El hombre primitivo

Y el hombre lo observaba todo con ojos entre asombrados y miedosos... Acostumbrado a la dilatada perspectiva de los campos, verdes en Octubre y grises en Mayo, la ciudad con sus casas enormes e informes, con sus tranvías y sus automóviles le producía un indefinible sentimiento de malestar. Su alma acostumbrada como sus ojos, a la libertad campesina, se oprimía entre las calles tiradas a cordel, llenas de una algarabía infernal para sus oídos. La sangre en violentas sacudidas subíasele a la cabeza. Las mujeres le mareaban y sentía, él tan equilibrado, tan normal, despertar en su pecho obscuros instintos, los cuales a el mismo le causaban espanto, como si fuesen un tropel de fieras hambrientas. Era una cosa extraña lo que le pasaba, y sin embargo allá en su pueblo nunca habíanle asaltado estas emociones, y en su casa jamás había sentido otra cosa que las cuotidianas e indispensables rabietas de siempre. Mas, ahora... Junto a la angustia que atenaceaba su pecho, nacía una ola de rabia, unos locos deseos de venganza contra no sabía qué cosa. Las grandes casas comerciales atestadas de telas raras y costosas, de joyas y de tantas otras cosas, le ponían en un grado tal de excitación, que apretaba los puños y rechinaba los dientes como si se aprestase a acometer a un enemigo invisible. Y poco a poco iba comprendiendo la causa de su instintiva rabia. Como hasta entonces no había sentido necesidad ninguna, pues en su casa tenía un mediano bienestar y además no era hombre ambicioso, nunca se había preocupado de nadie. Pero ahora sentía todo el lujo de las tiendas y de las mujeres y de los hombres como un latigazo en el rostro. Obscuramente comprendía que en todo esto había una enorme injusticia, que eso no podía ser. Y le mordían el pecho unos deseos feroces de destruír, de incendiar todo aquello y de lanzar entre las llamas crepitantes a los hombres y mujeres, llenas ellas de plumas y trajes raros y ellos con sus fracs ridículos e impecables, y hacer después, lleno de alegría, una danza salvaje alrededor de la hoguera inmensa...

R. MONESTIER.