LA INFLUENCIA DEL ARTE EN LA VIDA

Se ha hecho célebre ya aquella frase que dice: “prefiero a los hombres que hablan como libros, los libros que hablan como hombres”, o sea la máxima en que se ha concretado al mismo tiempo que un ideal de naturalidad en la concepción literaria, una norma moral que se puede aplicar —aún cuando sea negativa—a muy diversas situaciones de nuestra existencia. Goethe, en cambio, poniendo casi en oposición el arte y la vida, haciendo saber que aquél supeditaba a ésta aunque se beneficiara de sus veneros de innegable belleza, brinda un ideal totalmente contrario y sin duda no desprovisto de toda base en la realidad. ¿Qué hay en el fondo? ¿Buscaremos en el arte la naturaleza, haciéndola superior a él, o por el contrario—Wilde—atribuiremos alas cosas naturales el designio de imitar las concepciones artísticas del hombre?… La estética es hasta ahora sólo un conjunto de problemas históricamente trabados. Desde Platón hasta Croce todo esfuerzo para dilucidarlos es muy meritorio, sin duda, muy digno de ser tenido en cuenta, pero no el comienzo de las soluciones que esperamos con tanto y tan sostenido interés. Hay personas que a cada paso, como de una maldición trascendental, huyen y tratan de hacer huir a las demás de facultar a la literatura y al arte en general para adquirir una excesiva influencia en la vida. Más claro, hay quines estiman que es un defecto “hablar como un libro”. Otras, entre tanto, creerán que es preciso dar a la vida una idealidad de que ella en si misma carece, un objetivo trascendente que no le encuentran. La incredulidad religiosa moderna ha hecho en gran parte nacer estas ideas, y quienes las sienten tratarán de que todo se produzca “como en los libros”, es decir de modo semejante a lo que es materia de literatura, de arte. Para abreviar, llamaremos a los primeros naturalistas y esteticistas a los segundos, dando por sentado—con Goethe—que el arte no es la vida, al menos como tal, sin deformaciones o transformaciones debidas al espíritu del hombre. El ideal del naturalista será que las creaciones artísticas reconozcan por entero el dominio de la naturaleza, sin atenuantes, en todos sus aspectos. La influencia del espíritu cultivado del individuo, será o deberá ser para un naturalista mínima en todo lo que de arte tal hombre produzca; y en realidad, un naturalista a outrance—si quisiéramos llevar los términos de nuestra proposición al absurdo lógico—tendría que repudiar por entero todo arte, llevado de su afán de hacer predominar sobre todo la naturaleza, es decir lo espontáneo y no artístico por excelencia . ¿Quién no conoce a algún naturista de estos que tratamos? Casi siempre se les oye pontificar en los tranvías y en los comedores, de sobremesa; sobre los valores literarios, pictóricos, etcétera, destrozándolos con menos piedad que un crítico mal humorado. El ideal del esteticista será, en cambio, apoyado en una amplia visión de la cultura, aplicar a todo aquello sobre que el hombre tiene dominio la influencia del intelecto y de la sensibilidad humanos. Un esteticista querrá, por ejemplo, que nadie olvide que antes de nosotros han vivido incontables generaciones de individuos contribuyendo pacienzudamente a crear inapreciables productos de inteligencia, de sentimiento, que todos juntos, vienen a formar en el presente la cultura. Un esteticista querrá, asimismo, que no se olvide a la razón, que se la haga adquirir mayor influjo sobre la acción vital de cada ser, armónicamente amalgamada a las fuerzas sentimentales que es necesario educar y potenciar como conviene. Sin duda el ideal del esteticista es más difícil, o simplemente difícil porque el del naturalista es difícil de realizar, porque el del naturalista es elemental y primario y llegar a él es sólo, en último término, no perder a ninguna edad de la existencia algo del “joli nature” que alababan las marquesas versallescas a los salvajes antillanos llevados a Francia en el siglo XVIII, cuando Rousseau triunfaba con su ideal ya muerto del retorno de la virginidad natural en el seno de lo no civilizado. Ese aspecto que interesaba por lo pintoresco a las lindas mujeres de la corte gala dormita en los sótanos de nuestro espíritu de hombres del siglo XX en mayor o menor grado, más o menos aterido por las corrientes de nuestra educación.

¿Y usted, lector, es naturalista o esteticista?

RAUL SILVA CASTRO