PATRIA Y PATRIOTISMO

Hay una palabra muy en boga que parece expresar una idea noble y pura: es la palabra Patria. Los gobiernos saben emplear esta palabra con una habilidad extraordinaria, hasta el punto que muchos que la detestan sinceramente se dejan todavía tiranizar, sin protesta, en nombre de la patria. Hubo un tiempo en que la idea de patria, estrecha y opresiva, se deducía lógicamente de la forma política social entonces vigente. Eran aquellos los tiempos antiguos, en los cuales la patria no traspasaba los límites de la ciudad. La ciudad antigua, extensión de la familia, de la que conservaba el vigor y absolutismo, era verdaderamente homogénea. Los habitantes de cada ciudad tenían comunes tradiciones, se narraban las leyendas de sus antepasados y éstos eran los mismos para todos. Todos honraban los mismos héroes y sacrificaban en los oficios religiosos a las mismas divinidades protectoras; se sabían aborígenes de la misma raza; hablaban idéntico idioma; vivían unidos por iguales intereses, y las mismas pasiones los agitaban. Se cuidaban muy bien de no corromper la pureza de su sangre con uniones extrañas; y si a veces admitían extranjeros a residir entre ellos, dificultosamente acordábanles los derechos ciudadanos: la naturalización era casi desconocida en las ciudades antiguas. Era, por lo tanto, lógico que existiera la idea de patria en Estados tan estrechamente constituidos.

Luego el ciudadano extendió la patria a los límites estrechos del pequeño territorio de la ciudad. Cuando los persas desembarcaron cerca de Atenas, los espartanos no se apresuraron ni en lo más mínimo a socorrer a los atenienses. La batalla de Maratón la ganaron estos antes que aquellos pasaran el istmo de Corinto, por lo cual los espartanos no hubieran nunca temido la acusación de malos patriotas. Si más tarde marcharon al lado de los atenienses contra Jerjes, las otras ciudades griegas no siguieron todas su ejemplo: Tebas se rindió, sin lucha, al Gran Rey, y los tebanos no pensaron con esto hacer acto de antipatriotismo. La guerra del Peloponesio nada tenía de guerra civil, y sin embargo, se vio a Esparta y Atenas desencadenarse la una contra la otra y buscar a la vez la alianza con el Imperio persa. En fin, el patriotismo consistía en lo siguiente: un ateniense debía defender a Atenas, un espartano a Esparta, un tebano a Tebas, y nada más.

Estas pequeñas patrias exigían a sus ciudadanos una obediencia pasiva. Y si en verdad el poder lo ejercitaba en la ciudad la colectividad de los ciudadanos, no es menos cierto que de cualquier modo, en el fondo, era siempre un gobierno absoluto, pues allí donde imperaba una oligarquía de tribunos y estrategas, siempre surgían uno o varios tiranos que se apoderaban de los destinos del pueblo, sin dejar a éste, en realidad, el derecho de discutir las ordenes de los gobiernos. Se ignoraba completamente la libertad individual y el hombre estaba por entero consagrado a su patria.

Ciertamente, el espíritu propiamente romano fue de los más limitados. Los romanos, mezquinos y formalistas, cuya religión no divinizaba sino abstracciones mediocres delimitadas, no inventaron, sin el socorro de los conquistados, más que organizaciones militares y la jurisprudencia, sin que haya mucho que glorificarlos por estas invenciones, pues de todo cuanto tomaron en préstamo no supieron perfeccionar más que la burocracia, la cual ya funcionaba en los imperios orientales. Es sabido, y exacto, que ellos debieron a los helenos sus letras, su arte y su ciencia; y se podría agregar que no se encuentra una literatura latina original y viviente de por sí, sino después de la invasión de los bárbaros. Sin embargo, justo es hacer constar que la conquista romana sirvió potentemente a los pueblos sometidos: todo, anulo, los límites estrechos y permitióles más frecuentes y extensas relaciones entre ellos, y sobre de las patrias antiguas. Cuando, poco a poco, las legiones latinas consiguieron subyugar las ciudades, éstas se abrieron a hombres hasta entonces considerados extranjeros. Las instituciones locales desaparecieron; los odios entre ciudad y ciudad se atenuaron, y los lazos de amistad entre los habitantes regionales se acrecieron, Alianzas familiares, imposibles antes, se verificaron; las razas se mezclaron, y la idea de patria se borró ante la concepción del Imperio universal.

