Crónica de Patrioterópolis

En plena sesión

Hacía muchos años que el Honorable Senado de Patrioterópolis había dado fin a la tarea de legislar. Ninguna ley le quedaba por dictar, ningún problema por resolver, ningún conflicto por dirimir. Todo lo había iluminado con su prudente entendimiento y, merced a él, Patrioterópolis era un país modelo. El día que habían dictado la postrera ley, los senadores se habían preguntado, unos a otros, agitando consternados sus luengas barbas: “¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Cultivar nuestras viñas? ¿Atender nuestras salitreras?” Después de un debate patriótico y levantado, acordaron por aclamación seguirse reuniendo en sesiones cotidianas para leer cuentos. Aquella tibia mañana de Mayo, los senadores de la República, escuchaban apaciblemente la lectura de un cuento de Perrault. El honorable Claro Sol, presidente de la corporación, leía la conmovedora historia de Caperucita, y su voz lenta y unciosa pintaba el bosque por donde vagaba la niña rosada: “Caperucita marchaba sola”. “Llevaba un cántaro lleno de tutos de pollo para su abuela enferma y, de cuando en cuando, se detenía a cortar amapolas coloradas con las cuales pensaba formar un ramo”. “Clara era la mañana y en los ojos verdes de la tierna niña se reflejaban en miniatura los árboles y el cielo”. “De repente, al torcer un codo del senderillo, un Lobo harto feo saltó sobre ella y abriendo la bocaza guarnecida de colmillos..” —“¿Se la comió?”–preguntó con los ojos arrasados de lágrimas el ancianito Mac-Ana. —“¡Apuesto diez Llallaguas a que no! –replicó el senador Duratesta– Yo he leído que siempre triunfa la virtud sobre el mal”. El Presidente del Senado, que se había detenido para limpiarse las narices, iba a continuar la emocionante lectura para dirimir la cuestión, cuando el senador Cristo-de-los-Andes, entrando como un huracán, grito: —“¿Conocen sus Señorías, la declaración de Guerra?”

La declaración de Guerra

La corporación se puso de pie como si un soplo heroico la hubiese levantado. —“¡Guerra contra Negrópolis naturalmente!” –exclamó uno. —“Nuestro enemigo secular –dijo otro– ¡Viva Patrioterópolis!” —“¡Viva! –gritó un tercero.– Movilicemos hoy mismo al ejército para que defienda nuestras tierras”. —¡Y se cubra de gloria en los campos de batalla!” —¡A la carga tropas patrioteropolitanas! Se formó un hermoso tumulto. No se podía hablar de guerra en Patrioterópolis sin que los corazones se sintieran abrazados de fuego patrio, los ojos divisaran cargas y los oídos oyeran clarines. Por fin después de indecibles esfuerzos el senador Cristo-de-los-Andes, logró hacerse oír: —“Sus Señorías no me han entendido. Se trata...” —“¿Pero con qué otro pueblo podemos estar en guerra? –se oyó preguntar. —“Se trata, honorables colegas, de la declaración hecha por un profesor de la Universidad, un haragán apellidado Guerra que se ha atrevido a pensar en... —“¿Pensar? ¿Pero, pregunto yo –dijo Duratesta– está permitido eso a los empleados del Gobierno? ¡Ni nosotros que somos viejos nos permitimos ese lujo!” —“¿Y que ha dicho ese herejote? ¿ha ofendido acaso el dulce nombre de Dios?”–Demandó el senador cristiano Chifla-Cortes. —“Ha dicho –contestó Cristo-de-los-Andes con la voz alterada– que debemos retener a toda costa las provincias Pares y Nones para obsequiárselas a Cuicópolis como aguinaldo de Año Nuevo”. —“¡Horror!” –exclamaron todos, heridos en lo más noble de sus almas patrióticas. —“¿Pero la sabia Constitución que nos rige, no prescribe todas esas indecorosas manifestaciones del pensamiento? –preguntó Chifla-Cortes– ¡Yo suplico encarecidamente al honorable Presidente que tenga la deferencia de leernos los artículos pertinentes de la Constitución”. El senador Claro-Sol sacó de un anaquel un venerable libro, lleno de telarañas y comido de polilla en los cantos. Se caló las gafas con solemnidad y leyó con acento pausado y severo: “Art. 1354 sobre libertades públicas: La Constitución garantiza a todos sus amantes hijos: 1.º –La libertad de dormir. 2.º –La libertad de morirse de hambre. 3.º –La libertad de pensar, según normas que cada año fijará el Supremo Gobierno”. —“¡Que hermoso es eso!”– exclamaron, enajenados los Senadores.

