NOTAS AL MARGEN DE MUCHOS LIBROS

Un índice spengleriano

Después de los dos gruesos volúmenes de Spengler “Des Untergang des Abendlandes”, nos envía desde Berlín un librero el pequeño tomo contentivo de un índice ejemplar de la obra: “Namen-und Sachverzeichnis”. ¿Un índice? ¡Ah, un índice habla de relectura, de masticación sostenida, de digestión bibliográfica acabada de un libro monumental! ¿Cuáles son los volúmenes de chevet que diría Laserre, de Spengler? Alguien ha dicho que se trata de un nietzscheano, triturador de ideas y de conceptos, anarquista de normas seculares. Sin embargo, he aquí la summa de ese espíritu enciclopédico, cerebro par de ese recio Chamberlain o de ese arduo Keyserling. Sus lecturas no son tantas cuanto bien aprovechadas y sistemáticas: mucho Nietzsche, en verdad; un Goethe familiar; un Kant y un Platón o un Aristóteles frecuentes. Las lecturas clásicas de Spengler resultan lo más habituales en este Índice: Voltaire, Tácito, Shakespeare, Rousseau, Cicerón, Dante; un frecuente Plotino, Lutero, Leibnitz y, entre las modernas referencias continuas, Wagner, Ibsen, para no hablar del solitario de Sils María. Espeso a veces Spengler; sólido, dogmático, procede directamente de un siglo de ciencia y filosofía, que comenzó con Hegel y Schleiermacher; derivó hacia las investigaciones de Max Muller y Strauss, para terminar con los simples eruditos... y con el creacionismo. Y bien se puede repensar la historia universal, a pesar de Bossuet y Montesquieu, desde un punto de vista cubista, muy siglo veinte y muy actual.

André Gide y “Corydon”

Quién ha seguido a través del movimiento literario francés, de los últimos tres años, todas las incidencias en torno a las frecuentes diatribas de un grupo de novelistas jóvenes contra André Gide, estará en situación de lamentar la publicación del último libro del autor de “El Inmoralista”. La aparición de “Corydon” arroja sobre André Gide lodo, lodo, mucho lodo triste, que pudo evitar y, sin embargo, no quiso. Formosum pastor Corydon ardebat; reza el verso virgiliano y bajo el auspicio triste de tal nombre, cae en desplome ingrato toda la obra del crítico, amigo de Oscar Wilde. ¿Para qué leer “Corydon” si en ese umbral ha de perecer lo que más pudimos comprender en la amplia libertad de tal espíritu? ¿Qué mucho entonces que en campaña libreril triunfe la mediocridad de un “Anti-Corydon”, que ostente, a manera de epígrafe, un sarcasmo de Béraud: “La naturaleza tiene horror de Gide”? Luego Béraud y los suyos saben ya dónde herir, en el talón, el mismísimo talón, al Aquiles de la “Nouvelle Revue Francaise”. Y todo por el vano capricho de escribir lo que acaso sólo se puede glosar sotto voce, sotto voce, en la intimidad mezquina del equívoco. ¿Acaso llegue a escribir mañana Gide también el “De Profundis” de una expiación? Sin embargo, se argüirá: quien haya leído a Bloch y hojeado a Marañón, no puede situarse en el mismo punto de vista para encarar la cuestión tan mal traída y llevada de la inversión sexual. No es posible considerarla según sean mayores las efusiones de simpatía o de antipatía. Al degenerado lo determinan razones profundas, que después de Freud, se comienzan a comprender con menos repugnancia y mayor indulgencia. Esas naturalezas femeninas, desteñidas de masculinidad, que casi tocan en el monstruoso hermafroditismo de las viejas devociones helénicas, comienzan a ser objeto de atenciones médico-psicológicas bien interesantes. Mas, ni con todo el caso de André Gide puede consolarnos o sorprendernos indiferentes. “Corydon” sólo puede leerse con no contenida repugnancia porque no en vano proviene de aquella aguda inteligencia que imaginó las páginas milagrosas de “La sinfonía pastoral”.