Al desaparecer el Imperio romano, los jefes bárbaros se dividieron los reinos según el éxito de las batallas, sin que ningún reino tuviera el carácter de patria. Además, la existencia de tales reinos fue de lo más efímeras. Europa se dividía ya entre numerosos copropietarios, para los cuales toda autoridad resultaba vana, pues éstos fueron en realidad los solos patronos, también nominalmente de sus feudos. Estos propietarios luchaban incesantemente los unos contra los otros, se despojaban, asesinaban y se aliaban sin preguntarse si los accidentes del terreno que separaban o no sus dominios los hacían galos o germanos. Un señor de la Galia atacaba a otro señor galo, como un señor de Germania a otro germano; y un duque de Spoleto, con la ayuda de los sajones, combatía sin escrúpulo a un marqués de Ivrea. Algunos señores, después de victorias seguidas de raptos, o de herencias, alcanzaron un grado de potencialidad superior a los demás; habían extendido sus dominios y buscaron extenderlos todavía más. A esto obedecen ciertas guerras llevadas a países lejanos, como por ejemplo las de Carlos VIII de Francia y Luis XII de Suecia, que intentaron conquistar Italia, etc. No existía, ciertamente, en las intenciones de estos reyes, ninguna idea que se pareciera a la idea de patria. La única idea de estos propietarios estaba condensada en la ambición de engrandecer sus posesiones, anexionándose territorios sobre los cuales creían o fingían creerse con derechos. De todo esto surgió una nueva noción política que sigue durante dos siglos: la política del equilibrio europeo. Se trató de establecer que las partes territoriales de cada uno fueran más o menos iguales; y cuando uno amenazaba avasallar demasiado, los otros se alineaban contra él. Los Habsburgo fueron las continuas víctimas de esta política. Potentísimos cuando fue inaugurada esta dinastía, perdieron mucho después; no obstante, el recuerdo de esta potencia era tal, que un ministro, si quería conquistar fama, debía combinar los medios para “bajar la casa de Austria”, aún después que los adversarios de ésta llegaron, a sus expensas, a mayor poder que ella. Así se formaron, a continuación de guerras y tratados, los territorios gobernados por los descendientes de los señores más afortunados y que no se parecían en nada a las llamadas patrias.

La revolución, evocadora de antiguos recuerdos, volvió al sitial de honor la palabra Patria. Pero la patria moderna no es más la estrecha ciudad antigua; ahora se repite la palabra Patria sin saber a qué aplicarla. A primera vista, parece que una patria sea un territorio gobernado por un mismo soberano, personal o colectivo. Semejante definición sería insensata. Si, en efecto, fuera justa, ¿cuáles peores patriotas que los irlandeses partidarios del home rule? Y, sin embargo, los vemos proclamados como los más admirables patriotas. Algunos fundan la patria en la raza; pero, ¿quién, después de las invasiones y emigraciones que se sucedieron en Europa desde hace más de veinte siglos, puede afirmar la existencia de una raza más que la otra? Otros quieren que una patria sea la región comprendida entre límites naturales. A estos podríase preguntarles la definición exacta de la expresión límites naturales. No conocemos nada más ridículo que pretender demostrar que el Jura y el Rhin son límites más naturales que los Cevenne y el Loira. Y si así fuera, tendríamos que exigir la inmediata abolición de Holanda, Dinamarca y otros países. Se pretende, también, que sea la comunidad del idioma lo que constituye la patria. En este caso, todos los países que hablan castellano debieran estar sometidos a España; los franceses deberían reclamar la anexión de Bélgica Valona, de los cantones suizos de Ginebra, Neuchatel, Vand, Vallese y una parte del Piamonte, regiones de lengua francesa; y después debieran proclamar la independencia del Mediodía, la Bretaña, país de lengua céltica; abandonar Córcega a Italia, renunciar a sus pretensiones sobre Alsacia, región de lengua alemana; solicitar del Czar la libertad de Finlandia y Polonia y la cesión a Alemania de las provincias bálticas. Muchos patriotas americanos y franceses vacilarían bastante antes de aprobar este programa.

La creencia en una patria, es una creencia irrazonable, un acto de fe con el que los hombres ingenuos han reemplazado el acto de su fe en Dios. También el patriotismo no es más que una ingeniosa máscara del egoísmo: amar la patria significa, cuando más, que un grupo de hombres bajo cuya férula vive un pueblo de explotados, acapare para sí, en la mayor medida posible, una cantidad más o menos grande de beneficios, en detrimento de los otros grupos, que también tienen sometido otro pueblo de esclavos. El odio que se establece entre estos grupos que se hacen la competencia –odio que hasta llega a establecerse estúpidamente entre los pueblos oprimidos– es el que luego forma el fondo del patriotismo, que no es amor ni nada que se le parezca.

Harón.