil desarraigar preocupaciones envejecidas. En ellas parece que la luz está reservada para las generaciones futuras. Sea lo que fuere, siempre la juventud es la esperanza del Estado, y bien dirigida viene a ser su gloria.


El ánimo sin experiencia y sin partido, antes de la edad de la reflexión, recibe con igual docilidad todo género de opiniones, la verdad y la mentira, lo que es favorable y lo que es funesto a la utilidad pública. Es fácil acostumbrar a los jóvenes a estimar su razón o a despreciarla, a temer o confiar en sus fuerzas. Si los padres defienden con obstinación los delirios que mamaron con la leche, sus hijos tendrán la misma adhesión a los buenos principios que reciban. De retorno a su patria llevarán ideas exactas sobre la religión, la moral, la legislación, el comercio, la industria, la agricultura. Comunicarán sus conocimientos, los adelantarán, enriquecerán, iluminarán su país. Se les confiarán los cargos importantes. De este modo se habrá dado un gran paso al grandioso designio de que todos nuestros compatriotas, indios y españoles, formen una sola familia, sujeta a unas mismas leyes y a un solo gobierno. ¿Y qué obstáculo puede presentarse cuando aquellos naturales tengan hombres instruidos, cuando vean a sus compatriotas, unos constituidos en oficiales del ejército, otros miembros de los tribunales de justicia, otros en la primera magistratura, otros en la gran cámara y convención en que se traten los negocios interesantes del Estado? Entonces será cuando los campos más hermosos del mundo dejarán se ser desiertos. ¡Cuántas víctimas de los gobiernos antiguos, duros y artificiosos, cuántas familias arruinadas por el atraso de las artes, cuántos hombres nacidos para vivir y pensar como hombres, y que se vieron precisados a obedecer y callar como brutos, cuántos artesanos sin trabajo, labradores sin terreno, literatos sin acomodo, en fin, cuántos infelices volarán a aquella región con las artes, la industria, las luces!, ¡Que perspectiva tan risueña y consoladora; el Sud, y el Norte del Nuevo Mundo igualmente venturosos; la paz, las artes, las ciencias de la Pennsylvania trasladadas al suelo araucano, constituido en asilo de la libertad que huye de la Europa con las virtudes pacíficas; un espacio de cuatro mil leguas cuadradas, bello y prodigiosamente fecundo poblándose de hombres útiles bajo los auspicios de la razón y de un gobierno justo e iluminado, que consuele a la especie humana de sus largos martirios, persecuciones y amarguras! ¡Ay! Perecerán los suspiros de los filósofos, y los deseos que conciben por la prosperidad de los hombres, mientras los votos de sus opresores son tantas veces oídos por la fatalidad.


Mas no nos entristezcamos antes de tiempo. Nil desperandum. Algunos pasos hemos dado hacia la felicidad. El Estado no muere; un Gobierno activo hace en pocos meses lo que antes no podía hacerse en muchos años. Prestemos una cooperación activa a su vigilancia y buenas intenciones para que no desmaye y se disipará la apatía, el ocio y el error.


Parece que la educación de la juventud araucana ha de tener mejor suceso en esta capital; el aprovechamiento de los jóvenes suele proporcionarse a la distancia de su país; el hombre aislado espera sus adelantamientos únicamente de su trabajo y aplicación. En el Instituto Nacional hallarán unas proporciones cuales no pueden tener en otra escuela del reino: maestros, libros, un plan de estudios acomodado a nuestras necesidades, un cuerpo de sabios que vele sobre sus progresos. El esplendor de la ciudad y de la primera magistratura, el trato de hombres instruidos, todo eleva el ánimo e inspira emulación.


No está en el orden de la naturaleza que sean ineficaces los medios propuestos. Todo hombre desea mejorar su condición, y la civilización nace necesariamente de este deseo, con tal que no se le violente por la fuerza, ni se le presenten sus ventajas por extranjeros de quienes desconfía. Un pueblo se une e incorpora fácilmente con otro pueblo libre y feliz, cuando le brinda con una legislación justa e imparcial, y con la participación de sus derechos, honores y ventajas. La opiniones se comunican y hacen comunes con el trato, la amistad, la persuasión y la familiaridad que las acompaña naturalmente. La religión tiene tal amabilidad, que se ama y abraza luego que se conoce. Las modales se comunican; los pueblos, lo mismo que los individuos, están sujetos a la influencia del ejemplo: adquieren costumbres y decencia con la cercanía, comercio y trato de los pueblos cultos.


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[23]

Expediente del parlamento de año de 1771, y de la Paz de Negrete