La Conversión de Max Jacob

¿Por qué razón Max Jacob nos hace pensar en un funámbulo triste? ¿Por qué? Talvez porque su cara de lunático envejecido recuerda, acaso, todas las miserias sufridas en el silencio que precede a la revelación y al éxito. Federico Lefévre en su Hora con...ha podido descorrer el velo de esa vida, que tiene toda la intimidad y toda la tragedia de la farándula pobre. Oigamos: Un día Max Jacob sentó plaza de preceptor, y luego fue secretario de cierto abogado, organizador de exposiciones, empleado en cierto negocio hasta caer, caer ¿en qué, pensaréis?; pues en barredor. Sí, en el menos laforguiano barredor de las calles de París, que se miraba “sus dos manos incapaces de saber manejar una escoba”... ¡También Dostoyevski supo, en Siberia, de los necesarios menesteres que obligan a manejar una escoba! Una noche, cualquiera de esas plateadas noches del París de Otoño, acaso Max Jacob, merodeó por los bulevares barriendo los papeles impresos, algunos de esos papeles que le permitieron leer, como a Cervantes, la página carnal de un maestro, que despertó la comezón de un libro futuro. También una noche, una de sus noches de barredor, miró hacia arriba en el barrio de Saint-Antoine, y encontró los ojos de un amor imposible, el amor que tanto le hizo llorar en su buhardilla del boulevar Barbés. Sólo así se siente todo el dolor de esa cara de funámbulo triste, que en vano busca la pila bendita de la iglesia donde recibir el óleo del bautizo cristiano.

¿Aun contra Bello?

¿También don Andrés Bello tendrá que obrar el milagro del Cid, es decir ganar batallas después de muerto? Porque cierto ligero comentarista suramericano le niega la sal y el agua, llegando hasta decir que Dozy ahorra la lectura de muchas páginas suyas. He ahí el error, que irónicamente condenará las escasas luces del iconoclasta, quien acaso piensa con Balzac que escribir significa afirmar: casualmente Dozy incurrió en el deplorable defecto de utilizar a Bello olvidándose de citarlo. Por lo demás, ahora que ha corrido tanta agua bajo los puentes de la filología (esto lo saben bien Menéndez, Pidal, Lenz, Américo Castro) toca admirar aún la reconstrucción paleográfica del Poema del Cid, en la cual se vio que don Andrés tenía razón en casi todas las correcciones que propuso. El humanismo de Bello fue un caso ejemplar de genialidad en su época. ¿Qué su Gramática es poco pedagógica, porque no separó siquiera la Analogía de la Sintaxis? ¿Que su traducción del “Orlando” merece algunos reparos? ¿Acaso no sería Aristóteles también vergonzosamente aventajado en conocimientos iniciales por cualquier escolar intonso de hoy? Lo cual no bastaría para probar que el Estagirita era un aprendiz de filósofo.

La Edad Media... obscura y restaurada

Hace algunos años: a raíz de la publicación de un libro nuestro y glosando cierto estudio consagrado al melancólico Novalis, nos escribía Max Nordau: “¿Usted defiende la Edad Media? Hombre liberal, hombre libre, nietzscheano impenitente.” Nos traicionaba, ante el implacable autor de “Entartung” el verso de Verlaine, “Le Moyen Age énorme et délicat”, que apadrinaba las páginas nuestras. Después hemos leído a Piérre Champion y hemos pensado en Max. Nordau, una vez más. Su Francois Villon nos ayudan y sus notas a la “Juana de Arco” de Anatole France nos guían. ¡He ahí toda la Edad Media! Los Minnesinger; Dante; Hans Sachs; el humanismo puro; las escuelas eruditas y las Universidades, París, Bolonia; el Renacimiento; las literaturas occidentales; la escolástica; Alberto de Sajonia; el gusto por Lucano y por Horacio; la difusión de Aristóteles y Platón; los árabes y los judíos! Verlaine, Bloy, Claudel: ¿Acaso las razones de arte no suelen ser las razones eternas? Y aún algo más: “La Edad Media y Nosotros”, de Landberg, cuya “Academia Platónica” resulta una novedad retrospectiva... desde el punto de vista del reines tomismo, que diría un tudesco, y del San Agustín de “La Ciudad de Dios”.

Armando Donoso.