Luminoso estudio de las causas

—“¿Y ese admirable artículo es el que ha violado el tal Guerra? –dijo íntimamente dolido el Senador cristiano– ¡Ah, sus señorías que tienen la bondad de oírme ignoran la verdadera causa de declaración tan inmoral”. —“¡Dígalo!” –Suplicaron varias voces. —“Es la impiedad, señores. El endurecimiento de las almas a la luz divina. Sí, señores, hace años que observo en todas partes un resurgimiento del espíritu maligno. Los patrioteropolitanos que fueron felices mientras siguieron los preceptos de Jehová, se entregan hoy a toda clase de actos deshonestos, verbigracia, el de pensar. “Aquellos polvos traen estos lodos”, dice el versículo XII del Evangelio de San Juan. ¡Nosotros lo estamos palpando! Ahí tenemos sin ir más lejos las declaraciones de Guerra, inspiradas, sin duda alguna, por el Diablo, Señor Presidente: pido que se restablezca la Santa Inquisición para quemar a Guerra y a todos los que desoigan la cariñosa voz de la Divina Providencia!” Hubo un ardoroso movimiento de aprobación en los bancos del Partido Cristiano. —“¡Pido la palabra. señor Presidente!”–dijo el anciano Mac-Ana que era tirado a incrédulo. —“Tiene la palabra el Honorable señor Mac-Ana”. —“Quiero decir solamente que en mi criterio el pensamiento no es un acto deshonesto como acaba de calificarlo el Honorable Chifla-Cortes, sino al contrario, una cosa nobilísima. Yo, por ejemplo, a veces pienso (lo digo con toda modestia) y...” —“¡Su Señoría chochea! –interrumpieron varios Senadores. El anciano Mac-Ana iba a replicar valientemente que él no chocheaba, pero en ese instante el señor Duratesta hizo seña de que quería hablar y calló por deferencia. El Senador Duratesta era famoso por sus discursos del más puro corte inglés. Su oratoria era un regalo para los oídos cultos y por eso, en medio del silencio general, todos se arrellenaron en sus sillones para mejor saborear la medulosa palabra del orador: —“Señor Presidente del Senado, señores Senadores: —“Cuando oí hablar del delito perpetrado por Guerra, mi primer impulso fue creer que toda la culpa la tenía la Sociedad de Sorteos “La Poderosa”. Pero analizando sesudamente el asunto caí en la cuenta de que el mal está en nuestra propia Constitución. “Voy a explicar las razones”: “Nuestra Constitución garantiza, como todos acabamos de escuchar, la libertad de pensamiento según normas que anualmente debe fijar el Supremo Gobierno. ¿No es así? Pues bien ahí está el mal. Pensar, señores, es algo triste. Por el pensamiento se llega a la desobediencia, al descontento, a la crítica social, a todas esas cosas, en fin, contrarias al decoroso orden que debe reinar en una República. “En los tiempos medioevales, los gobiernos, penetrados de estos prudentes principios quemaron todos los libros e instituyeron la Santa Inquisición para purificar a las almas empedernidas. “¡Aquellas naciones, señores, fueron dichosas. Florecieron en su seno todas aquellas virtudes que hoy siguen siendo el sostén de las Sociedades: el respeto a la riqueza, los hermosos sentimientos patrióticos y, principalmente, la meritoria resignación del pobre. “En nuestra amada Patrioterópolis, los que escribieron la Constitución, en vez de imitar las laudables costumbres del pasado, permitieron la libertad de pensamiento. Suerte es (¡y muy grande!) que los patrioteropolitanos con una intuición que nunca me cansaré de loar, no han abusado de esta libertad; más aún: ni siquiera han querido usarla. De esta manera hemos vivido dichosamente durante más de un siglo. ¡Pero, ay, nunca faltan los hombres malos que se permiten pensar por su cuenta. Todos recuerdan el desgraciado caso del profesor Tancredo y el más desgraciado aún del profesor Fontana. ¿Qué determinación se tomó contra ambos rebeldes? La única que debe tomar un Gobierno que se respete: ¡destituirlos! Ahora, señores, un nuevo caso se presenta. Un profesor de apellido Guerra, un loco de atar sin duda, se toma la libertad de pensar en contra de las normas que el Supremo Gobierno ha fijado para el año en curso. ¿No es este un desacato que entristece nuestras almas de patriotas? Los profesores se han distinguido siempre por su espíritu de sedición contra las sanas y mesuradas doctrinas del Gobierno: por eso creo que la raíz del mal está en la Universidad. Cerrarla sería hacer obra de progreso y de amor a la paz social. Termino, señores, proponiendo que se la cierre sin contemplación. He dicho”. Este discurso, lleno de enjundia y de propósitos edificantes, arrancó a los ancianos Senadores una tempestad de aplausos delirantes produciéndose una de esas arrebatadoras manifestaciones que dejan huellas imperecederas en los corazones puros.

