EL RECUERDO CONSTANTE

Ahora yo estoy acodado y rígido con mis dos ojos abiertos. Se va este día; desde el fondo del horizonte, arraigado, un pecíolo ramifica por el cielo las húmedas arterias de una hoja de oro. ¿En qué continente de zozobras, en qué lugar desamparado está ardiendo la hoguera de esta lumbrarada crepuscular? Yo estoy frente a ella acodado y rígido en la actitud del hombre solitario. Todos los días fueron igualmente inútiles desde que no te tengo. El último yo lo perdí todo en forjar el recuerdo. Mi corazón ardía como una llama viva y yo quería ser el prodigioso frente a mi corazón hecho fragua. –Tuerzo mi vida y la enquisto y hago fluctuar el instante que he de arrancar al tiempo que viene del infinito sin detenerse y rueda hacia la muerte de todos. Y tras mucho trabajar extraje el recuerdo vivo y palpitante y me hallé prendido a él irremediablemente. Yo forjaba el recuerdo con mis manos impetuosas, con mis ojos ávidos, con mi oído dispuesto y mi alma sedienta que se precipitaban hacia ti como los años hacia los siglos. Me alargaba hacia todo lo que teníamos entonces, desde el blancor de tu frente y el aletear de tus labios hasta el luzaso de ocre en los árboles. Yo lo quería todo para hoy que estoy solo y tu estás lejos, sin que mi vida prevalezca sobre la tuya, ni este cielo te cubra, ni mis pensamientos te encuentren. –El cielo esta tarde tiene el color oro pálido y la congoja de una hoja de otoño. Estamos en primavera: no obstante tú ya no estas conmigo. Avizorante forjador, yo extraje el recuerdo creciente y me abracé a él sin remedio, y ahora me duele y me pesa como un haz de remordimientos. Y sin embargo, hurgo en la sombra a cada instante y sigo a tu lado, hablándote, aunque ya nada existe. Así yo he ido en la noche buscando fruta a los árboles agostados a la estación del invierno y he creído cargada de frutas la hojarasca que se cruza en la sombra, como ahora tus recuerdos en mi alma, como tú en mi vida en la que ya nada eres. –Ahora,– yo forjé estos árboles prodigiosos del recuerdo desde el fondo de mí mismo cuando estaba contigo. ¿Quién me dio esta fuerza incontrastable y rodante? Yo levanté estos fúnebres árboles hacia mis días venideros, alimenté y repartí sus negras ramas, concebí sus hojas mortuorias. Yo levanté estos árboles gigantes y sombríos como noches frondosas para tender mis brazos en vano y esterilizar mi vida. A pesar de todo, tus ojos ya no me alumbran, tu vez se me ha olvidado y tus cabellos caudalosos ya no llenan la copa de mi vida. Sólo estos recuerdos sombríos se elevan inmarcesibles y sus raíces me clavan convulsas y sedientas y me piden y me extinguen. –Ahora, yo estoy acodado y rígido frente a este día muerto, hablándote aún, con mis dos ojos abiertos clavados en esta inmensa hoja otoñal del crepúsculo.

XII – 1923.

TOMAS LAGOS