Los Escritores de la Revolución

Máximo Gorky

Máximo Gorky –pseudónimo de Alejo Pechkov— nació en 1868 en Nichni-Novgorod. Huérfano desde su infancia, vivió la mayor parte de su vida en la más grande de las miserias. A los nueve años entró de aprendiz en una zapatería, de donde huyó luego a causa de los salvajes maltratos de su maestro. Después se hace sucesivamente pintor de brocha gorda, jardinero y vagabundo. A los 16 años aprendió a leer y escribir, mientras era ayudante de cocina en un vapor del Volga. Desde entonces, se despierta en él un ansia por leer y aprender. Lee cuanto llega sus manos y, deseoso de adquirir una cultura mayor, se dirige a la Universidad de Kazan donde le cierran las puertas. Se hace, entonces, panadero y en las escasas horas que le quedan para dormir, entra en relación con estudiantes e intelectuales que le ayudan, ante su constancia y avidez de estudiar. La vida miserable que arrastra lo llenan de desesperación y, con el ánimo de suicidarse se dispara un tiro en el pecho. Salvado milagrosamente, el escritor Korolenko lo toma bajo su protección, asombrado por la inteligencia y ansias de estudio del joven Pechkov. Escribe, entonces, sus primeras obras: Chelkach y Malva, que son acogidas con gran entusiasmo por el público. Desde entonces data su carrera literaria que lo ha colocado entre los más celebres escritores del mundo. Fué Gorky quien primero describió la vida de los parias, de los vagabundos de la Rusia, la vida que él mismo había experimentado tantas veces. Sus obras, en donde se descubre admirablemente la angustia y la desesperación de los humildes, son un himno revolucionario, lanzado contra la explotación y la tiranía. Cantó a los vagabundos con quienes había compartido las penurias del que se ve obligado a dormir en cualquier parte, del que –cubierto de harapos— lleva la vida de las aves para gozar plenamente de la libertad. Ha tenido una brillante actuación como revolucionario. Ingresó al partido social demócrata y formo parte en 1905 del gobierno provisional de San Petersburgo. A la vuelta del Zar fué encarcelado; pero como toda Europa protestara llena de indignación, el autócrata se vió obligado a ponerlo en libertad. Viajó luego por Italia, Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos para volver a Rusia en vísperas de la Revolución de 1917. Desde su revista “Los Anales” predicó con ardorosa fe la revolución y el pacifismo a toda costa. Sufrió una enorme descepción después de la revolución del 7 de Noviembre, a causa de los excesos a que se entrego el pueblo sometido a una tiranía secular. Pero, como posteriormente vió el espíritu de trabajo que animaba a los bolshevikis, entró luego a colaborar con el nuevo régimen y hoy día es uno de los más ardientes colaboradores del régimen del Soviet. Entre sus mejores obras merecen citarse: “Tomás Gordeef”, “La Madre”, “Los Tres”, “El espía”, “Konovalov”, “Memorias de un Hombre inútil” y algunos dramas como “Los Pequeños Burgueses” y “En los bajos fondos”. Reproducimos a continuación uno de sus cuentos:

Flor de Miseria

Una tarde, cansado de trabajar, estaba, yo tumbado sobre el suelo en la esquina de una gran casa de piedra; en la pared, los rojos rayos del sol poniente hacían resaltar las hondas hendiduras y las manchas de lodo. En el interior de la casa, día y noche, semejantes a los ratones de una cueva, se movían hombres hambrientos y sucios: tenían el cuerpo cubierto de harapos, y sus almas estaban tan manchadas como sus cuerpos. Por las ventanas de la casa se escapaba, semejante al humo espeso y lento de un incendio, el ruido sordo y monótono de la vida que allí bullía; sumido en una especie de letargo, escuchaba yo aquel lúgubre rumor. De repente, muy cerca de mí, de entre un montón de toneles vacíos y cajas viejas, salió una voz delicada y dulce que cantaba: Do, do, do, el niñito do... el niñito dormirá. Nunca había yo oído en aquella casa a ninguna madre mecer a su hijo con tal ternura. Me levanté sin hacer ruido y eché una ojeada detrás de los toneles. Una niña estaba sentada sobre una de las cajas. Con la cabeza, de cabello rizado y rubio, profusamente inclinada, la niña se balanceaba tranquilamente y tarareaba con aire pensativo: Do, do, do, niñito mío mamá pronto vendrá y juguetes te traerá En sus pequeñas manos sucias, tenía el mango de una cuchara de madera envuelto en un trapo encarnado y lo contemplaba con sus grandes ojos. Tenía unos bellos ojos claros, tiernos y tristes, de una tristeza rara en los niños. Su expresión me sorprendió tanto que ya no ví la suciedad de la manos y del rostro. Por encima de la niña semejantes a negras nubes, pasaban gritos, injuria, una risa de borracho, llantos: en torno de ella, en la tierra cenagosa, todo estaba roto, inutilizado, y los rayos del sol poniente, tiñendo en rojo los restos de las cajas dislocadas, les daban el aire lúgubre de los restos de un gran organismo demolido por la mano despiadada de la pobreza. Hice un movimiento involuntario: la niña se estremeció, me distinguió, y sus ojos recelosos se achicaron; se recogió todo ella como un ratoncillo delante de un gato. Con una sonrisa, consideré un rostro tímido, triste y miserable. Ella apretó fuertemente los labios y sus cejas poco pobladas, pusiéronse a temblar; luego se levantó, sacudió con aire preocupado su vestido en girones, que conservaba apenas su antiguo color rosa, metióse la muñeca en el bolsillo y, con una voz clara vibrante me preguntó: —¿Qué miras? Podía tener unos once años; era delgada, enfermiza. Me miraba atentamente y sus cejas temblaban sin cesar. —Bueno –continuó después de un instante de silencio: —¿Qué quieres? —Nada... Sigue jugando... yo me voy... –le contesté. Entonces dio un paso hacia mí, su rostro se enserieció y con expresión de repugnancia me dijo con su voz alta y clara: —Vente conmigo... Me darás quince copeks. No comprendí al pronto; pero recuerdo que me estremecí presintiendo algo horrible. Ella se acercó cuanto pudo a mi, se apretó contra mi cuerpo y esquivando la mirada mía, continuó con voz monótona e indiferente: —Vamos... No tengo ganas de recorrer las calles... en busca de un hombre. El amante de mi madre ha vendido mi ropa y con el dinero se ha comprado aguardiente.... ¡Vamos!... Con dulzura y sin hablar la rechacé. Ella miró con aire receloso que parecía no comprender: sus labios se movían convulsivamente. Por último, alzó la cabeza y mirando a lo alto, con ojos claros y tristes muy abiertos, dijo en voz baja y llena de fastidio: —No hagas gestos... ¿Te crees... porque soy pequeña... que gritaré? ¡No tengas miedo... Antes, sí, es verdad... gritaba... pero ahora...! Y sin acabar escupió con aire de indiferencia. Yo me alejé, llevando en el corazón un horror inexplicable y la mirada de los ojos claros de la niña.