Quince minutos después...

Quince minutos después, cuando los aplausos amainaron, el Presidente del Senado dijo: —“El honorable Senado acaba de escuchar las dos excelentes mociones presentadas a la Mesa: una del señor Chifla-Cortes, pidiendo que se restablezca la Inquisición, y otra del señor Duratesta proponiendo cerrar la Universidad. En discusión ambas mociones”. —“Yo creo, señor Presidente. –dijo el senador Cristo-de-los-Andes– que ambas mociones deben ser aprobadas porque con ellas se satisface un anhelo general de los espíritus patrióticos”. —“Tate, tate, –gruño malhumorado un senador desde su rincón– Con la discusión de ese par de proyectos se pasará la hora y nos vamos con las ganas de saber lo que le acaeció a Caperucita...” —“Muy justo –añadió otro– ¿No sería mejor proponer rápidamente un castigo para el susodicho Guerra dejando para otra sesión el estudio de los proyectos de acuerdo?” —“Propongo la destitución de Guerra, lisa y llanamente”– clamó Duratesta. —“Honorables colegas –dijo el anciano Mac-Ana–, al margen de la destitución pedida, quiero revelaros algo que os va a causar asombro. Figúrense que cuando fue destituido el profesor Fontana, un grupo insurrecto de estudiantes hizo una inaudita campaña contra los que habían decretado la destitución, y, cosa rara, lograron conseguirse adeptos en la opinión pública. ¡No quiero que esto se repita!... Y por lo tanto ruego a mis colegas que no destituyan a Guerra. No es cobardía, es prudencia. Y la prudencia es el galardón más bello de la ancianidad”. —“Quien pronuncie tales palabras demuestra estar en posesión de un espíritu clemente y razonable –dijo el adolescente Ministro de Relaciones que venía de jugar a las bolitas con Amorápalos– ¡No hay como la prudencia para gobernar”. —“¡Pero de ningún modo dejaremos sin castigo a ese hereje!”–gritó el senador cristiano. —“¡Eso, jamás!”–contestó Duratesta con honesta energía, y agregó– ¿Saben? se me ocurre una idea... —“¡Oh!” –murmuraron todos. —“Se me ocurre que podríamos oficiar al Rector de la Universidad, señor Lechuza para que deje arrestado en sala de castigo durante ocho días a Guerra. Además para que aprenda a respetar a su patria podría imponérsele que copiara quinientas veces la Canción Nacional”. —“¡Que se oficie!” –gritaron todos, admirados de tanto talento. —“Si no hay nuevas mociones que presentar dijo el Presidente –podríamos seguir la lectura interrumpida”. —“¡Que se siga!”–dijeron todos. En el augusto silencio del Senado, la voz del señor Claro Sol, se volvió a elevar lenta y unciosa: “Caperucita marchaba sola”. “Llevaba un cántaro lleno de tutos de Pollo para su abuela enferma, y, de cuando en cuando, se detenía a cortar amapolas coloradas con las cuales pensaba formar un ramo”. “De repente, al torcer un codo del senderillo, un Lobo harto feo saltó sobre ella, abriendo la bocaza guarnecida de colmillos...” —“¿Se la comió?”–volvió a preguntar con los ojos arrasados de lágrimas el ancianito Mac-Ana.

POIL DE CARTOTE.