VASCONCELOS

Ser sencillo es, en los tiempos que corren, una originalidad. Todos se protegen detrás de una actitud como detrás de un escudo, y en el artificio de las palabras, cada cual, pretende simular lo que nunca podrá ser. Y si la sencillez es una difícil originalidad, la sinceridad es ya una especie de heroísmo. Para nuestro medio de mediocridad reluciente y ostentosa, la ruda verdad es una blasfemia, y la hipocresía es estimada como una virtud encomiable e indispensable para el honesto desarrollo de la vida social. Se admira a los que nunca se descubren. El cálculo utilitario, la preocupación de las conveniencias, el prudente “saber vivir” de nuestros moralizantes, amengua los caracteres, deshace en embrión los ímpetus viriles, ahoga las afirmaciones altaneras y las negaciones creadoras. Estamos habituados a lo indeciso, a lo vago, a lo que nada significa, a los hombres amorfos, a las frases hechas, a las actitudes académicas. El gris podría ser nuestro color representativo. Somos incapaces de exaltación, pobres de rebeldía, sumisos hasta lo extraordinario y desmesuradamente resignados. Por eso, cuando alguien sacude nuestra modorra espiritual, con una palabra encendida o con un gesto de noble audacia ideológica, nuestro estupor es sólo comparable al de un ciego que por un inesperado y bienhechor milagro, entreviese el día. Así nos ha acontecido con el licenciado Vasconcelos. Vino, sencillo y sincero. A pesar del estiramiento protocolar y oficial de su misión, su sencillez de maestro, su sinceridad de hombre libre, resaltaron con firme y austera pureza en nuestro ambiente de pacata solemnidad. Desde la tribuna universitaria, con palabras que tenían el místico calora de la fe, expuso recios conceptos de humanidad; habló de las anunciadoras inquietudes del mundo, del imperativo social que descansa sobre los encargados de velar por la continuidad de la cultura. Y entre otras cosas de esas que sublevaron a los apaniguados de la prensa y a los empresarios del patriotismo, declaró que las oriflamas de las patrias, ya casi no movían su pecho. ¿Quién es, pues, este hombre que en la ciudad de Santiago, suntuosa y tradicionalista puedo atreverse en pública reunión, a expresar pensamiento semejante? La respuesta es sobria. Un visionario del porvenir de nuestra América y el maestro de una juventud. Visionario del porvenir de esta América que fue en el pasado escenario de resonante heroicidad, refugio, hoy, de la atribulada esperanza del mundo. Maestro de una juventud enaltecida en un constante empuje renovador; vigorosa en los designios de su actividad idealista, guardadora, en el Norte, frente a una civilización, mecánica y exorbitante, de la libertad latina y del sentido de la tierra. Como Rodó el divagador optimista, cree Vasconcelos en la futura realidad de la Confederación hispano-americana, malograda por los rencores de banderías y las ambiciones militares, en el Congreso Anfictiónico que reuniera en Panamá el libertador. Piensa que a los estados nacidos de la violencia y la política han de suceder vastas federaciones étnicas cimentadas en la sangre y el idioma comunes. Y como asigna a las Universidades el puesto de avanzada en el movimiento unificador, por ser ellas representativas de la cultura histórica, a su paso por la Rectoría de la Universidad de México dióle como lema de su escudo: “Por mi raza hablará el espíritu”. Pero no se crea descubrir en esta aspiración racial el brote de un novísimo imperialismo. Esas grandes Confederaciones imaginadas por Vasconcelos tendrían que entrar, por la fuerza de sus comunes finalidades morales a colaborar, en una armonía perfecta de relaciones. Por otra parte el modo de organización estará siempre condicionado a la identidad profunda y esencial de todos los seres. Vasconcelos es también un místico. Extraño ha de parecer esto a los que conocen algunas facetas de su obra revolucionaria. Los estudiantes, a los cuales justo es reconocer una estrechez de juicio y una miopía espiritual digna de filósofos escolásticos, se extrañarán más que nadie. Y, sin embargo, es así; Vasconcelos es místico. Conoce y admira las teogonías de Oriente y ha sido de ellas un admirable comentador. Y, espera, como muchos, –¡como tantos!– el renacer del Espíritu en esta época de fausto, de “hierro y de sangre”. Ese renacimiento se avecina. A la fiebre utilitaria, a la explotación humana, a la tragedia cotidiana de las ciudades absorbentes, a esa organización de la injusticia que se llama Estado, han de suceder nuevas formas de vida y nuevos principios dominantes. Vivimos –como ha dicho un escritor de América– en otra Edad Media. Una formidable revolución, que ya se anuncia por estallidos dispersos, amenaza el vacilante andamiaje de la civilización occidental. Asistimos al desmoronamiento de muchos dogmas que se creían inmutables, a la bancarrota irremediable de doctrinas que, afianzadas por la fuerza robustecieron durante siglos el privilegio y lapidaron la verdad. Pero al verdad viene. La verdad está a las puertas. Y a ese anuncio de los videntes, derrumbase los ídolos milenarios y de desgarran los velos de los santuarios consagrados descubriendo el fraude de las generaciones abolidas. Esta cercano el gran día en que desaparecerán las limitaciones y las violencias; el gran día en que el espíritu ha de reinar en amor y en verdad. Preparando su advenimiento están todos los hombres libres de la tierra y todos los que sienten la religiosidad de la vida, la fe en la exaltación del hombre, el odio santo contra todo lo que lo aparta de sí mismo y de Dios. Vasconcelos... No he de seguir hablando de Vasconcelos. Las mal hilvanadas líneas anteriores cumplen el propósito de un tardío homenaje más que el deseo de sintetizar algunos aspectos intelectuales del huésped ilustre. En el breve espacio de un artículo sería, además, imposible hacerlo. El que siendo Rector de la Universidad de México llevó a cumplidos términos un hondo movimiento cultural de transcendentales proyecciones, merece el comentario de un sociólogo. El autor de los “Estudio Indostánicos”, obra maciza de conceptos y de esplendidez verbal, debe ser juzgado por un talento de amplía visión estética y filosófica. Pero al maestro de la juventud mexicana, al hombre representativo de una renovación, al que nos dio a su paso efímero, cordiales enseñanzas, expresamos, los estudiantes de Chile, nuestro saludo efusivo y nuestra gratitud por su palabra alentadora y el estímulo de su noble sinceridad.

Eugenio González R.